Malacara. Guillermo Fadanelli. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Guillermo Fadanelli
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786078667697
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de modo superlativo. La policía encarcela a media humanidad para complacer a los medios y mantener entretenido al auditorio, a los jubilados tristones, a las mujeres que han dejado de tener sexo y ni siquiera podrían comprobar que tuvieron alguna vez juventud. Los noticieros dirigen las pesquisas, condenan, absuelven, son ellos quienes dictaminan la honestidad o inocencia de un hombre. En realidad, me importa poco quien desempeñe las funciones de policía. Miles de hombres han nacido en un momento en el que todos estos oficios se encuentran disponibles: ¿qué más podían hacer, sino desempeñar un papel humano y común? A ver: si en el periódico aparece un anuncio en el que se solicita un fracturador de manivelas, se presentarán más de diez a pedir el empleo, aunque no tengan una idea de lo que significa ser fracturador de manivelas.

      –Cuando ustedes me lo pidan, señores, haré las declaraciones pertinentes, solo les advierto que perderán el tiempo. Soy un hombre de bien.

      Cómo disfrutaba pronunciar las palabras “soy un hombre de bien”, es una oración tan sencilla que solamente otro ser honrado puede advertir cuándo esta es pronunciada de una manera falaz. En ocasiones, la frase es capaz también tocar el corazón de los hombres malvados quienes, de inmediato, se sienten sucios frente a un hombre que, a diferencia de ellos, insiste en procurar el bien. En resumidas cuentas esta frase nunca deja a nadie impasible.

      –Nuestro oficio es dudar hasta de los honrados. En cuanto las pesquisas continúen veremos si puede ayudarnos, buenas noches.

      –¿No van a detenerlo? –preguntó, impaciente, la anciana de menor estatura.

      –No, por el momento. Así como las hemos escuchado a ustedes, así también hemos escuchado a este señor. Necesitamos más pruebas.

      –¿Y si escapa?

      –Señora, permítanos desempeñar nuestro oficio. Usted dedíquese a espiar desde su ventana para ver si descubre un nuevo sospechoso –sugirió el agente, colmado de sorna, como si se pudiera esperar de ellos un comportamiento refinado.

      Eran corteses porque estaban cansados de su propia violencia, de sus atrocidades cotidianas y su vocación por la rapiña. Después de otearme con suspicacia voraz se marcharon. Y yo cerré la puerta.

      VISITA AL MÉDICO

      Cuando me detengo a pensar en el hecho de que he consumido mis días viviendo en la Ciudad de México, no sé si tirarme a llorar desconsolado y abatido en una acera percudida o si debiera, en cambio, sentirme orgulloso de haberme mostrado tan temerario. Un idiota o un héroe, no encuentro adjetivos para calificar al habitante de una urbe semejante. Se requiere de un inmenso valor para salir a la calle o para sostener una conversación amable con los vecinos. No podría asegurar cuáles serían, en mi caso, los derroteros de una conversación amistosa con un vecino si esta se extendiera más de dos o tres minutos. Después de las primeras sonrisas sobrevendría un desasosiego que podría extenderse décadas inclusive. A ello sumo lo triste que resulta cuando un vecino te toma cariño o comienza a llamarte por tu nombre: “Buenos días, Orlando, ¿qué haces levantado tan temprano?”. Nada suele ser tan acongojante como los vecinos que se enamoran entre sí: ¡cuánta soledad existe en este romance de vecinos! Debido a estas escuetas razones el acontecimiento de compartir mi vida –quiero decir: unos cuantos días– al lado de una mujer, no se sostiene en valores subjetivos como el amor, o en piruetas ocasionales como las que te impone el sexo cotidiano. Por el contrario, me siento agradecido si, sopesando la situación, esta mujer se toma la molestia de representarme ante el resto de nuestros vecinos o conocidos. Más agradecido me muestro hacia ella si lo hace cuando el asunto implica relacionarse con desconocidos a los que resulta duro evitar, como es el caso de los taxistas o los cobradores de renta, dos de los actores más espantosos de esta ciudad (una confesión más: ni aunque de ello dependiera mi vida aceptaría cobrar rentas porque me sentiría como una rata que cada determinado tiempo arranca un trozo de carne a un niño).

