Los pobres políticos sufren para poder contentar a todos los grupos con influencia y agradecerles su apoyo, principalmente en forma monetaria. Para ello deben poner más presión en esas calderas recaudadoras para trincar cuanto más mejor y así, dado que Dios, Alá, Buda o alguna otra divinidad les han otorgado los poderes de la sabiduría, disfrazado de un reparto igualitario ellos lo distribuyen como mejor conviene a la sociedad que dirigen y protegen (bienaventurados).
Vamos a poner un solo ejemplo de cómo, gracias a nuestros dirigentes políticos, empresariales y sindicales, podemos ir avanzando en el camino de la sabiduría y la formación para que todos tengamos una vida mejor: se reúnen todos y deciden cómo repartir esta sustancial pasta (más lo que llega de otras instituciones extranjeras para estos fines) y se lo adjudican al más idóneo; vamos a suponer que se trate de una acción de formación que haya que impartir en función de las distintas especialidades, sectores, etc.
En estos últimos años hemos podido asistir al milagro de San Severo: sindicatos, patronal, asociaciones, etc., tienen grandes centros de formación, que explotan debidamente en detrimento de la abundante oferta privada que existe, que está en crisis, lo que está obligando a cerrar muchas empresas. ¡Todo sea por el bien de los otros trabajadores y empresas, que estarán mejor defendidos con el beneficio que obtienen ellos, aunque eso suponga un pequeño sacrificio, poniendo en la calle a otros trabajadores de pequeñas empresas de formación!
El fin justifica los medios. La masa de trabajadores y empresarios necesita financiación y tenemos que proporcionársela todos, aunque nos hayamos quedado en casa (si la tenemos) por su buen (¿?) hacer dictatorial.
¿Qué designios de Dios influyen en el reparto de los otros tipos de subvenciones y prebendas? Los designios de Dios son indescifrables y solo lo sabe él… Bueno, y algunos más, que son los que las dan y algunos de los que las reciben.
Las iglesias, las sectas, las… ¿son diferentes? No. Con mensajes directos, indirectos o mediopensionistas (o subliminales) nos atraen a ellos con su fuerza centrífuga (o centrípeta en otras ocasiones) y una vez allí nos piden cualquier cosa, sobre todo más dinero, que justifican por la mucha necesidad que hay en el mundo (y es verdad) y ellos se encargan de llevárselo.
Muchas veces me pregunto (y cuando estoy escribiendo este capítulo estoy en una ciudad de otra galaxia): ¿cómo van a darle el dinero a esos pobres que lo necesitan más que nosotros? ¿Qué hacen las personas a las que hemos dado la pasta? Hago estos cálculos, porque con lo que cuesta hoy un pasaje de avión, alquilar un coche para ir a llevárselo, seguramente muy lejos, comer y dormir en algún hotel (que se entiende que no sea de cinco estrellas, pero al menos digno)… compense este duro trabajo, porque lo que le llega al «pobre necesitado» final serán unas monedillas por parroquia o comuna o como sea, según los casos.
Además, en los últimos tiempos han aparecido una serie de «organizaciones» (a mí todo en este término me parece raro y ligeramente mafioso) gubernamentales y no gubernamentales, asociaciones de pobres, de deformes, de aplastados, de feos, de sinvergüenzas, etc.Todos ellos reclaman con justicia más pasta para seguir viviendo y mejorar su situación y la de sus colegas.
Estoy seguro de que en el fondo usted no se ha creído nunca toda esta serie de patrañas, pero haga un sencillo cálculo y se dará cuenta de los miles de millones de unidades monetarias que esto supone. Si quiere hacerse una idea, calcule lo que por estos y parecidos conceptos se recauda en su comunidad. Una vez que tenga una cifra aproximada, multiplíquela por los cientos y miles de comunidades como la suya que existen en el mundo y… ¡¡hala!!
Tal vez en estos inicios del libro ya se le ha ocurrido una idea para hacerse rico: ¡montar una organización! Pero todavía no se precipite. Subraye esta idea y déjela para más tarde.
