Me gusta imaginar que, si Jesús pusiese un anuncio llamando a algunas personas para que se hiciesen discípulos, podría parecerse al título de este libro: Se buscan amigos y lavadores de pies. Estos son atributos necesarios que Jesús atribuye a sus apóstoles cuando expone su última voluntad, durante su despedida en la última cena.
El Señor dice a los apóstoles que deben ser sus amigos, no meros trabajadores. Esa es la diferencia entre ser pastor y mercenario. El nuevo mandamiento, «amaos unos a otros como yo os he amado», indica claramente que nuestra identidad más profunda está en la amistad con Cristo y de unos con otros.
El Señor no nos llama a ser amigos solo en los buenos momentos, sino a ser aquel tipo de amigo dispuesto a dar la vida. Nuestra vida interior consiste en cultivar esa amistad que nos permitirá producir los frutos de alegría de los que habla Jesús en sus últimas instrucciones.
En la fiesta de las bodas de Caná había seis grandes tinajas de piedra llenas de agua; en la última cena –también una fiesta de matrimonio– probablemente solo había una. Jesús no transformó el agua en vino en la última cena –estaba muy ocupado transformando el vino en sangre–, pero sí usó el agua de la tinaja de piedra para lavar los pies de sus discípulos e invitarlos a hacer lo mismo, para que se convirtieran en lavadores de pies. Él quería que sus apóstoles, sus amigos, dejasen de disputarse los primeros puestos en la mesa y comenzasen a luchar por la toalla.
Las meditaciones de este libro se basan en la «descripción de funciones» que nos da Jesús en la última cena, la de amigo y lavador de pies. Compartir esos pensamientos con mis oyentes y lectores me ha hecho más consciente de mis propias insuficiencias a la hora de vivir mi vida y ministerio conforme a esas cautivadoras ideas.
Este retiro es mi segunda oportunidad. En 1996, la Conferencia Episcopal Portuguesa, no sin cierta temeridad, me invitó a predicar su retiro en Fátima. Tras mi última conferencia anuncié que volvería inmediatamente a Fall River para cumplir la severa amonestación de nuestras antiguas constituciones capuchinas, que declaran que, cuando un fraile termina de predicar un retiro, debe partir inmediatamente y regresar al monasterio para no deshacer con su mal ejemplo cualquier bien que pueda haber realizado con su predicación. Parece que funcionó. Me invitaron a regresar para predicar un retiro a los supervivientes y a los «nuevos obispos».
Fue realmente un gran privilegio que pensaran en mí. Acepté esa invitación con fe y humildad, sabiendo que el verdadero maestro del retiro es siempre el Espíritu Santo, cuya brisa suave mueve nuestros corazones a un amor y fidelidad siempre mayores.
El retiro también despertó en mí el deseo de pasar algún tiempo en Fátima en esta primera semana de Cuaresma de 2019, y relacionarme con mis hermanos obispos en Portugal. Dios, en su amorosa providencia, ligó mi vida y ministerio a Portugal y al mundo lusohablante. Ello ha sido una fuente de alegría y bendición para mí.
Aquí, en Fátima, uno mis oraciones y súplicas a los incontables peregrinos que encuentran cura y renovación en este lugar sagrado. Rezo por nuestra amada Iglesia y por todos aquellos que son llamados a realizar funciones de liderazgo en nuestra comunidad de fe. Que Nuestra Señora de Fátima, la sierva del Señor, nos ayude a todos a crecer en nuestra capacidad de ser amigos y lavadores de pies.
Y, finalmente, expreso mi gratitud a María Cortez de Lobão y a la editorial Paulinas de Portugal por su inestimable ayuda en la preparación de este volumen. También agradezco a mi querido amigo don José Tolentino de Mendonça por su afectuoso e ilustre prólogo.
Misericordia
En los últimos años, la Iglesia de América Central ha producido numerosos mártires, de los cuales el más famoso es el arzobispo de El Salvador, Mons. Óscar Romero, que fue canonizado en octubre de 2018 junto al papa Pablo VI.
