El azul puede que sea uno de los colores que mayor reconocimiento y admiración ha recibido a lo largo de la historia de la cultura occidental. Por lo mismo, los diferentes teóricos especializados en teoría del color suelen dedicarle al menos un capítulo especial en sus respectivas investigaciones, atención que no suelen recibir, en cambio, los otros colores62. Las historias sobre el azul no dejan de ser, por lo demás, fascinantes. Por un lado, está el hecho de que el simbolismo atribuido al azul de ultramar —al que ya se ha aludido en este mismo texto— derivó al menos en parte de su valor monetario, cimentado a su vez en los altos costos de su producción. Pero también es interesante saber que la búsqueda de una alternativa para el costoso lapislázuli del que estaba hecho ocasionó, al menos en parte, la invención de los colorantes artificiales, gracias a lo cual actualmente es posible acceder a cualquier color, independiente de cuál haya sido, en rigor, su origen.
Me pregunto si en ese sentido la omisión del azul en cualquiera de esas dos películas de Valeria Sarmiento (Amelia Lopes O’Neill y El cuaderno negro) no equivale a la omisión de la letra A en la versión castellana de la novela El secuestro de Georges Perec (1969), escrita de principio a fin sin hacer uso de dicha vocal. En ambos casos se trata de una operación hasta cierto punto radical, dado que lo omitido tiene una fuerte y significativa presencia en nuestra cultura —ya sea en el medio visual o en el textual—. De todas formas, no hay que dejar de considerar que también hubo una época en la que el color azul pasó absolutamente desapercibido. Al parecer, durante un largo período de la Antigüedad clásica no hubo un término específico para referirse a él, dado que se lo consideraba simplemente como una versión más clara del color negro. Lo más curioso es que eso no solo ocasionó que el azul no pudiera ser nombrado, sino tampoco visto —aunque quizás eso es algo que no debería extrañarnos realmente—.
El azul fue, por otro lado, el último de los tres colores primarios en ingresar a la pantalla cinematográfica. Si bien en los años veinte toda una serie de anuncios y campañas publicitarias celebraban en Estados Unidos la llegada del realismo propio del cine “a todo color”, las dos principales compañías encargadas de su desarrollo —Eastman y Technicolor— solo habían podido hacer películas en rojo y verde. No fue sino con la llegada del azul, en el año 1932, que dicho realismo pudo considerarse medianamente logrado63. En ese sentido, el hecho de que películas como Amelia Lopes O’Neill o El cuaderno negro prescindan del color azul en la actualidad, posee hasta cierto punto un carácter regresivo —lo cual, lejos de condicionar la validez de su propuesta estética, la enriquece—. Tomando en cuenta estos antecedentes, la omisión del color azul como recurso para generar una sensación de irrealidad adquiere una mayor densidad semántica.
Ahora bien, y para terminar, hay una última asociación que no quisiera dejar de mencionar. Tal como es sabido, durante mucho tiempo los costos de producción de las películas en color, en relación con los de las películas en blanco y negro, fueron altísimos. Únicamente las grandes producciones, consistentes en su gran mayoría en películas musicales o infantiles, pudieron darse el lujo de pagarlos. Solo una vez que esos costos disminuyeron, el cine en color dejó de estar asociado a ese tipo de entretenimiento —así como el cine en blanco y negro dejó de estar asociado, por oposición, a la ilusión de realidad—. En Notre Mariage (1984) de Valeria Sarmiento, se emulan intencionadamente los colores propios del principal proceso cinematográfico en color de esa primera época del cine, el technicolor. Para ello se utiliza un filtro color magenta64 que acentúa el amarillo, pero sobre todo el rojo saturado característico de ese tipo de películas. Esta operación pareciera responder no solo al interés por obtener dichos matices, sino a la intención de crear una atmósfera cromática particular que remita, aunque sea de forma inconsciente, a esa tecnología de fantasía. En ese sentido es posible plantear que, adicional al empleo simbólico del color como el que se observa en Rosa la China, o retórico como el de Amelia López O’Neill, el color en el cine de Valeria Sarmiento es utilizado también para generar ciertas atmósferas, algunas incluso relativas a ciertas épocas del cine en las que lo único transparente era el uso del color como artificio.
Amelia Lopes O’Neill de Valeria Sarmiento (1991). Captura de video.
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