La calidad, indudablemente, no puede ser muy alta, pero no está mal y nos permite seguir con un nivel razonable de salud estomacal y del resto del organismo.Aunque no comparto la acidez que muchos de mis compañeros dedican a las críticas culinarias de este tipo de restaurantes, he de reconocer que en algunas ocasiones el pescado del día está muy «fresco», diría yo que demasiado, y es frecuentemente porque está mal descongelado.
En cualquier caso, comemos, lo que ya quisieran para sí esos que salen en los informativos de la televisión, que pasan mucha hambre y no somos capaces de resolvérsela. Ni siquiera los ricos pueden hacer nada, según ellos porque son muchos y de poco serviría lo que ellos pudieran dar.
Así que, tristes pero consecuentes con la realidad, nos dejamos de problemas de conciencia y nos dedicamos al ocio.
Ocio es sinónimo de mal compañero para el ahorrador de ciudad, porque, como tenemos que comer deprisa para que el dueño del restaurante pueda dar más comidas y así mantener estos precios que nos ofrece, terminamos en poco más de media hora y tenemos que esperar otra hora y media antes de reintegrarnos a nuestro puesto de trabajo, lo que nos obliga a echar una partidilla o simplemente charlar para matar el tiempo y, como todo está mercantilizado, no podemos hacerlo en un sitio cerrado sin tomar alguna consumición, lo que nos origina un nuevo incremento de los gastos.
Pero la felicidad poco dura en casa del pobre, ya que el ocio puede llegar incluso a producir serias enfermedades. Solo por citar un ejemplo, les relataré cómo yo mismo estuve al borde de caer en la horrible ludopatía.
Uno de esos días que terminábamos de tomar el café, varios de mis compañeros, como siempre, se gastaban unas cuantas monedas en las máquinas tragaperras, estratégicamente distribuidas allí donde alguien puede tener un rato libre. La verdad es que de vez en cuando les salía uno de esos premios que, al menos moralmente, compensan las pérdidas dinerarias. Lo cierto es que yo nunca jugaba porque me parecía una cosa de niños y nosotros ya teníamos una edad en la que nadie nos confundía con un infante.
Pero hete aquí que un día, tras mucho insistir mis compañeros y puesto que me habían devuelto en el bar una moneda de un doblón, y después de que ellos ya llevaran jugando más de un cuarto de hora, al salir decidí echarla a la máquina y (¡oh, jugada del destino!) la máquina, como posesa, empezó a escupir decenas y decenas de monedas como el cuerno de la abundancia.Ante esta satisfacción, absolutamente desconocida para mí, invité a mis compañeros a una copa, con lo que dilapidé una gran parte de mi recientemente adquirida casi fortuna.
Este hecho, para muchos insignificante, supuso para mí el inicio del camino hasta mi absoluta ruina. Día tras día me acercaba a mi mágica máquina y le echaba moneda tras moneda, sin que ella se acordara de mí ni recompensara mi fidelidad con algunas monedillas de nada, pero que hubieran evitado mi desequilibrio económico.
Consecuentemente, me dificultaba mantener esa situación por lo que suponía de desajuste de mi presupuesto mensual. Mi nueva y casquivana máquina me echaba de vez en cuando unas monedas para que me sintiera permanentemente unido a ella, pero sin terminar de compensar mis cada vez más cuantiosas aportaciones a mi nueva amiga.
Al cabo de unos meses, entrando ya en ese profundo sentimiento de la realidad del trabajo y del ocio al que conlleva durante unas horas, me di cuenta de que la situación no podía seguir y de que el inicio de los primeros síntomas de ludopatía estaba adquiriendo unas características cada vez más difíciles de afrontar de manera lógica.
Decidí enfrentar con firmeza esta enfermedad, propia en todo caso de muchimillonarios, y ocupar mi tiempo en las tertulias entre amigos, ya que además es más barato y seguramente más enriquecedor (aunque lo dudo).
Esta ha sido una de mis numerosas batallas ganadas a esa selva de innumerables trabas y trampas puestas en el camino de todos y cada uno de nosotros con el único fin de atarnos cada vez más a este extraño sistema de sociedad, hecho en favor de unos pocos y que milagrosamente consigue la adicción de cientos de miles, que les seguimos el juego de manera absolutamente irracional, como si fuéramos auténticos borregos.
