Malacara. Guillermo Fadanelli. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Guillermo Fadanelli
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786078667697
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nadie lo es de querer matar a una persona. ¿Qué clase de tontería es esta? Que yo no soy culpable de lanzar la maldita granada, la granada estaba allí, broncínea, cuadriculada, impúdica sobre el escritorio de mi padre.

      Ninguno de mis deseos me pertenece por entero; del mismo modo que no encuentro una explicación venturosa para la mayoría de mis erecciones, tampoco creo que exista una razón decorosa para justificar el resto de otras reacciones corporales. Estoy delirando, mas es inevitable. Si mis erecciones no siempre culminan en el coito ¿por qué mis deseos de matar habrían de terminar en un crimen? ¿Para qué carajos tiene uno que llegar al exceso del crimen? Si solo basta con darle vueltas al asunto para caer exhausto, incapaz de levantar la mano en contra de una persona. Puesto en palabras distintas: he sido poseído por una voluntad extraña y muy superior a mis fuerzas, como si el semblante místico de una monja se hubiera apoderado de mí para postrarme a los pies de su señor: “El señor te necesita”, me dice a los oídos una voz dulcemente asesina.

      “Y hágase bien el mal”, me recuerda con voz sigilosa Fernández de Moratín.

      Presiento que mis deseos son consecuencia del estúpido comportamiento de un ser que no me interesa conocer a conciencia, un dios cuya única virtud es equivocarse siempre. Mi familia fue católica de sobrenombre, pese a que mi abuela nos leía en las tardes el catecismo del padre Ripalda; si de algo sirve, deseo agregar, en defensa del catolicismo superficial de mi familia, que casi todos fueron samaritanos, buenas personas y que el único mal que llegaron a hacer se lo hicieron a sí mismos. De niño acompañé a mi abuela a misa y puse atención en las palabras del sacerdote, o curita Santiago como le decían las integrantes de La Vela Perpetua entre las que se encontraba mi abuela; también jugué futbol en el atrio después de la hora de catecismo que los viernes era indispensable tomar. Y luego de toda esa bochornosa tomadura de pelo, no me interesa recibir noticias acerca del ser que da vida a mis propios actos, porque ver la cara de un poderoso solo puede causarme dolor estomacal: el poderoso es sinónimo de la más burda escoria, lo es, sí señor, y nuestra vida debería tener como más noble propósito ocultar nuestros poderes, sean estos de la índole que sean: ¿ha existido alguna vez el pudor? No lo creo, pero si existiera sería un bien de valor inestimable, al menos sería un valor más alto que exhibirse y hacerse el baladrón. Así las cosas, desde mi posición de falso católico, cínico espurio y asesino timorato procuro no insistir demasiado en indagar la verdad o mirar hacia las nubes en busca de respuestas. Como si decidiera vestir el atuendo de un bufón anacrónico, permito que mis impulsos se expresen sin preguntarme acerca de su valor y, en caso de remordimientos por los actos cometidos, me tranquilizo pensando que un día estaré bien muerto.

      CANICAS NEGRAS

      Es cierto, carecí de hermanas, solo una que no salió del vientre, ¿pero creerle esa historia a mi madre? Acaso por eso deseo dos mujeres dentro de mi recámara, dos hermanas, su ropa interior cerca de mí, sus pies friolentos, tibios como los de Rosalía, un poco más fríos los de Adriana. Y luego dedicarme a ahuyentar a los lobos, observar sus mandíbulas babeantes empañar la ventana, disparar, clausurar la puerta, los postigos, pelear incluso contra ellas, mis hermanas, es decir, todas las mujeres que insisten en amar a otros hombres. ¿Y si solo matando a otros se ganara el cielo? No existen pruebas de lo contrario. Los ejércitos de cruzados que atraviesan el océano o las cordilleras escarpadas para hacer el bien no son más que unos brutos obcecados. No van a ganar el cielo ni la tranquilidad espiritual, acaso tres comidas al día y un techo mientras llega el día en que los maten. En los recuerdos de mi infancia aparece la figura de un niño que exhibe sus orejas pequeñas y demasiado libres, un niño que culpaba a sus compañeros de clase por realizar actos que nacían solo en su propia imaginación. No concebía ninguna idea si al mismo tiempo no se revelaba en mi mente, dibujada por una refinada maestría, la cara de un responsable. Estas maquinaciones infantiles, concebidas o preparadas con la minucia propia del haragán, me ganaron respeto por parte de mis compañeros que, medrosos y precavidos, procuraban mantener buenas relaciones conmigo, pese a no serles yo un ser simpático. No soy simpático, lo sé, pero si existiera un dios al que agradecer esta ausencia de simpatía lo haría todos los días armado de una puntualidad religiosa; el simpático atrae más moscas que la boñiga, es un huevo de gallina que se bambolea frente a la mirada del tejón, un chocolate dulzón, carajo, en resumidas cuentas los simpáticos deberían ser todos conducidos a la horca.

