Hablar hoy de Alfonso Hernández-Catá supone explicar quién fue este escritor cubano-español, o hispano-cubano, que gozó de un reconocido prestigio en sus dos patrias y que en la actualidad es más recordado en una de ellas, Cuba, de lo que lo es en la otra, España. Dicho esto, el presente prólogo a la selección que ofrecemos de su obra está obligado a relatar, de la manera más «novelesca» posible, la aventura de su vida.
Alfonso Hernández-Catá, hijo del teniente coronel español destacado en Cuba Alfonso Hernández y Lastras y de Emelina Catá y Jardines, de familia criolla de Santiago de Cuba, nació el 24 de junio de 1885 en Aldeadávila de la Ribera, pueblo de la provincia de Salamanca. En el matrimonio de sus padres ya están dibujadas las trazas hispanocubanas que marcarán su vida personal y política. Su padre fue a pedir la mano de su novia, perteneciente a una familia con fuertes convicciones nacionalistas, a su futuro suegro, José Dolores Catá, quien se encontraba preso acusado de conspiración contra España, y cuyo permiso obtuvo. Meses después, el 24 de mayo de 1874, José Dolores Catá fue fusilado frente a la muralla del fuerte de la Punta, en Baracoa. Al poco tiempo de la ejecución, Alfonso Hernández y Emelina Catá contraen matrimonio en la ciudad de Guantánamo. La joven pareja acabará estableciéndose en la capital del Oriente de la isla, en la ciudad de Santiago. En el año de 1885 el matrimonio tiene que viajar a España y, en el tiempo en que se residen en Madrid, al darse la circunstancia de que la mujer se encuentra en avanzado estado de su embarazo, se decide que el primer hijo de la pareja nazca en el mismo lugar de donde es oriundo el padre. Así es la circunstancia, cuando menos curiosa, de que nuestro protagonista, el futuro escritor cubano radicado en España, nazca en una pequeña localidad de la provincia de Salamanca. Un dato que circunstancialmente Hernández-Catá procurará hacer olvidar al asegurar siempre que nació en Santiago de Cuba, tal y como narrará su amigo el escritor puertorriqueño José Agustín Balseiro en 1941, un año después de la muerte de nuestro autor:
En 1927 vivía yo en Madrid y estaba a punto de terminar el segundo tomo de El vigía. Uno de sus tres ensayos trata de «Alfonso Hernández-Catá y el sentido trágico del arte y de la vida». Frente a esos estudios puse sendas y breves notas biográficas a propósito de cada uno de mis retratados: Unamuno, Pérez de Ayala y Hernández-Catá. Al comprobar los datos de la vida del autor de Los frutos ácidos, apresurose el último a ratificarme algo que ya tenía yo muy oído de sus propios labios:
—Nací en Santiago de Cuba, el 24 de junio de 1885.
—Pero, Alfonso —le objeté—, Ramón Pérez de Ayala me asegura que usted vio la luz en...
—Sí, en Aldeadávila de la Ribera, pueblecito de la provincia de Salamanca, aquí en España. Óyeme, sin embargo, mi historia. Mi padre, Alfonso Hernández Lastras, casó en Cuba con Emelina Catá y Jardines. Él era teniente coronel de Infantería y Estado Mayor, y era hijo de España; mi madre era cubana. Once hijos tuvieron. Diez de ellos nacidos en América. Por imperativos de los deberes paternos tuvieron que volver a España, llevándome ya mi madre en su seno. Así fue como, por motivos de azar, no nací en Cuba. Pero no contaba un año todavía cuando regresamos a Santiago, donde me crié. Mi familia materna es de abolengo revolucionario cubano. Mi abuelo de esa línea fue fusilado por los españoles, y mi único tío varón tomó parte en la guerra de emancipación desde el primer día. En Santiago estudié en el colegio de don Juan Portuondo, primero, y en el instituto de segunda enseñanza, después, hasta los dieciséis años. A esa edad, y por ser hijo de oficial español, mandáronme, ya huérfano, a Toledo, a un colegio militar del cual me escapé a pie, viniéndome a Madrid. Ya en Madrid, pasé privaciones que te he contado otras veces, y estudié en la libre universidad de la vida y de las bibliotecas públicas...
—De todas maneras... no debo publicar un dato erróneo, a sabiendas de que lo es.