Dejando al margen estas reflexiones, que me vienen originadas por los muchos años de vida que he ocupado en esta situación, debo volver a mi trabajo para completar las tres horas de jornada laboral que me faltan para cumplir con uno de tantos compromisos «libremente» asumidos en mi contrato laboral.
Por cierto, que muchas veces me pregunto sobre esas esquizofrénicas razones de la libertad, en tanto en cuanto vamos a buscar un puesto de trabajo que en la mayoría de las ocasiones ni nos interesa ni nos apetecería hacerlo, por lo que nunca aceptaríamos el hecho de que nos realiza personal y profesionalmente. Sin embargo, en ese momento pensamos que es el único modus vivendi y ponemos cara de gilipollas en las entrevistas de selección y contamos a nuestro entrevistador que precisamente ese es el puesto de trabajo que siempre habíamos soñado desde que descubrimos nuestra verdadera vocación. ¡Qué se va a hacer! ¡Más cornás da el hambre!
Y los que no somos capaces de torear esos grandes animales con cuernos tenemos que dedicarnos a torear situaciones buenas, malas o mediopensionistas, que en muchas ocasiones son más desagradables, aunque la gente ni lo entienda ni lo valore si no estamos en la plaza.
Otro gran filósofo,amigo de siempre,afirmaba con rotundidad:«Fíjate qué malo es el trabajo, que es por lo único que pagan».
Mientras reflexiono, me dirijo con paso cansino hacia la oficina a fin de rendir lo que mi salario me exige y de esa forma ganarme mi pan este día del Señor, donde no solo yo, sino también mi familia, comemos y gastamos.Ya hablaremos de ello luego.
Como no he recogido la montaña de papeles que había en mi mesa al salir a comer y como es lógico, a mi regreso están todos los que dejé, incluido ese que se había manchado de café y no sabía muy bien cómo hacer para trasladárselo a mi jefe sin que se notara que era tan desastre, pero todos ellos habían sido organizados en un nuevo orden (por tamaño, color u otra razón oscura).
Organizar todo de nuevo me supondría más de media hora de trabajo para dejarlos en el mismo orden, lógico o ilógico, pero coherente para mí y fácilmente localizable.
Lo malo no es que no haya disminuido el número de papeles sobre la mesa y, en consecuencia, el enorme trabajo que eso supone, sino que, como me ocurre un día sí y otro también, ha estado a mediodía la señora de la limpieza.
Por cierto, y hablando de horarios raros, uno de ellos es el de las señoras de la limpieza (la verdad, mucho peor que el mío), el de los conductores de autobuses, los del metro, los hospitales… Ahora que lo pienso, ¡qué cantidad de gente tiene extraños horarios de trabajo!
En cualquier caso, dada mi prolongada jornada laboral, cuando salgo no puedo ir ni a bancos ni a grandes superficies. Esto no viene al caso, pero estoy seguro de que es un castigo que nos han puesto, solicitado por los sindicatos, para que nos demos cuenta de que lo que hay que hacer es aportar riqueza desde nuestros puestos de trabajo y no consumir para de esta forma generar ahorro.
Pues bien, como venía exponiendo, la señora de la limpieza, concienzuda y esforzada, a fin de dejar mi mesa más o menos limpia, quitarle señales de café, marcas de los vasos sobre la madera… y esas señales que aparecen (a pesar de lo cuidadoso que soy) como consecuencia del trabajo, como nunca me ha dado tiempo de explicarle exactamente mi trabajo, para qué sirven los múltiples papeles que acumulo y de qué forma deben colocarse (tal vez por miedo a que me quite el trabajo y, lo que es peor, el sueldo), los coloca ella como le parece, amontonándolos como Dios le da a entender (que, sinceramente, se lo da a entender muy mal y justo de la peor manera) en una esquina de la mesa, absolutamente desordenados. Eso sí, ahora se ve gran parte de la mesa, y además limpia.
Por las tardes, tal vez porque son menos horas o porque mis compañeros en general están más cansados, las