Kokuo se quedó quieto, sin decir nada, analizando cada frase que su patrón le había recitado. La explicación recibida le daba un sentido extraño a la conversación, casi siniestro. En realidad, todo lo que se refería a su jefe era siniestro. ¿Qué era lo que realmente estaba fabulando? Estaba a punto de preguntárselo, pero por la expresión que el hombre tenía en su pálido rostro, se contuvo. En cambio, le preguntó por el especialista al que tanta estima le tenía. ¿Quién era ese hombre que tanto interés despertaba en él, al punto de revolucionar a todo el mundo con tal de encontrarlo?
Sin perder los estribos pero cansado de ese interrogatorio, Tsushira le respondió:
—No creo que lo conozcas, no es de tu generación. Digamos que… somos viejos conocidos. Fuimos compañeros en la secundaria; ya entonces era famoso por su gran inteligencia. No, no… no íbamos al mismo curso, egresé dos años antes que él pero nunca olvidaré los logros que alcanzó siendo apenas un adolescente. Cuando se graduó, comenzó a estudiar medicina en la Universidad de Tokio y más tarde le ofrecieron una beca en Estados Unidos, así que se marchó. Jamás volvió, supongo que el país no era suficiente para su gran intelecto —hizo un gesto desdeñoso—. ¿Quién se quedaría en una islita de pequeños monos come-arroz en vez de formarse en semejante potencia mundial? En fin, me enteré hace poco de su especialización como genetista y sus estudios en el campo de la embriología y la herencia genética. Causó sensación en todo el planeta y me bastó con leer una parte de sus investigaciones para darme cuenta de que era el indicado.
—¡Ajá! ¿Y ya ha llegado?
—Aún no. Pero sé que vendrá. Se mostrará reservado y sencillo cuando lo entrevisten pero, como todo Einstein contemporáneo, no perderá la oportunidad de exhibir su gran cerebro para acaparar un puesto. Morderá el anzuelo, estoy seguro.
—Esperemos. Y… ¿quién es ese hombre?
Le dio una pitada al nuevo habano que acababa de encender y dejó salir una nubecita que se transformó en una neblina grisácea a su alrededor. Sonrió dejando ver sus dientes, regulares y blancos en ese entonces, complacido de volver a verle la cara a ese personaje.
—Nanjiro Minami… —suspiró, sonriente—. Me dará gusto ver tu linda cara otra vez…
2
Región de Kantö, Tokio, Japón,
febrero 24 de 1997
Era comienzos del decimotercer año de guerra, cuando el tren se detuvo en el andén Nº 6 de la Estación de Tokio. Las puertas se abrieron dejando que una gran masa de pasajeros descendiera, entre ellos, un hombre no muy alto, delgado, de gesto hosco. Cargaba una modesta maleta remachada en uno de sus vértices. Nanjiro Minami respiró hondamente los olores de aquel lugar tan concurrido y sintió un dejo de nostalgia. Después de tantos años todavía reconocía ese aroma. Una curiosa mezcla de brasas, pescado asado, especias y el hedor plástico de la occidentalización. Torció los labios en una sonrisa triste. No supo si estaba feliz o molesto por haber regresado.
Sofocado por la muchedumbre, caminó rápidamente hacia la salida. Se vio envuelto en la locura del distrito de Marunouchi, tan atestado de comercios y compradores empedernidos. De alguna forma, le recordó el mismo caos que se cernía sobre la gran manzana de Nueva York. Entre tanta confusión, tuvo la suerte de conseguir un taxi. Debía ir a un lugar que estaba a poco más de quince minutos caminando pero con el jet lag encima, no tuvo ni pizca de ganas de ir a pie… Lamentablemente, no fue la mejor decisión; gracias al tráfico y a que el taxista le erró tres veces al camino, acabó llegando media hora después de haberse bajado del tren. ¡Decir que había tomado el tren express para ganar tiempo!
