Con José, siervo humilde y fiel
Primera edición: 2021
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Plaza San Andrés, 5
45002 - Toledo
ISBN E-book: 978-84-18467-49-3
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LUIS M.ª MENDIZÁBAL, S.J.
Con José, siervo humilde y fiel
Pablo Cervera Barranco (ed.)
1. José, hombre justo, custodio de la Iglesia
Vamos a hacer una reflexión sobre san José, que cuida de la Iglesia del Señor, y vamos a comenzar por un primer punto más general, que es nuestra relación con los santos. Luego veremos nuestra relación con san José y su relación con nosotros.
Cuando la Iglesia quiso proponer en el Concilio Vaticano II su imagen, su figura, su misterio, dedicó un capítulo a la dimensión escatológica (LG 50) hacia donde la Iglesia tiende, y en ese capítulo viene a recordarnos que nuestra vivencia aquí, en el misterio de la Iglesia, no es plena si no tiene una referencia a la vida eterna, a la vida de la Iglesia triunfante. Vamos hacia ella, vivimos en la fe, de esperanza, esperamos. Y esa fe cristiana es esencialmente esperanza; tendemos. Por lo tanto, nuestra vida sobre la tierra está iluminada por una esperanza –no es una actitud de existencialismo desesperado–, lo cual no quita nuestra entrega a la realidad temporal, porque está vinculada. Tenemos una misión sobre la tierra, ordenada y orientada a la permanencia eterna. Y, por lo tanto, tenemos que tener un empeño en realizar nuestra misión sobre la tierra. Es, diríamos, una dimensión del presente la tendencia hacia la bienaventuranza, pero no es solo eso. Ese es un aspecto que en ese capítulo se recalca, pero hay otra realidad que en el capítulo se nos enseña: la unidad de la Iglesia. La Iglesia no tiene barreras, la Iglesia está constituida como misterio por la unidad: de los santos, de los que luchamos en la tierra en este momento, tratando de colaborar a la Redención con nuestra existencia corporal y mortal, y la de los que se purifican en orden a la visión bienaventurada del Señor. Todo esto es la Iglesia, y entre estos tres frentes de la Iglesia hay una unión estrecha. Esto lo recalca el Concilio.
Nuestra acción y nuestra misión para la realización plena de la Redención no terminan con la muerte. Los santos en el cielo colaboran a la Redención, siguen colaborando. Los santos en el cielo no están pasivos. No están dedicados ya, como quien ha pasado una prueba, unos exámenes, y ahora disfruta de la vida. No es esa la bienaventuranza, sino que los bienaventurados colaboran. Están, diríamos, ocupados con el problema de la Redención del mundo, de la salvación del mundo. Les interesa y contribuyen a él, siguen actuando, hasta que se realice plenamente la salvación de la humanidad. No es una excepción santa Teresita cuando decía: «Quiero pasar mi cielo haciendo bien en la tierra». Ella pidió esa gracia en la Novena de la Gracia de san Francisco Javier: pasar el cielo haciendo bien en la tierra, quizás porque veía que san Francisco Javier seguía pasando su cielo haciendo bien en la tierra, pero es propio de todos los santos. No nos desinteresamos. Así como estando sobre la tierra estamos empeñados, también en el cielo están empeñados, y también los que están en el purgatorio, mientras se purifican. Con una diferencia y es que, lo que no pueden hacer los santos es colaborar con el sufrimiento, eso ya no pueden, no es esa su colaboración. La colaboración es la de la oración, la de la ayuda, puesto que, como dice El Credo del Pueblo de Dios, «participan en el gobierno que Cristo ejerce sobre el mundo» (n. 29). Participan, y por lo tanto tienen una capacidad también ellos de acción, que nosotros no sabemos en qué medida ni cómo se vive. Como nosotros tenemos una capacidad de actuar en este mundo, bajo el Señor, en el gobierno, participando también en la misión profética, real y sacerdotal de Cristo. Pero ya la acción de ellos no es la acción, diríamos, del sufrimiento, ya no pueden sufrir, ya no pueden decir: «Sufro en mí lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24). Contribuyen a su manera. Por lo tanto, si no aprovechamos el tiempo presente, allí nuestra colaboración será otra. Esta es una diferencia fundamental. En cambio, en la purificación sufren, pero ese sufrimiento no aporta a la Redención del mundo. Diríamos que es el sufrimiento que no tiene ese valor de colaboración a la Redención porque ha terminado el tiempo del mérito. Por lo tanto, en ellos hay un sufrimiento, unido quizás a la oración también. No sabemos mucho de la situación de las almas que se purifican, sabemos solo que las podemos ayudar.
