A partir del primer día del triunfo electoral de Allende, Estados Unidos puso en marcha una conspiración que culminó con el derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular. En Chile, la derecha política radicalizó su discurso, en una espiral cada vez mayor. La derecha incitó a la acción militar y apoyó activamente el Golpe cuando se produjo, al tiempo que respaldó la persecución abierta de los miembros y simpatizantes de partidos de izquierda. Durante las dos décadas anteriores, muchos oficiales del ejército chileno habían participado en cursos de capacitación en contrainsurgencia, dirigidos por Estados Unidos y destinados a las fuerzas armadas latinoamericanas. Estos cursos fueron guiados por los conceptos de “guerra interna” y “enemigo interno”. Este hecho es clave para entender por qué, después del golpe de Estado, los opositores políticos de izquierda, prácticamente todos civiles y prisioneros indefensos, fueron tratados como combatientes enemigos hostiles, ocultos entre la población en general.
Desde el día del Golpe, la dictadura militar encabezada por el general del ejército Augusto Pinochet (1973-1990) reprimió sistemáticamente a la población con evidente desprecio por la vida, violando los derechos fundamentales de los civiles indefensos. Leyes y decretos de facto crearon un marco legal que amparó las acciones represivas llevadas a cabo por las Fuerzas Armadas, la policía uniformada, la policía de investigaciones y la policía secreta. La segunda comisión de la verdad de Chile, la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, conocida popularmente como la Comisión Valech, emitió su informe en 2004. Este informe indica que el 67,4 % de todos los arrestos políticamente motivados que la Comisión conoció, tuvieron lugar en los cuatro meses posteriores al golpe militar del 11 de septiembre de 1973. La violencia fue especialmente brutal durante ese período, cuando las operaciones militares realizadas en todo el país produjeron una masa injustificada de trabajadores despedidos; la expulsión de estudiantes de establecimientos educativos; el allanamiento de poblaciones y lugares de trabajo; y ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, interrogatorios y torturas de todo tipo que resultaron en muertes. Además, el régimen desencadenó un control e intervención militar contundente contra una variedad de organizaciones y agencias gubernamentales, así como universidades y fábricas. En el transcurso de los 17 años de dictadura, al menos 1.132 centros de detención funcionaron en todo el país. La vasta estructura y el número de personal dedicado a la represión indican que la estrategia que la dictadura empleó para perpetuarse en el poder no se dejó al azar. Fue una práctica premeditada, sistemática e indiscriminada; un modo de imposición tendiente a paralizar a la población y que corresponde denominar terrorismo de Estado. Producto de ella, alrededor de 8.000 personas fueron juzgadas en tribunales militares. Largas penas de prisión y/o de expulsión del país fueron decretadas para muchos de los condenados por estos tribunales. Miles de personas fueron detenidas y torturadas, miles más se exiliaron para proteger sus propias vidas del terror desplegado mediante ejecuciones extrajudiciales y desapariciones.
Documentar la catástrofe mientras ocurre
Como Bickford et al. indican: “Desde sus primeros días, el movimiento de derechos humanos moderno ha descansado en documentos de distintos formatos” (2009, 3). La documentación que evidencia las violaciones a los derechos humanos ocurridas en Chile toma innumerables formas, incluyendo testimonios escritos a mano e historias orales; cartas enviadas desde campos de concentración y cárceles; “calugas” sacadas de contrabando de los centros de detención por un pariente o un trabajador de derechos humanos3; declaraciones de familiares y testigos; dibujos que recrean lugares de prisión o prácticas de tortura; folletos impresos en secreto y grafitis de denuncia por las paredes de la ciudad. Fotografías, videos, grabaciones de audio, sentencias judiciales, recortes de prensa y noticias de radio, revistas clandestinas, documentos producidos por agencias oficiales o burócratas locales, archivos policiales y confesiones de perpetradores, también son fuentes elocuentes. De acuerdo con Bickford et al., “las iniciativas documentales pueden desempeñar un papel fundamental al preservar la evidencia de abusos contra los derechos humanos, estimular la voluntad política de hacer justicia y ayudar a las personas a recordar su historia” (2009, 4). No obstante, en este libro argumentamos que, aunque toda esta evidencia se requiere en contextos posteriores a la violencia, también es parte integrante de las prácticas de resistencia de quienes son reprimidos.