Pensó que el taxista lo dejaría en la puerta pero se detuvo frente a un elegante puente de piedra y aguardó, impertérrito, su pago. Recordó entonces que no todos los días se podía ingresar a los terrenos del Palacio Imperial. Le pagó al conductor y, al bajarse, se quedó mirando el panorama con la maleta en la mano.
El puente Nijubashi era una de las construcciones más emblemáticas de la ciudad. Sobrio pero grácil, un doble arco de piedra que separaba a los simples mortales del habitáculo de Su Majestad. A su izquierda pudo ver el Palacio Imperial, o Kökyo, como se lo conocía en su idioma. Se apoyó sobre el barandal de piedra y lo admiró un instante.
Era increíble cómo podía hacer que cualquier transeúnte se detuviera para contemplarlo aun después de tantos años de haberse construido y reconstruido al término de la Segunda Guerra Mundial. Conservaba su tradicional estilo japonés de la época feudal, con sus tejados acabados en picos, los muros de piedra rodeándolo desde la base, bordeados por un gran foso lleno de agua donde, en su época, los cisnes y los pétalos de cerezos ofrecían un espectáculo conmovedor. Desde ahí se veía tan bello como imponente. Caminó por un sendero arbolado hasta la entrada a las inmediaciones: una gran puerta de madera custodiada por guardias. Vio la bandera nacional flameando desde uno de los extremos, y la bandera de la JEIGON en el otro: era color azul oscuro, con las olas de un mar embravecido como fondo y varias manos, pertenecientes a hombres de distintas razas, sosteniendo el planeta Tierra en el centro. En el borde libre de la tela, en letras negras y ordenadas en sentido vertical, se leían las siglas de la Junta.
Chistó al ver aquel emblema. En su opinión, la bandera japonesa se deslucía enormemente con su color blanco y el centro rojo al lado de esta otra que era mucho más pintoresca y elaborada. Eso no es sino un cobarde intento de Kyomasa para demostrar al resto del mundo que su país era tan importante como para formar parte de la elite de líderes supermegapoderosos, pensó. Gracias a su suscripción a la página de noticias de Japón, Asianconectiononline, se mantenía informado de todo lo que sucedía en su tierra natal. En su opinión, esa decisión de Kyomasa de rebajarse ante un grupo de gigantes mundiales para verse más poderoso ante la oposición, le parecía patética, incluso vergonzosa. Hasta donde iban sus memorias, su país nunca había necesitado de nada ni de nadie para hacerse respetar ni por sus propios habitantes ni por el resto del mundo. Suspiró.
Al acercarse, vio a los guardias dedicarle miradas de desconfianza; incluso sujetaron la culata de sus revólveres cuando se dirigió hacia la caseta del vigilante. Ya había ocurrido tres veces en el mes que un desconocido se acercara con cualquier excusa estúpida y le volara los sesos, con un arma pequeña escondida en la manga, al que estuviera del otro lado del vidrio. No iban a permitirlo una cuarta vez.
Nanjiro les devolvió la mirada antipática y sacó la credencial que llevaba bajo el chaleco, la misma que le habían dado al abordar el avión desde Estados Unidos.
Al ver que se trataba de un invitado, los guardias relajaron sus posturas pero no le quitaron los ojos de encima ni cuando se acercó al hombre de la caseta, con intención de anunciarse.
—¡Buenos días, señor! —lo saludó cordialmente el hombre, con un ligero tono de temor en su voz—. Viene por el proyecto, me imagino.
—Buenos días —carraspeó Nanjiro—. Sí, vengo precisamente por eso.
—¿Número de legajo, por favor?
En el reverso de la credencial figuraba un código con el que cada uno de los profesionales sería reconocido en la sede de Gobierno, el legajo con el que se los ingresaría a la base de datos de la elite académica y su identificación dentro del futuro equipo de trabajo.
—Doce mil ciento cinco —leyó en su tarjeta.
—Muchas gracias. Puede pasar, doctor Minami.
Oyó un chirrido y las pesadas hojas de la puerta se abrieron, dejando un espacio lo suficientemente ancho como para que Nanjiro pudiera pasar, con su equipaje pegado al cuerpo.