En cualquier caso, retire de inmediato de su presupuesto las cantidades que tuviera previsto dar a cualquiera de las estructuras que he indicado y todas las que existan, que con seguridad va a seguir teniendo conocimiento. Se ahorrará una buena cantidad y en el fondo ni lo notarán, porque, por suerte para ellos, muchos millones de personas de este mundo y prácticamente todos los habitantes de los restantes planetas no podrán leer este libro.
Analice un día cualquiera
(de lunes a viernes, sin contar los festivos)
Normalmente, si trabajamos, empezamos a gastar dinero nada más levantarnos. Como hemos de acudir pronto a nuestro trabajo, debemos dar la luz (que no es gratis), gasto que podríamos ahorrar si nos levantá-semos más tarde, con pleno sol. La ducha también supone un gasto (de gas, agua, electricidad…), pero este hábito no es conveniente suprimirlo del todo; de vez en cuando al menos debemos incurrir en este gasto, hasta que nos planteemos ir a vivir a un lugar cálido donde no sea necesaria el agua caliente para estos menesteres. En cualquier caso, este es otro ítem de ahorro.
El café que nos tomamos a continuación sí es susceptible de ahorro (tomando achicoria, por ejemplo), pero aun en esta etapa de severo ahorro no debemos olvidar que «la vida es cara; existe otra más barata, pero no es vida ni es nada».
Si para bajar al garaje tiene que usar el ascensor ¡está pagando gastos de comunidad!, que dio lugar a este curioso invento que instituyó unos extraños negocietes.
Se genera uno o más puestos de trabajo para gente que desarrolla muchas y variadas funciones, consistentes en guardar «la finca» como si de una niñera se tratara, con la ventaja de que se mueve menos que un niño viendo en la televisión un programa para mayores. En general, nosotros no participamos en su selección. La mayoría de los que yo he tenido no me han gustado; los hubiera elegido más altos, más rubios y con los ojos más azules.Y si a mi mujer no le hubiera importado yo, sinceramente, hubiera preferido una portera, como una chica que vi una vez en una revista en una gran ciudad, porque eso luce mucho ante los amigos que vienen a vernos a casa.
También hay un servicio de limpieza que, aunque en la mayoría de las ocasiones no se nota, hay que pagarlo, porque en caso contrario dicen que estaría aún más sucio.Yo no lo creo, pero mis noventa y nueve vecinos dicen que sí.
Finalmente, abro la puerta del garaje del tercer sótano y me dirijo hacia mi plaza, donde encuentro el mismo coche grande, sucio y viejo de todos los días, por el que tuve que empeñarme económicamente hace solo nueve años y, según me dicen todos (incluidos los vendedores de otros coches, que intentan que compre uno nuevo), no vale absolutamente nada. No es así, sin embargo, para el Excelentísimo Ayuntamiento, que me cobra sus impuestos como si fuera nuevo y flamante, ni para la compañía de seguros, ni para los talleres, ni para la ITV…
Cuando me subo al coche abro las ventanillas para que se vaya ese apestoso olor a tabaco que el estrés me obliga a consumir y al final arranco con la diaria monotonía de dirigirme a mi trabajo para ganarme el pan nuestro de cada día, actualmente con mucho más sudor de mi frente porque ha empezado el verano, máxime en la ciudad donde vivo desde que abandoné mi pueblo (mejor dicho, villa), que, con un clima continental, es un poco agobiante en esta estación veraniega.
De camino a la oficina tengo que parar en la gasolinera porque, a pesar de estar concienciado de los ahorros imprescindibles, este coche es incapaz de andar aún sin ese espantoso y caro líquido que el empleado me echa en el enorme depósito, aunque solo se mueve la aguja un poco, ya que si echo más de cien doblones se me destroza el presupuesto. Por este motivo yo no noto demasiado ni las subidas ni las bajadas de los precios de las gasolinas, ya que siempre pongo la misma cantidad.
Por cierto, siempre