Con corazones agradecidos y contritos nos acercamos al trono de la misericordia de Dios, donde Cristo misericordioso, el amigo de los pecadores, se nos hace presente para mostrarnos su misericordia y enseñarnos a ser misericordiosos unos con otros.
Hace muchos años, en la Cuba prerrevolucionaria, había un programa radiofónico católico llamado La muralla, que causó gran sensación en la comunidad religiosa. Era la historia de una familia católica burguesa –el marido, la mujer y seis hijos–. Cada domingo, la familia iba a misa y todos recibían la sagrada comunión, excepto el padre. Esto resultaba muy embarazoso y generaba ansiedad en la mujer y los hijos. Intentaron repetidamente convencer al padre para que fuese a confesarse y así poder ir con ellos a recibir la comunión, pero él se negó siempre. Pasaron los años y, cuando el hombre estaba en su lecho de muerte, la mujer y los hijos fueron a buscar al sacerdote para que le administrase la unción de los enfermos. Después de haber recibido los sacramentos, él convocó a toda la familia alrededor de su cama. Les explicó que querría haber recibido los sacramentos hacía mucho, pero que, siendo joven, había falsificado un testamento. Todo el dinero, su bonita casa, su buena vida, era fruto de un crimen. Todo cuanto tenían debería pertenecer en realidad a unos primos lejanos. Él ya había querido confesarse antes, pero sabía que, de hacerlo, tendría que restituirlo todo. Y por ello había esperado hasta aquel momento. Poco después murió. A partir de entonces fueron la mujer y los hijos quienes dejaron de acercarse a comulgar, porque tampoco ellos querían devolver su fortuna.
Es fácil juzgar severamente a los otros, pero solo cuando nos encontramos en las mismas circunstancias descubrimos nuestra propia debilidad.
En la antigua Grecia, el conocido templo del oráculo de Delfos tenía en el frontón la sabia inscripción gnôthi seauton (conócete a ti mismo). En las Siete moradas, santa Teresa describe su peregrinación interior, durante la cual encuentra sapos gigantes y otros monstruos por el camino. La peregrinación interior no es fácil, pero sí necesaria, si queremos vivir nuestra vocación cristiana. Tenemos que reconocer que somos pecadores.
Sin embargo, la actitud católica respecto al pecador no debe ser opresiva ni mortificante. En la historia La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne, la mujer adúltera tiene que usar una letra escarlata cosida en el vestido, una enorme «A» que la marcaba como adúltera. François Mauriac, el escritor católico, contrapone esa actitud calvinista a la noción católica del pecado. Perseguido por la policía, un hombre se refugia en una iglesia calvinista y dice al sacristán: «Ayúdame, acabo de matar a un hombre en una pelea». El sacristán exclama con horror y alarma: «¡Sal de aquí inmediatamente, asesino! ¿Quieres buscarme problemas? Voy a llamar a la policía». El hombre huyó y fue a parar a una iglesia católica, donde en la oscuridad de la nave vio la luz de un confesionario abierto. Entró y dijo al sacerdote: «Padre, ayúdeme, acabo de matar a un hombre». El sacerdote respondió: «¿Cuántas veces?».
La Iglesia tiene una conciencia muy viva del pecado, pero no está obcecada en él ni le da preponderancia. Profesamos que «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia».
La gracia de Dios es suficiente. Su misericordia nos puede curar, es más fuerte que el pecado.
Se cuenta la historia de un campesino que vivía cerca de un río, en el oeste de Irlanda. Todas las semanas, el prior de un convento cercano aparecía en la orilla del río y gritaba: «¡Lo mismo!», y una voz respondía en eco desde el otro lado: «¡La misma!». Un día, el viejo labrador, frecuente espectador de esta escena, no aguantó más la curiosidad y preguntó al padre qué es lo que pasaba. El prior le explicó que, como era el único sacerdote de la aldea, usaba este método para hacer su confesión semanal. Él llegaba a este lado del río y el cura de la aldea vecina iba al otro lado. «Entonces yo grito: “¡Lo mismo!” –los mismos pecados–, y el padre O’Brien grita desde allí: “¡La misma!” –la misma penitencia–».
