La falacia que soporta esta reordenación del espacio ha sido ya sugerida: la economía ha dejado de ser descriptiva, una ciencia positiva, para convertirse en prescriptiva, una ciencia (im)positiva. Ya no nos enseña qué es bueno para vivir, sino cómo debemos vivir. La mano invisible de Adam Smith, enmarcada dentro del teísmo de su época, que el espectador desapasionado, es decir, la humanidad doliente, debía acatar como justificación del orden social, se ha revelado como una metáfora más poderosa de lo que intuíamos. El predicador ya no tiene por púlpito una iglesia, sino una silla en Davos o, como en 108 metros, un complejo multifuncional en Stonebridge con su correspondiente falange asalariada. La economía es el tabernáculo decisivo. Pero, como todo tabernáculo, encierra un fantasma. Ese fantasma, sin embargo, no se sacia con rezos, sino que para mantener su nada, su insustancialidad, precisa de todos esos cuerpos que pululan a su alrededor y veneran la Forma Pura, el Vacío Primordial, el Becerro Inmaterial.
En realidad, la economía ya no es un concepto, sino una palabra de orden, una fórmula punitiva, un dictado axiológico. De una vez por todas, y para no seguir atados a una adánica inocencia, debemos acatar la advertencia que Walter Benjamin nos trasladó en El capitalismo como religión. El capitalismo es la más feroz de las religiones, pues no conoce redención ni descanso, su culto no se interrumpe jamás y su credo es transparente: el trabajo es la liturgia y el dinero es el objeto de adoración. Benjamin definió al capitalismo como una ceremonia sacra hiperdesarrollada, el despliegue máximo de una estrategia de veneración. Y como el capitalismo es una religión en la que el culto se ha emancipado de todo objeto y la culpa de todo pecado, así, desde el punto de vista de la fe, el capitalismo cree en el hecho puro de creer, en el puro crédito; es decir: en el dinero. El capitalismo es, por ello, una religión en la cual la fe, el crédito, ha sustituido a Dios. En otras palabras, Dios no murió, sino que se hizo dinero. O, como sucede en 108 metros, en un doble hallazgo que reputa a Prunetti como un magnífico escritor de raíz satírica, los sacerdotes del capitalismo pueden adoptar la forma de un ídolo jibarizado que despide olor a pescado podrido o el aspecto de un mánager esquivo como enésima reencarnación del Cthulhu de Lovecraft. Su aspecto de máscara vudú o de pulpo residente en una escollera caliza remite en todo caso a un solo y único mantra: You are what you have.
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En las páginas finales de la novela, tras su periplo por la pérfida Albión y sus desventuras en los diversos círculos del infierno laboral, Prunetti regresa a Piombino, el principal centro siderúrgico de Toscana. Allí, en un instante de iluminación, habitual en la tragedia clásica, y que los griegos denominaron anagnórisis, ese instante en que a un personaje se le manifiesta la verdad de su condición, el rasgo olvidado de su infancia, el vínculo efectivo con un espacio o con una situación, el instante en que Laertes reconoce a su hijo Ulises, el instante en que Edipo asume la verdad de su parricidio, el instante en que Tiestes comprende que ha devorado a sus hijos en el banquete preparado por su gemelo Atreo, como si un velo cayera, como si amaneciera dentro de su conciencia, Prunetti se pregunta por qué motivo la habitual gorra de polución que cubre la ciudad ha desaparecido, por qué razón los cielos plomizos y grises de Piombino se han diluido como si una mano titánica los hubiera lavado con hipoclorito de sodio. Y entonces, mientras se dispone a regresar a la casa de sus padres, en el mismo andén de la estación, la respuesta a su pregunta se manifiesta en la persona de Quattr’etti, un obrero jubilado de Italsider que, entre la nostalgia y el fatalismo, se convertirá en el portavoz de privilegio y en el narrador exquisito de la imagen que explica el título de la novela, esa cifra que en su boca resume el espíritu de una época, esa cifra que clausura sin remedio un modo de estar en el mundo, esa cifra que le otorga a Prunetti la lacerante posibilidad de la revelación.
