Quizá por esta razón considero que el desarrollo de espacios comunitarios en una sociedad determinada es indicador del estado de su identidad y de su vocación; diría incluso que es un indicador de su fe. Nuestra sociedad actual, comparada con la sociedad de otras décadas, ha desplegado un gran desarrollo institucional. Y eso es bueno, muy bueno. Pero se echa en falta acompañar tal desarrollo institucional con el de espacios comunitarios como contexto vital de la vocación. Una empresa, un departamento de un ministerio gubernamental o una organización no lucrativa pueden ser magníficas instituciones (eficacísimas máquinas sociales) que, sin embargo, carezcan de verdaderos espacios vitales para la vocación y, por ende, no acaban de hacer comunidad. Curiosamente, y acorde con mi preocupación manifestada en la introducción, la mismísima Iglesia arrastra grandes lastres que le impiden ser verdaderamente comunitaria.
Ahora bien, ¿qué entiendo por comunidad? Si volvemos al epílogo del Libro del Predicador y nos fijamos en el tipo de contribución del Predicador o Maestro al pueblo llano, al que enseñaría en sus asambleas o congregaciones (recordemos que de ahí le viene el nombre de Qohélet o Eclesiastés, que en español traducimos por Predicador), vemos que la base de su enseñanza son los «proverbios». Estos no son enseñanzas abstractas, sino observaciones sobre aspectos concretos de la vida plasmadas en forma más o menos poética para que puedan ser fácilmente recordados y para que circulen oralmente por el pueblo. De hecho, en el Libro del Predicador hay bastantes de ellos, y ciertamente circulan todavía hoy entre el pueblo:
Vanidad de vanidades, todo es vanidad (1,2).
Generación va y generación viene, mas la tierra permanece para siempre (1,4).
¿Qué es lo que fue? ¡Lo mismo que será! (1,9).
Nada nuevo bajo el sol (1,9) 6.
…
Vemos, pues, que, en la relación Predicador-pueblo predomina la transmisión oral o, lo que es lo mismo, la relación directa, el cara a cara o tú a tú, por el que se enseña y se aprende, se crece. La relación entre intermediarios, ya sean humanos o tecnológicos, adquiere por tanto un papel secundario. Por eso mismo tampoco hay una propiedad del conocimiento o de la enseñanza: esta es de libre circulación, es propiedad de todos. Hay otro versículo del epílogo que podría reforzar esta idea (aunque su traducción es debatida). Me refiero a 12,11: «Las palabras de los sabios son como aguijones; y como clavos hincados son las de los maestros de las congregaciones [...]» 7.
Sea cual fuere la traducción correcta, el tenor del epílogo es ciertamente el de la relación primaria, oral. De ahí su crítica a la elaboración de libros (12,12): «El componer libros no tiene fin, y el mucho estudio es fatiga de la carne» (CI).
El problema del libro –y de cualquier medio escrito– como medio de enseñanza es que, en última instancia, puede convertirse en un icono que suplanta a la persona, esto es, a la relación personal entre el autor y el destinatario. El medio escrito, el libro en cualquiera de sus formas, puede aumentar la eficacia, pero no debe suplantar el crecimiento comunitario, esto es, la vinculación directa entre unos y otros que hace comunidad; todo lo contrario, el libro –y cualquier medio de comunicación no primaria, como los medios virtuales de hoy día– debe ser un apoyo a la relación primaria si no quiere convertirse en un objeto de culto. El epílogo del Libro del Predicador quiere cerrar el paso a todo desarrollo intelectual o espiritual que se desgaja de la relación primordial que solo puede existir en comunidad: o aprendemos en comunidad, o finalmente no aprendemos. Sin la comunidad estaríamos desarrollando capacidades personales, quizá creciendo en autorrealización, pero no creceríamos realmente como personas, porque para crecer como tal hay que crecer en y con una comunidad a la que se pertenece y a la que se sirve conscientemente.