No debemos dejar nunca que nuestras confesiones se vuelvan una rutina, por frecuentes que sean. Cada confesión, como cada comunión, es un encuentro amoroso con el Señor misericordioso, que viene a cerrar las heridas del pecado, a ponernos sobre sus hombros y llevarnos a un lugar seguro, como hizo el buen samaritano con el hombre medio muerto en el camino de Jericó.
El Señor resucitado se apareció a los apóstoles en Pascua, «sopló sobre ellos y añadió: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados”» (Jn 20,22-23). Estamos llamados a ser la voz que cura, la voz del Señor resucitado en el sacramento de la penitencia. Debemos enseñar y promover el buen uso de la confesión como medio de conversión en la vida de nuestros curas, de nuestro pueblo y de nuestra propia vida. Debemos amar este sacramento y hacer uso de él como una manera de profundizar en nuestra propia vocación a ser apóstoles, instrumentos de la reconciliación de Dios.
Y para ser buenos confesores tenemos que ser buenos penitentes: tenemos que examinar nuestras vidas a la luz del Evangelio y dejar que Jesús, el divino médico, nos cure y nos enseñe a ser símbolos vivos de su dulce misericordia. Nuestro mundo sufre muchas divisiones y odios, racismo y envidia. Tenemos que traer la paz y la reconciliación de Cristo a este mundo nuestro, ser instrumentos de paz en un planeta tan trágicamente dividido, tan sediento de misericordia y de amor.
Bendecid al Señor, porque es bueno,
porque es eterna su misericordia.
Nazaret/Cafarnaún
San Jerónimo solía llamar a la Tierra Santa el «quinto evangelio», y me parece a mí que tenía toda la razón. Visitar los lugares de los que se habla en los evangelios hace que ganen vida. Pero incluso sin poder visitarlos en persona, los diferentes sitios citados en los evangelios tienen un significado especial. La capilla del Centro Pastoral de Boston se llama capilla de Betania, porque era en Betania donde Jesús se sentía en casa, en la casa de sus queridos amigos Lázaro, Marta y María. Son las palabras de Marta, tomadas del evangelio de Juan, las que adornan la pared de la capilla de Braintree: Magister adest et vocat te («el Maestro está aquí y te llama»).
Cuando yo estudiaba en el seminario de San Fidel de Sigmaringa, también conocido cariñosamente como Escuela Agrícola Capuchina, formaba parte del grupo de los que el rector apodó como «los genesarenos». El padre rector se levantaba repetidamente a las dos de la mañana para ir al cementerio parroquial, porque nuestra piara tenía la costumbre de huir de la pocilga y, al igual que los cerdos poseídos por una legión de demonios se precipitaron al mar, los nuestros corrían a las frescas campas de los piadosos agricultores alemanes recién enterrados. Entonces, a media noche, vestidos apenas con nuestros pijamas y blandiendo bates de béisbol, conducíamos a los animales de vuelta a sus embarradas pocilgas.
Sea como sea, la Tierra Santa es el quinto evangelio. En la meditación de hoy me gustaría reflexionar sobre el significado teológico de dos localidades del evangelio.
Los evangelios dicen que la vida de Jesús comienza en Belén y termina en Jerusalén; sin embargo, pasa muy poco tiempo en estas dos ciudades. Durante la mayor parte de su vida, Jesús vivió en Nazaret y Cafarnaún, hasta el punto de ser conocido como «el Nazareno».
El evangelio que nos enseña a Jesús predicando su primer sermón en la sinagoga de Nazaret termina con una poderosa frase: «Hoy se cumple esta frase de la Escritura que acabáis de oír».
Si seguimos leyendo, el evangelio nos regala otro pequeño tesoro. Lucas comenta que «todos hablaban de él y se admiraban de las palabras llenas de sabiduría que salían de su boca».
Pero no hizo falta mucho para que cambiaran de discurso: «¿No es este el hijo de José? Todo lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún, hazlo también aquí, en tu tierra». Jesús responde diciendo que ningún profeta es bien recibido en su casa y pone como ejemplo a Elías y Eliseo, que obraron milagros con extranjeros.
Los españoles tienen un estupendo refrán para describir a alguien que está siempre cambiando de sitio con la esperanza cambiarse a sí mismo: «La fiebre no está en las sábanas». A veces, el contexto forma parte