Referencias
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Da Silva, Ludmila y Elizabeth Jelin (comps.). Los archivos de la represión: Documentos, memoria y verdad. Madrid: Siglo XXI Editores, 2002.
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Wieviorka, Annette. L’Ère du témoin. París: Plon, 1998.
CAPÍTULO II
Tecnologías políticas de registro y denuncia de la violencia de Estado
Oriana Bernasconi
El principio general de Foucault es el siguiente:
toda forma es un compuesto de relaciones de fuerzas.
Gilles Deleuze
Guerra Fría y violencia de Estado en Latinoamérica
La masiva explosión de la represión y persecución política que experimentó Latinoamérica luego del fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945, fue una consecuencia directa de la disputa internacional entre el bloque capitalista y el socialista, conocida como la Guerra Fría (Brands 2010; Harmer 2013). En esta guerra, los Estados Unidos y la Unión Soviética se enfrentaron por la hegemonía política, militar y económica mundial (lo hicieron también en otros ámbitos públicos como la ciencia, el deporte, la producción cultural y social). Su rivalidad influenció tanto las relaciones internacionales como las relaciones internas de los países.
En respuesta a la expansión Soviética en Europa del Este, y las revoluciones anticoloniales de inspiración marxista en partes de Asia y el norte de África (Corea, Vietnam, Argelia), las prioridades geopolíticas de los Estados Unidos incluyeron prevenir la expansión de similares revoluciones y movimientos antiimperialistas en el continente americano. Estados Unidos persiguió este objetivo a toda costa, y con especial vigor, allí donde el partido comunista tenía influencia. Durante la Guerra Fría, América Latina quedó alineada dentro de las estrategias de Estados Unidos, sucediéndose golpes militares y guerras civiles en nombre de la defensa de la cultura occidental y cristiana y en contra del comunismo anticapitalista. Esta confrontación mundial se mantuvo hasta el término de la Unión Soviética que se inició con la Perestroika en 1985 y concluyó con la caída del Muro de Berlín en 1989.
Si bien las dictaduras en América Latina habían surgido en varios países mucho antes de la Guerra Fría, como en Nicaragua, República Dominicana, Cuba o Haití, este contexto ideológico no hizo más que reforzarlas. Así, desde 1954 en adelante, las dictaduras se extendieron a Guatemala, Paraguay, Brasil, Chile, Uruguay y Argentina. En algunos países como Guatemala, Colombia, Nicaragua, El Salvador y Perú, entre otros, se gestaron movimientos armados en nombre de procesos revolucionarios con distintos desenlaces. Las únicas resistencias exitosas fueron la Revolución cubana en 1959, que instaló un gobierno socialista que se alineó con el bloque soviético, y el derrocamiento del dictador Anastasio Somoza en Nicaragua en 19791. Por lo demás, los proyectos revolucionarios fueron derrotados tanto en el centro como en el sur de América mediante represiones sangrientas.
Las fuerzas armadas latinoamericanas adoptaron estrategias represivas que se caracterizaron por el uso de la tortura y del poder de dar muerte con el fin de neutralizar a la población. La situación fue caracterizada como terrorismo de Estado. Esta estrategia, que operó a expensas de una población civil indefensa, fue considerada no solo aceptable sino particularmente recomendable para luchar contra la “amenaza comunista” y las revoluciones izquierdistas. La estrategia fue implementada a lo largo y ancho del continente, con total ignorancia de los preceptos de legislación internacional de derechos humanos y la legislación humanitaria internacional. La violencia de Estado encontró inspiración en la denominada Doctrina de Seguridad Nacional, desarrollada y sostenida por el gobierno de los Estados Unidos. Esta doctrina promovía la violencia contrainsurgente en el marco de la guerra contra el “enemigo interno”. La propaganda interna en los países del continente exacerbó el lenguaje bélico, aunque en la mayoría de ellos no hubiera una guerra efectiva. En jerga militar el blanco eran los “elementos subversivos”, es decir, militantes de partidos y movimientos de izquierda, organizaciones territoriales, estudiantiles y de trabajadores como sindicatos y gremios profesionales (Groppo 2016, 31-32). Con el pretexto de controlar al “enemigo interno”, durante los años setenta y ochenta las fuerzas armadas implementaron desde México hasta Chile lo que se ha denominado como “guerras sucias”. Básicamente, ellas consistían en la persecución, encarcelación y muerte del “enemigo’” y en el exilio de cientos de miles de personas. No hubo fronteras para operar, articulándose policías y servicios secretos de distintos países para detener, interrogar, trasladar y asesinar. La Operación Cóndor es un ejemplo de estas coordinaciones criminales2. La masividad de las masacres ocurridas en Guatemala, Colombia, Perú o El Salvador, la desaparición sistemática de personas en Argentina y Chile y la generalización de la “guerra sucia”, generaron terror y aseguraron el sometimiento de la mayoría de la población. En América Latina, el número de torturados, ejecutados y víctimas de desaparición forzada producto de la Guerra Fría se cuenta por cientos de miles, a pesar de que el derecho humanitario estaba incorporado en la legislación de la mayoría de los países donde ocurrieron estos hechos.
El caso chileno es paradigmático. El golpe de Estado de 1973 tuvo lugar en un país que se había caracterizado, desde fines del siglo XIX, por una base institucional bastante estable y democrática. El sistema político chileno era bastante similar, ideológicamente hablando, al modelo europeo continental, compuesto por partidos políticos de izquierda, derecha y centro. Chile tenía partidos marxistas tradicionales, un centro formado por partidos cristianos y no religiosos, y un ala derecha con raíces en el catolicismo conservador. En consecuencia, el panorama político de Chile lo hizo comprensible a los ojos de los