Este enfoque sobre la identidad se enfrenta hoy a un grave problema: toda la sociedad está estructurada contra los fuertes vínculos comunitarios. Por el contrario, nuestra sociedad gira en torno a la eficacia institucional como medio de suplantar al máximo los fuertes vínculos comunitarios. Diría yo incluso que la causa primera de ello es la economía consumista del capitalismo actual: los fuertes vínculos comunitarios mitigan la necesidad del consumo superfluo y compulsivo que conduce al consumo masivo. En efecto, en una comunidad real, los bienes materiales e intelectuales –incluidos los religiosos– circulan más libremente y hacen innecesario un uso individualista de tales bienes. Por eso el consumismo requiere del feroz individualismo actual, que está rompiendo incluso los vínculos genealógicos. Lo vemos en la expansión que está alcanzando el uso de gadgets electrónicos de todo tipo (iPod, MP3, MP4, móviles, etc.) que potencian el ensimismamiento del individuo.
Si hay algo hoy día que de verdad rompe los vínculos genealógicos, como por ejemplo la familia, no son las ideas de uno u otro orden político o social, sino la estructura económica de nuestra sociedad. Por eso el debate ideológico sobre la familia que asalta los medios de comunicación periódicamente no es más que una maniobra de distracción para impedir que hagamos frente a la causa real: nuestro temor a perder la seguridad económica.
Podríamos volver a Salomón para ilustrar hasta qué punto los valores económicos erróneos pueden embotar el proceso de formación de la identidad de las personas y de un pueblo. Si leyéramos, ahora más atentamente, la narración sobre Salomón (el ciclo de Salomón de 1 Re 1-11), detectaríamos sin ninguna duda su gran habilidad para evadirse o zafarse de la relación personal. Si le comparamos con la narración sobre David en los dos libros de Samuel, nos percataríamos de que este era más accesible, mucho más «llano» o «del pueblo». Por contra, cuando Salomón dialoga con alguien, es solo en las más altas instancias palatinas o celestiales (o sea, con oficiales y cortesanos de palacio o con Dios directamente), salvo en el caso de las dos madres que hemos mencionado. Algunos comentaristas, con razón, creen que el Salomón del primer libro de los Reyes se parece mucho al rey oriental semidivinizado, que tenía una cercanía especial con la divinidad y por ello se apartaba del pueblo. Si esto es así, no es extraña su proclividad a la acumulación de medios materiales: si la persona no merece la valoración prioritaria, se la suplanta por la capitalización o acumulación de valores materiales, como los que ya hemos visto antes. Y es precisamente esto lo que parece que nos está ocurriendo actualmente, a pesar del discurso público sobre derechos humanos o sobre la dignidad de la persona.
Hay que reconocer que nuestra sociedad ha refinado hasta el máximo sus valores; esta considera grosera cualquier valoración de lo material por encima de la persona. Sin duda, este discurso público sobre los derechos humanos, la dignidad de la persona, etc., es honesto. Es el resultado de una historia de luchas que sin duda merece nuestro mayor respeto y admiración. Pero por eso mismo nuestro tiempo es enormemente refinado al querer combinar tales valores con la seguridad que cree que deriva del poder, especialmente el económico. Y ahí surge, creo yo, un confuso solapamiento de valores. Por ejemplo, hoy como nunca pensamos en el desarrollo personal con todo tipo de ofertas de autorrealización, como si la persona fuera su centro de interés. También disfrutamos de una tremenda riqueza de patrones sociales, ético-morales, políticos, etc. que nos hace pensar que tenemos al alcance de la mano todas las posibilidades para realizarnos como personas que pueden elegir lo que realmente desean ser. Y, sin embargo... y sin embargo se diría que esta riqueza –que ni siquiera es meramente material–, en lugar de potenciar la identidad de la persona, la embota o la aturde, inmovilizándola o al menos bloqueándola a la hora de tomar grandes decisiones, esto es, las decisiones que de verdad importan en la vida y que suponen asumir grandes riesgos, como el que decide dejar de ser Salomón para convertirse en un simple Predicador. Es lo que ilustra ya en un estadio temprano en la generación que ahora llaman ni-ni –ni estudia ni trabaja–, pero es más grave lo que se percibe en la incapacidad que tenemos las generaciones adultas para renovar la fe (la atadura) al otro –y me refiero tanto a la pareja como a la amistad o a la propia comunidad, cualquiera que sea– cuando la decepción ha hecho mella en nosotros. Es decir, hay una decepción generalizada que nos impide creer en el