      Si una mujer acepta en mi nombre, o en nuestro nombre, relacionarse con extraños, entonces sus piernas toman de inmediato un papel secundario. Confinar a un papel menor las piernas de una mujer, si estas son hermosas, no es un asunto sencillo: en mi caso, solamente una bondad excepcional puede llevarme a cometer despropósito semejante. Esto mismo sucedió cuando Rosalía Urdaneta debió explicarle al doctor Castellanos Mont en qué consistían mis malestares más íntimos. La entrevista se llevó a cabo en un consultorio desangelado de paredes albinas, iluminado apenas por unas modestas lámparas de cobre. El doctor Castellanos Mont era lo que suele llamarse un hombre prestigioso y dicho prestigio le otorgaba el derecho a cobrarte cantidades inmensas solo por mirarte de reojo. Para llegar al importante consultorio debimos recorrer, en el automóvil de Rosalía, la avenida Amores casi en su totalidad soportando semáforos controlados desde una computadora que a su vez era controlada por el genio de un estúpido. Atravesar una avenida plagada de semáforos solo para visitar a un médico sugiere cierta urgencia o necesidad irreprimible. No lo negaré: por ese entonces mi salud buscaba ya una ventana para suicidarse y transformarse en una enfermedad abusiva. Castellanos Mont nos había sido recomendado con creces por las amistades de Rosalía y este sencillo hecho aumentaba mi desconfianza hacia él. Además de la cantidad de dinero que tomaría a cambio de sus sabios consejos, aquella tarde me sentía desanimado, sin gracia suficiente para contradecir sus opiniones. Y, como es de sobra conocido, si uno acude al médico sin los arrestos necesarios para contradecirlo entonces se enfila directo al matadero.

      –Te sugiero que te concentres y escuches lo que el médico va a decirte, es un médico, no un filósofo.

      Rosalía me dictaba lecciones de comportamiento. Castellanos Mont era uno de los amigos más cercanos a su padre y no se hallaba dispuesta a hacerme concesiones ni a permitir que mis tribulaciones se expresaran de forma poco diplomática.

      –En unos momentos el tal Castellanos Mont se convertirá en mi peor enemigo.

      –¿Lo ves? En ese caso déjame hablar a mí, diré que eres mudo.

      –No tienes necesidad de inventar esa tontería. Los médicos dan por sentado que los pacientes somos mudos. Ellos no escuchan, solo miden aquí y allá, como los sastres.

      –¿Y ahora qué? ¿Vas a fundar el sindicato de los pacientes despreciados? Estás enfermo, ¿puedes remediarlo? No, por supuesto. Entonces guarda silencio cuando no te pidan opinión, escucha y atiende las recomendaciones del médico.

      –Estaré callado, no te preocupes, pero no puedes negar que los sastres son más amables que los médicos.

      –Mira, el consultorio está en ese edificio –Rosalía señaló con el dedo un elegante condominio de seis pisos.

      De pronto me vi envuelto en un batón medio desteñido, sentado en una camilla de modo que mis pies desnudos no llegaban al suelo. Aún no sé por qué razón mis pies desnudos no tocaban el suelo si toda mi vida he sido considerado un hombre de apreciable estatura. No tengo idea, mas recuerdo que, no obstante mi esfuerzo, me resultaba imposible rozar siquiera el piso de esa habitación. He llegado a pensar que el médico elevaba la camilla para humillar aún más a sus pacientes. Hubo un momento en que tanto mi mujer como el doctor charlaron acerca de mí como si fuera yo incapaz de expresarme por mí mismo. Ella dominaba, no sin cierta gracia natural y nada impostada, el tema de mis constantes mareos y de mis abruptos cambios de presión, los cuales desembocaban en tediosas jornadas en cama. Era excitante escucharla disertar sobre mis dolores más íntimos. Lo hacía con tanta gracia, como si no le causara pesar.

      El médico, atento como estaba a las palabras de mi mujer, ni siquiera reparaba en mí. La voz de Rosalía se tornaba más suave cuando abusaba de los diminutivos. No he conocido a una mujer capaz de pronunciar vasito o platito con tanta simpatía. El solo hecho de llamar a un dolor dolorcito fungía ya como un remedio para el enfermo. Y, sin embargo, los diminutivos no amainaban su mal humor, ni sus repentinos ataques de cólera. Cuando esto sucedía, no había esperanzas de volver a la calma. Es conocimiento común saber que las mujeres se enojan de verdad y que cuando lo hacen el mundo se estremece de miedo. Si un hombre entra en cólera puede que estrangule a un ser humano, pero si una mujer se enoja verdaderamente provoca que la creación parezca un acto estúpido. Es aterrador cuando sobreviene ese momento