Otro obispo martirizado por su defensa de los derechos humanos en Guatemala fue don Juan José Gerardi Conedera, que trabajó muchos años entre el pueblo indígena de aquel país. En la década de los setenta, don Juan José consiguió el reconocimiento por parte del Gobierno de las lenguas indígenas como lenguas oficiales. En 1988 fue nombrado miembro de la Comisión de Reconciliación Nacional del Gobierno, con la encomienda de iniciar el proceso de recogida de los relatos de los abusos y la contabilidad de las víctimas fruto de la guerra civil. Ese mismo año presentó el informe, promovido por la Iglesia, que llamó «Guatemala, nunca más». Dos días después de presentar el documento fue brutalmente asesinado, apaleado hasta la muerte. Estaba tan desfigurado que solo pudieron identificarlo gracias a su anillo episcopal. Dos oficiales del ejército habrían de ser condenados por el crimen.
Conocí a don Juan José porque viví con él cuando fui visitador apostólico de los seminarios de Guatemala. Era un hombre encantador, lleno de historias y peripecias de sus años de ministerio pastoral. Me contó que, siendo obispo en una zona rural, celebraba misa todas las mañanas en la catedral. Al salir de la catedral cruzaba la plaza y veía siempre a un hombre llamado Santiago tumbado en un banco, sucio, sin afeitar, cubierto con periódicos viejos. El pobre apestaba a alcohol y tenía los ojos sanguinolentos, pero se levantaba de manera educada y saludaba al obispo con afecto. Un día, la cruzar la plaza, el obispo no vio a Santiago. Pasaron unas semanas hasta que un día, con gran sorpresa, el obispo lo encontró bajando la calle y casi no lo reconoció. Se había arreglado la barba, llevaba la ropa limpia, zapatos nuevos y una Biblia bajo el brazo. El obispo le preguntó: «¿Qué te ha pasado, hombre?». Y Santiago respondió: «He sido salvado». El obispo le felicitó y se despidió. Un mes después sale el obispo de la catedral y ve de nuevo a Santiago en el banco, en un estado deplorable. Lo interroga el obispo: «¿Qué te ha pasado, Santiago?». «Monseñor, he vuelto a la única Iglesia verdadera».
Santiago, claro está, tiene razón. La verdadera Iglesia está compuesta por muchos pecadores. Para el Buen Pastor, dar prioridad a la oveja perdida es el objetivo pastoral más importante. Jesús vino como médico para los enfermos. Vino para revelar el rostro misericordioso del Padre. El Año de la Misericordia del papa Francisco fue, desde mi experiencia y en los años que tengo de vida, el año santo de mayor éxito e impacto. El tema encontró eco en la gente. Nada es más central en el Evangelio que la misericordia y el perdón.
La parábola del hijo pródigo puede ayudarnos a vislumbrar la misericordia de Dios. Es la historia de la anatomía de un pecado: un mal está disfrazado de bien –la libertad individual, los derechos a la herencia paterna–, todo disfraza la ingratitud e insensibilidad de un joven que quiere hacer su vida sin el padre, sin Dios.
En esta parábola, el joven hace un descubrimiento cuando se acaba el dinero y la vida deja de ser divertida. Vemos que el pecado no trae la felicidad, sino el vacío. Pero la gracia toca el corazón del pecador y él anhela volver a la casa del padre. El hijo comienza a ensayar sus frases –como un joven que se acerca nerviosamente al confesionario–: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti».
Sin embargo, la escena más bonita es aquella en que el Señor describe al anciano padre escrutando el horizonte –cuando ve a su hijo, corre a su encuentro–. El chico arrastra los pies, anda despacio –la misericordia de Dios corre veloz, nuestro arrepentimiento anda haciendo zigzag con pies de plomo–.
Muchas veces olvidamos el contexto de esta lindísima parábola. Lo que la motivó fue el comentario de los fariseos –«Este hombre acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15,2)–. La parábola podría haberse titulado «El hermano