La historiografía internacional puede señalar otros ejemplos de testimonios y reportes de catástrofes que se registraron mientras sucedían. Quizás el gran avance del siglo XX es que tales registros ya no tienen solo el propósito de documentar para la posteridad (“dejar que la historia juzgue”, como suele decirse). Los registros ahora también pueden contribuir a generar impacto judicial tanto en el presente como en el momento posterior al fin del régimen represivo.
Un caso importante de registro mientras se desarrollaba un conflicto fue la creación del Centro de Documentación Judía Contemporánea en la ciudad de Grenoble en 1943. El Centro compiló evidencia de la persecución de judíos franceses4. Otro caso notable ocurrido con anterioridad es el del economista e historiador holandés Nicolaas Wilhelmus Posthumus, quien creó el Instituto Internacional de Historia Social de Ámsterdam en 1935. La misión del Instituto era registrar y salvaguardar la memoria de los movimientos de trabajadores europeos en respuesta a la destrucción masiva de los socialistas alemanes, después de que Hitler llegara al poder. Muy pronto, ambas iniciativas percibieron su misión como la de registrar una situación dramática a medida que se desarrollaba. Cada una constituyó una forma de resistencia contra el avance del fascismo. Quizás también las motivó la previsión de la importancia de dejar un registro histórico que algún día podría contribuir a la justicia. Ambos esfuerzos fueron impulsados por una percepción inequívoca de la magnitud de la catástrofe que se acercaba o que ya estaba en marcha, y la necesidad de oponerse a ella mediante el registro y la memoria.
Otro claro ejemplo de la conciencia de la necesidad de preservar la memoria se puede ver en el mensaje que el ministro de Educación holandés, Gerrit Bolkestein, transmitió por radio, desde el exilio en Londres, en 1944. Hizo un llamamiento a todos los ciudadanos de la Holanda ocupada por los nazis para que documenten y preserven, desde ese mismo instante, todo el material disponible; desde lo más simple hasta lo más sofisticado. El propósito era permitir la reconstrucción posterior de la historia del período de guerra y el sufrimiento que su país había soportado. Ana Frank señala en su diario de vida la importancia que este mensaje tuvo para el pueblo holandés durante la ocupación nazi. El mensaje de Bolkestein capturó su agudo sentido del valor del registro personal y cotidiano de la violencia:
La historia no se puede escribir solo sobre la base de decisiones y documentos oficiales. Si nuestros descendientes van a comprender completamente lo que nosotros como nación hemos tenido que soportar y superar durante estos años, entonces lo que realmente necesitamos son documentos ordinarios: un diario, cartas de un trabajador en Alemania, una colección de sermones dados por un párroco o sacerdote. Hasta que logremos reunir grandes cantidades de este material simple y cotidiano, la imagen de nuestra lucha por la libertad no será reunida en toda su profundidad y gloria (Stier 2015, 107).
Aunque el ministro Bolkestein no se refirió específicamente a la justicia, su mensaje evidentemente insta al registro no solo para el bien de la posteridad, sino también para transmitir una comprensión más global de la catástrofe. Tal comprensión dejaría la puerta abierta para futuras acciones de reparación.
La noción de “crímenes contra la humanidad” surgió del Acuerdo de Londres, un documento producido el 8 de agosto de 1945. El Acuerdo estableció los Tribunales de Nuremberg y, por lo tanto, sentó las bases para los esfuerzos de la justicia penal internacional en su forma moderna. A partir de esa fecha, la relación entre registro, testimonio y justicia se hizo explícita. El registro de catástrofes se convirtió en una práctica que, al menos en teoría, podría adquirir implicaciones legales en el derecho penal internacional contemporáneo, a pesar del paso del tiempo respecto de la fecha en que se cometieron delitos