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(Mt 11,29). Y es lo que constituye la justicia interior.

      San José era anticipadamente «hombre justo» (Mt 1,19). Es la justicia que viene del corazón, del corazón transformado. Él estaba lleno de santidad. Era hombre justo, de corazón bueno, de corazón lleno de fe. Fe en las promesas, fe en el amor de Dios, fe en los caminos de Dios. Y entregado a esa fe, dispuesto a cumplir los mandamientos de Dios. Es maravilloso en eso san José, en esa entrega, en esa bondad de corazón. Porque una cosa es que uno sea justo y otra cosa es que sepa que lo es. En muchos, lo malo que tienen es que saben que saben. Como decía un profesor que teníamos, solía decir eso: «Mire usted, este señor sabe mucho, pero lo peor que tiene es que “sabe que sabe”, y como “sabe que sabe”, es muy autosuficiente». ¡Y sabe!, y el saber es bueno, pero el saber que sabe le fastidia, porque entonces empieza a saber menos… La verdadera inteligencia no sabe que sabe, sino que lo importante es saber. Pues bien, aquí estamos en el caso de la justicia: una cosa es ser justo y otra cosa es que uno sepa que lo es. Generalmente, el hombre verdaderamente bueno y santo cree que no hace nada más que lo que tiene que hacer, y no ha hecho nada. «Somos siervos inútiles» (Lc 17,10). Y san José probablemente es así, «no ha hecho nada». San José ¿qué hace? «Lo que tengo que hacer, nada». Esto aparece muy claro, que una cosa es tener luz de Dios y otra es saber que la tiene, en un caso muy claro que es el de la confesión de Simón Pedro, cuando Simón Pedro le dice al Señor: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Y le dice Jesús: «Dichoso tú, porque esto no te lo ha revelado la carne y sangre, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16,16–17). Él se quedaría viendo visiones: «¿A mí, esto?, yo he dicho, hombre, ¡si era lógico!, qué iba a decir, pues lo que veo, tú eres el Cristo, ¡ya está!, ¡si eso está claro!». «Te lo ha revelado mi Padre». Y él no tenía conciencia de que le hubiese revelado su Padre.

      Pues bien, la verdadera bondad del corazón es la del que hace lo que tiene que hacer, pero es bueno. Así es san José. San José es admirable por eso. En todas las páginas del Evangelio se nota una sencillez de su parte. El Señor le coloca en situaciones en que no le arregla las cosas, sino que le sumerge en situaciones en que él tiene que decidir, y tiene que decidir porque es varón justo. Como es un hombre de bondad profunda de corazón por la acción del Espíritu Santo, eso le dicta lo que le parece que es razonable hacer ahora, y lo hace. Entonces resulta una bondad maravillosa del corazón.

      José es tan bueno que María siente que puede hacerle sus confidencias espirituales. Se siente esa afinidad, eso es lógico. Eso es lo que significa que estaba casada con él, desposada con él. José la entiende. No entiende del todo, pero sí suficientemente. Y María se siente comprendida en el misterio que Ella vive interiormente con el Señor. Entonces entra esa relación con José, de respeto, de inmenso respeto hacia María, de amor, de cercanía. Y María –podemos pensarlo así, esto es bien hermoso–, es la que forma la bondad del corazón de José, con su confidencia, con la comunicación de sus vivencias, de sus deseos, de sus ideales, con los que él sintoniza, le entiende y sintoniza perfectamente. Es un hombre sencillo, agricultor, campesino, carpintero al mismo tiempo. Porque eso que decimos nosotros que era carpintero de Nazaret, pues ¡sí que tenía trabajo el pobre! ¿Qué va a tener en un pueblo así de carpintero?, se moriría de hambre. Era aldeano, campesino, con sus campos, y además arreglaba las cosas de carpintería que podían surgir en un pueblillo de nada, donde poca cosa habría de carpintería, porque no tenían armarios empotrados ni nada de eso. O sea que era eso, los arados y arreglar esto y lo otro, esas cosas. Pues bien, ese hombre sencillo que trabajaba ahí, le entiende. Y María lo va a formar, pero sin quererlo, no es que se hace maestra. La mayor enseñanza se da cuando uno no se siente maestro, sino sintoniza y le comunica. Y José la quiere, pero la quiere como Ella se le presenta, la quiere en ese nivel en que Ella tiene sus confidencias, que son la causa de su estancia allá, de sus deseos de amar al Señor, de servir al Señor.

      Entonces José, «varón justo» (Mt 1,19), lo acoge, lo comprende, y piensan en un matrimonio, que es la manera de encubrir –en un pueblo, librándola de habladurías–, cubrir esa virginidad de María y ser custodio de Ella en la vida familiar, en que va a gozar de esa familiaridad con María, que es la Virgen por excelencia, que es la esposa del Espíritu Santo, del Señor. Podemos barruntar un poco lo que eso significa en José, de nobleza en la sencillez.