«Las mejores vías de tren de Europa las hacíamos nosotros, en la ciudad de hierro, en Piombino», anuncia Quattr’etti con orgullo. «El segundo polo siderúrgico de Italia, solo por detrás de Taranto en volumen de producción, el mejor de Europa en calidad de la colada. Y estos», prosigue Quattr’etti su diatriba, «nos dicen que lo cerremos todo, que compremos los raíles a China y que mandemos a nuestros hijos a trabajar de camareros, socorristas o niñeras. O al extranjero». Y Quattr’etti introduce en su discurso una pausa alcohólica para dejar que su dolor sea también el nuestro, y entonces Prunetti le concede la palabra de nuevo para que con su simple modo de contar las cosas, como tantas veces sucede con quienes se acercan a la verdad del lenguaje sin manierismo ni retórica, Quattr’etti destile la poesía exacta de un lugar y de un tiempo, el cronotopo de una derrota: «Mi hija se marchó ayer a Berlín precisamente, y desde entonces estoy aquí, en el bar de la estación. Y bebo y miro las vías que he hecho con mis manos, 108 metros de acero para dejarla marchar».
Esa vía de acero sin rival por su pureza y por su solidez, esos «raíles más largos que Old Trafford», son el testimonio y la evidencia de un statu quo que se agota, y aunque a su modo tozudo el obrero especialista se niega a torcer la mano de forma definitiva («que al menos el fruto de nuestro trabajo pueda llevaros lejos de este cielo apagado», dice Quattr’etti, convertido en el padre de todos los niños y de todas las niñas de Piombino), la injusticia y la rabia y la decencia se materializan de pronto en ese insólito filósofo que, acodado en una barra de bar, bebiendo el tinto de siempre, le regala al escritor que un día será Alberto Prunetti la munición precisa para cargar el arma inapelable que es esta novela.
RICARDO MENéNDEZ SALMóN
Gijón/Xixón, enero de 2021
108 METROS
THE NEW WORKING CLASS HERO
…una llave, finalmente una llave inglesa: si va bien, se usa para hacer girar las tuercas y desenroscarlas; si no, poniéndola de canto, sirve para destrozar.
LUCA RASTELLO
ADVERTENCIA
Cualquier parecido con personas reales o con hechos reales es pura coincidencia.
El tiempo de la narración ha sido condensado y los tiempos verbales se alternan para reflejar esta estratificación de planos cronológicos. Algunos acontecimientos que aparecen como trasfondo de la novela han sido agrupados deliberadamente por el autor en una unidad temporal ficticia. Eso puede resultar incongruente con la sucesión factual de los acontecimientos históricos.
JURAMENTO
«Nosotros, cocineros del Reino Unido, nos comprometemos solemnemente con Su Majestad a combatir las tristemente célebres bacterias patógenas, habituadas a todo tipo de crueldad y capaces de provocar penosos ataques de vómito y náusea. Nos oponemos a la entrada en suelo patrio de esa degenerada Clostridium perfringens, terrible subversiva que se cuela en los restaurantes y que cuenta con el apoyo logístico de la Clostridium botulinum. Mandaremos más allá del canal de la Mancha a la inquietante Staphylococcus aureus, taimada terrorista de los intestinos, junto a la sedicente Bacillus cereus europea, que provoca espasmos y dolores abdominales, así como nefastos ataques de meteorismo. Y, como leales súbditos de la Corona, prestamos juramento sobre nuestros rodillos de cocina de que erradicaremos de cualquier plato la Escherichia coli y la Campylobacter, bacterias inmigrantes infiltradas en el cuerpo del inadvertido tragador británico que al cabo de cuatro días de incubación producen trágicos efectos y ponen en entredicho el buen nombre de las cocinas del reino de Su Majestad».
God Save the Queen. Nunca me sentí tan inglés como al pronunciar estas palabras.
Con el juramento formulado ante la reina concluía mi curso de formación. Vivía en el Reino Unido y el