—Cierto; pero hazme un favor, un gran favor personal. No me quites, siquiera ahí, la ilusión de que soy de Santiago, de que soy cubano. Y cuando yo muera, si muero, como debe ser, antes que tú, aclara el hecho a favor de la estricta verdad.[1]
Explicada la circunstancia del «equivocado» nacimiento en España, el relato que Hernández-Catá nos cuenta en este fragmento es absolutamente cierto en cuanto a lo demás. Los recuerdos de sus primeros años en Santiago de Cuba y de su paso por la escuela de don Juan Portuondo están pormenorizadamente narrados en una de las «Semblanzas» que componen la cuarta sección de esta antología. Y en cuanto al espíritu revolucionario de la familia materna, habría que añadir que en 1895, al comenzar la guerra independentista contra España, Álvaro Catá y Jardines, tío de nuestro autor, se unirá a las fuerzas cubanas; llegó a ser nombrado, por el general Antonio Maceo, ayudante del general Francisco Sánchez Echeverría, y, al instaurarse la República, en 1902, fue elegido representante a la Cámara por la región del Oriente.
Siguiendo el rastro de las propias palabras de Alfonso Hernández-Catá, al quedar huérfano de padre, la madre decide enviarle a España para que continúe sus estudios, e ingresa en el Colegio de Huérfanos de Militares que estaba en Toledo. Así, en 1901, con dieciséis años, el joven Alfonso se dará de bruces con la disciplina militar, que aguantará a duras penas y que le producirá una fuerte aversión hacia todo lo castrense, sentimiento que también se irá reflejando en su obra literaria y que irá conformando una actitud pacifista que se radicalizará ante los conflictos bélicos que surgirán en Europa y en España.
Por entonces, sus pasiones se encuentran en otras cuestiones ajenas al mundo militar: la lectura, la música y el ansia de escribir van perfilando su personalidad y lo van alejando cada vez más del ambiente en el que se encuentra recluido. La tentación de la vida bohemia madrileña, tan cercana y a la vez tan lejana, es el sueño que le mantiene en pie y que provoca el que un buen día se decida a saltar la tapia del colegio y a marcharse andando a la capital. Comienza, así, una nueva vida para nuestro personaje.
De la bohemia a la diplomacia
Madrid era un hervidero de las pasiones, de las ilusiones y de los sueños puestos en el triunfo en las letras por una legión de jóvenes recién llegados de los más diversos puntos del país. Un mundo de leyendas y quimeras, de aventuras, de reuniones y discusiones en los céntricos cafés, donde se celebraban las más famosas tertulias, presididas por los escritores triunfadores del momento. Un mundo que atraía como un imán a las jóvenes promesas literarias que soñaban con triunfar en la capital. Un mundo, a la vez, sórdido y despiadado en la penuria, en el hambre y en los fracasos. Es el mundo de la bohemia madrileña, tantas veces retratado por las mejores y las más sarcásticas plumas del momento, como la de Emilio Carrere:
Estamos en pleno otoño. Ya vemos circular por esas calles nuevas chalinas flotantes, sombrerillos atrabiliarios y gabancillos absurdos. Es la época en que se desbordan los provincianos que llegan a abrirse camino.
Produce un poco de melancolía ver sus gestos altivos, sus miradas perdidas en el ensueño, la impertinencia de sus largas cabelleras y de sus pipas humeantes.
Son los literatos nuevos, la joven hornada, que arriban con su bagaje de ilusiones, que ya se encargarán de destruir los editores, las patronas, los camareros de café.[2]
Y en plena vida de bohemia, Alfonso Hernández-Catá terminará sus estudios «en la libre universidad de la vida y de las bibliotecas públicas», lugares estos donde solía pasar la mayoría de las horas del día leyendo, escribiendo, estudiando y al amparo y cobijo de un techo. Se dice que, en una de sus frecuentes visitas a las bibliotecas públicas, se atrevió a acercarse a su admirado Benito Pérez Galdós, que se encontraba consultando papeles, y que logró captar su atención. No se sabe con certeza si fue cierto o no, pero Hernández-Catá siempre recordó que la figura de Galdós, a quien consideraba su maestro, fue providencial en su trayectoria literaria. Contaba que Galdós aceptó leer sus escritos, que se los devolvía corregidos y que le sugería que continuara esforzándose, hasta que llegó el día en que el maestro le dijo: «Esto es bueno». La historia continúa narrando que el propio Galdós le procuró la publicación en una revista, y que así