      El hecho es que José tiene ciertas características que, hasta en cierta manera, son rasgos que aparecen en el Evangelio, de humildad, de bondad, de sencillez. Por ejemplo, la bondad que él tiene total, es una disponibilidad total. No se queja ¡nunca!, ni un ápice. Cuando Jesús se queda en el Templo, que debió pasarlas muy negras José, es María la que se queja, no es él, él aguanta. Y es María la que le dice: «Hijo, ¿por qué has hecho así con nosotros? Tu padre y yo te buscábamos con dolor» (Lc 2,48). De lo que da testimonio es del dolor de José, pero es Ella. José, como que respeta el misterio que sucede entre el Hijo y la Madre, y él está ahí en su lugar, sirviendo siempre. Esa es la bondad y la justicia del corazón, la que el Señor introduce en este mundo: «No he venido a ser servido, sino a servir» (Mt 20,28). Y él está ahí siempre. Ni siquiera dice: «He aquí, yo soy el servidor vuestro», no lo dice, lo hace. En la Anunciación, la Virgen dice: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), bien. José ni eso dice. Le dice el ángel: «Coge al Niño y a su madre... Y él toma al Niño y a su madre» (cf. Mt 2,13-14). Ni le dice: «Sí, sí, sí, lo voy a hacer». ¡Basta! Voy, ya está, ¡hecho!, ¡eso está hecho!

      Es admirable esa figura de José, bueno, honrado, justo, sencillo, que trata de resolver las cosas con esa bondad, arrancando de esa bondad. Es observante. Notemos que no es un contraste, cuando decimos: «el observante del Antiguo Testamento es observante de la ley, la justicia del Nuevo Testamento es del corazón», no están reñidos. La misma observancia de la ley arranca de la bondad del corazón. Hombre dócil, humilde, bondadoso, servicial, que cumple la ley, y la cumple con esa tonalidad de quien hace lo que debe hacer, lo que el corazón le dicta como servicio de Dios. Y lo hace poniendo toda la bondad del corazón en la observancia de la ley.

      Así aparece José. Es el hombre bueno, justo. Las decisiones que tiene que tomar las toma desde esa santidad justa del corazón. La más difícil es la de las dudas, el momento aquel difícil, pero lo mismo le sucede cuando tiene que decidir él el matrimonio anteriormente. Y todo eso aparece como sencillo, ahí no ha habido un problema. El problema está cuando parece que hay una pugna, pugna en la bondad de corazón, y no ve el camino, pero sin perder nunca… La pugna no es entre la bondad del corazón y el egoísmo, ¡nunca!, sino es la incertidumbre de cuál es lo que corresponde a la voluntad de Dios. No es resistencia, no es que en ningún momento él se oponga a un camino, sino aparece muy claro que su titubeo es saber cuál es el camino. Pero la disponibilidad de José es total.

      Así es, pues, el hombre justo, el hombre santo, José. Entonces, es lógico que José así sea Patrono de las almas de oración y de las almas espirituales. ¿Por qué? Porque es el confidente de la Virgen, es el que entiende esos caminos, es el que sabe lo que es disponibilidad, lo que es docilidad a la menor indicación del Señor. Porque san José suele recibir las señales de Dios en su momento, el Señor no lo da todo hecho de antemano, sino que cuando llega el momento de la huida a Egipto, ha sido en un momento feliz, cuando llegan los Magos «y encontraron al Niño con su madre» (Mt 2,11), de él no se hace ni mención, aquí se puede prescindir porque no es eso quizás lo más importante. Y a san José no le hiere eso. Esa vocación tan difícil que él tiene de ser el jefe de la familia, pero ser el menos importante de los tres. Ahora, se marchan los Magos y cuando está durmiendo, en el primer sueño, «se le aparece un ángel en sueños» (Mt 2,13). Y uno dice: «Hombre, lo podía haber dicho antes, ¿no?». Sería una cosa lógica, que podía haber dicho él: «Me lo podía haber dicho antes de acostarme, ¡qué horas!, o en otro momento, ¡o de otra manera!». Pero nada, dándole un susto por la noche, ahí de repente. «¡Levántate!» (ibíd.). ¡Hombre, levántate! ¡Mañana por la mañana! «José, levántate, toma al Niño y a su madre y huye a Egipto». ¡Pues no ha dicho nada! ¿A dónde? A Egipto, hala. Bastante claro. «Toma al Niño y a su madre y márchate a Italia». ¿Y a dónde voy? Uno podía pedir aclaraciones: «Dígame qué sitio, qué calle…». No. «Toma al Niño y a su madre y huye a Egipto», hala, márchate. «Y estate allí