      Me puedo recordar cubierto de ese pelo lacio, tan negro como el zapote, hurgando y desafiando por medio de la mirada el bovino semblante de mis compañeros de clase. Sí, es mi apreciación, pero ¿quien puede rebatir la sensación de que me hallaba en medio de un rebaño? Ellos, los bovinos, aprendían de la afinada maestra, pero yo, en cambio, aprendía de ellos porque mis compañeros de clase, quietos, modosos, escandalosos a ratos, eran nada menos que la vida. Tiempos de escuela primaria cuando los niños son arrojados a la corriente del río sin saber nadar. Mi escuela llevaba por nombre Pedro María Anaya en homenaje a un general que había enfrentado sin éxito a los catorce mil norteamericanos que, a mitad del siglo diecinueve, entraron a la Ciudad de México, comandados por el general Scott. El edificio escolar se encontraba frente a un parque de árboles escasos, altos, tristones donde vagué y deshilvané las horas durante casi todas las tardes de mi niñez. Nuestro gobierno había ordenado construir decenas de escuelas similares a lo largo de toda la ciudad: inmensos solares de cemento fisurado, rodeados de amplios salones que habrían de recibir a los hijos del pueblo. Estos cabrones hijos del pueblo, Gonzalo, Rafael Bobadilla, Édgar Celiz, los hermanos Alfaro, Linares, mis compañeros todos, no acertaban a descubrir en qué consistía exactamente mi talento, pero tratándose de animales intuitivos presentían que debían andarse con cuidado, ya que sin desearlo podían verse involucrados en sucesos bastante bochornosos e inconvenientes para ellos. Como aquella mañana de lunes patrio cuando la con serje encontró el cuaderno de mi compañero de banca encima de un retrete destinado a las niñas: un cuaderno tatuado por el nombre de Rutilo Carlón en la portada. El hecho habría pasado más o menos inadvertido si no se hubiera corrido el rumor de que las niñas eran espiadas cuando se encontraban en posiciones íntimas dentro del baño. Espionaje de tan grandes dimensiones se habría evitado si las autoridades del colegio hubieran tomado conciencia y permitido a las niñas orinar al descampado y a la vista de todos, pues a todas luces es un despropósito confinar a las niñas a un galerón cuando los varones no cesaban de imaginarlas desnudas y en toda clase de posiciones. Ya una de ellas había descrito el color de las pupilas de un mirón aludiendo a unas canicas negras que centelleaban maliciosas y voraces. Debido a la imaginación de esta niña, sus compañeras veían ojos como canicas negras cada vez que se sentaban en el retrete, y en algunos casos acompañaban sus evacuaciones de alaridos espantosos que se escuchaban en todos los rincones de la escuela.

      Niñas: Roxana, Carmela, Ana Robles (tartamuda y muy bella), la gorda Graciela, Ana Bertha (mis compañeros le decían cola abierta) y Blanca, la mayor de todas, alta, autoritaria. Tengo la incómoda certeza de que desde mis primeros días en la escuela primaria me convencí de un hecho que marcaría mis posteriores temporadas escolares: mis padres me habían enviado a esa escuela para sostener una guerra continuada con los hijos de otros hombres. ¿Si no, entonces por qué ese obtuso número de caras, estaturas y apellidos tan distintos entre sí? Cuando utilizo la frase me convencí, no me refiero a un conjunto de operaciones lógicas que preceden a determinada conclusión, no, ¿cómo voy a querer decir tamaña pedantería? A mis diez años sabía cosas sin necesidad de ampararme en ningún razonamiento. Simplemente las sabía, y ya. Supe entonces que por causas ajenas a mi entendimiento me encontraba en pie de guerra, aun sin haberme involucrado en peleas o discusiones abiertas, con mis compañeros. Y pese a no saber hoy tanto como sabía de niño, y desconocer las razones por las que un hombre que ha vivido alrededor de cuatro décadas sabe tan pocas cosas acerca del mundo, he encontrado motivos más que suficientes para justificar aquella guerra. Después de todo tanto mi nombre, Orlando, como mi apellido, Malacara, podrían ser aceptados como buenos augurios en un campo de batalla. En efecto, no creo ser un hombre distinto al niño que reñía con otros párvulos por cualquier motivo. Mi rostro ha tomado ciertos cauces imprevistos, pero en esencia creo poseer el mismo gesto temeroso de esos primeros años escolares.

      Recuerdo claramente que, durante mi segundo año de primaria, me enamoré –preludio del romántico anciano en el