Esto es pues, lo primero: los santos están empeñados en la Redención y tienen estrecha conexión con nosotros. La manera como ellos actúan –yo creo que ellos tendrán su iniciativa, tendrán sus acciones–, pero el camino para nosotros, como el camino de la comunión, es nuestra vinculación a ellos. Nosotros estamos vinculados a los santos, no a todos igual. Tampoco actúan todos lo mismo en el cielo. No es lo mismo dirigirse a san Ignacio que dirigirse a san Francisco de Asís, que dirigirse a santa Gertrudis, no es lo mismo. ¿Por qué? Porque la misión que uno tiene es eterna. Quiere decir que hay una vinculación a Cristo, hay una conexión, hay una función que se perpetúa también, y es lo que llamamos los abogados por causas diversas, patronos de causas diversas, que no son hechos arbitrarios, sino de ordinario la Iglesia los proclama en relación con la misión de ellos sobre la tierra; y vinculando esa misión a necesidades especiales de la Iglesia, los declara patronos. No actúa allí en el cielo y cambia los planes, sino los declara patronos, declara personas especialmente aptas o especialmente comisionadas para esto, y que actúan en eso que es su campo.
¿Cómo se establece nuestra relación con ellos? No es de tipo mágico: simplemente acudir allá y, sin saber ni quién es el santo, pero «hace muchas gracias este santo». No es eso: «¡es una santa muy milagrosa!, voy allí para tocar reliquias y hace milagros». Esto es lo que el Concilio ha querido en ese sentido purificar, y ha indicado claramente que nosotros con los santos tenemos comunión, y lo que hay que establecer es esa comunión. El sínodo último ha hablado mucho de la «eclesiología de comunión» (Sínodo de los Obispos 1985), recalcando que la Iglesia es comunión, es comunión entre nosotros. ¿Cómo nos ayudamos nosotros mutuamente? Por relación personal, la comunión. La convivencia nos compenetra y van surgiendo como hermandades, sintonía, que nos hacen siempre mucho bien. Para ayudar a una persona, lo más grande que se puede hacer por ella, de ordinario, es hermanarla con una persona que le contagie, en cierta manera, a través de la comunión, de la cercanía. Entonces va transmitiendo y va poco a poco modelando ese corazón, sintonizando con él; pero para eso tienen que tratarse, evidentemente, y hace falta su tiempo de trato. Esa fuerza enorme de comunión lleva consigo la fuerza del ejemplo. El ejemplo de una persona influye porque es de riqueza superior, no por un puro elemento psicológico, sino que la gracia actúa en esa ejemplaridad, y la gracia a través de esta persona se comunica en esa línea paralela a la psicológica, o estructurada en la psicológica. Le va contagiando, le va transmitiendo. «Dime con quién andas y te diré quién eres». Tratando con esta persona le levanta, le infunde ideales, le transforma. Por lo tanto, tenemos la comunión. Para la comunión hay que conocer a las personas. Y tenemos que conocer a los santos. (…)
(…) La comunión con los santos quiere decir que hay que conocer su vida. Es uno de los males que se ha generalizado hoy, la ignorancia de los santos, que no se leen las vidas de santos, y eso es fatal. Necesitamos saber de quién somos hermanos, necesitamos conocer nuestro estilo de familia. Ya por ser cristianos, católicos, hay un estilo de familia con Cristo; luego hay un estilo que corresponde a la espiritualidad que uno tiene. Y ahí va surgiendo,