Cuarenta años antes, Berger y Mohr habían llamado la atención sobre lo que los economistas denominan «emigración como exportación de capitales», el gasto que los Estados efectúan durante la crianza y la educación de inteligencias y de voluntades que un día dejarán partir. Con cada cocinero, con cada artista, con cada docente que un país manda fuera, subvenciona a la economía que lo recibe. Y todo ese patrimonio, tangible e intangible, a menudo no regresa. Es algo parecido a encender la calefacción en una casa con las ventanas abiertas. También en eso pensaba mientras junto a Carlos y Antonio me movía en torno a una nostalgia confusa, la añoranza de un espacio natal donde no siempre es posible vivir.
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En su anterior título traducido por Hoja de Lata, Amianto, Alberto Prunetti se empeñó en reconstruir la larga y azarosa vida laboral de su padre Renato, obrero especializado en las siderurgias y en las metalurgias de su país, que recorrió de norte a sur y de oeste a este durante décadas, desde los boyantes años sesenta posteriores al milagro económico italiano hasta las postrimerías de los años ochenta, cuando el mundo auspiciado por los negadores de la idea de sociedad comenzó a mostrar sus feroces desigualdades, esas que aún hoy, treinta años más tarde, alimentan el ideario de los más conspicuos ideólogos del ultraliberalismo como maná.
En ese notable libro se escondía un momento revelador, de gran impacto en el ánimo del escritor, que tenía lugar cuando Prunetti, nacido con la crisis del petróleo de 1973 y que se proclamaba a sí mismo parte de ese «precariado cognitivo» que debía poner su fuerza de trabajo, en su caso la escritura y la traducción, al servicio de largas jornadas de empeño para así llegar a duras penas a final de mes, reflexionaba a propósito del momento en que la clase obrera no se percató de que el capital se había alzado de la mesa de la paz social y del café para todos, llevándose consigo la parte del león y dejando al trabajador la hipoteca de un futuro en ruinas que acabarían por pagar sus descendientes, los mismos que hoy se preguntan en qué línea de esta reiterada farsa de vencedores y vencidos todo se torció para que los hijos universitarios y viajados de los obreros nacidos en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado vivan mucho peor que unos padres que apenas fueron a la escuela, nunca cruzaron las fronteras de su país y jamás conocieron otros intereses que el fútbol, la televisión y los destilados alcohólicos.
Esa pregunta, que no era baladí ni retórica, imponía la consideración de Amianto como un texto mucho más complejo que un mero reportaje novelado acerca de las relaciones entre siniestralidad laboral y rapacidad económica e insinuaba su entronque con algunos de los mejores retratistas de la dictadura del lucro en las sociedades opulentas, desde el ya mencionado John Berger al Mike Davis de Ciudad de cuarzo, pasando por Günter Wallraff en Cabeza de turco o Luciano Bianciardi en El trabajo cultural, novela a la que Prunetti rendía por cierto un bello y sentido homenaje en Amianto. Esa continuidad era, además, la que permitía leer esa crónica de una muerte anunciada como un episodio nada inocente no solo de la desintegración anímica de la lucha obrera, sino de la constancia con la que los poderes han logrado comprar el silencio cómplice de los protagonistas de ese desarme incruento que ha sido y sigue siendo la reconversión del proletariado urbano y campesino en una mediocrísima y desideologizada clase media, embrutecida a base de placebos y destinada a diluirse sin estruendo en la enésima catástrofe social del siglo en marcha, pecios de un naufragio que recorre el mundo sin sosiego ni esperanza, y sin un piloto Palinuro a quien confiar el rumbo de la nave.
Y esa ligazón es la que ahora, por extensión, autoriza a relacionar la biografía del padre obrero con la peripecia del hijo universitario, reubicando 108 metros en la fértil estela de la novela formativa. No en vano, lo que 108 metros revela tras su aparente ligereza de crónica por momentos desquiciada e hilarante, es la aventura de un héroe, el joven desclasado y reconvertido en aspirante a engrosar las mesnadas de la vida intelectual, que atraviesa una serie de etapas con el fin no solo de alcanzar el (re)conocimiento, sino también con el objetivo de comprender que esa toma de conciencia resultaría inútil sin semejante historia de conquistas, contratiempos y entusiasmos. Solo que esta epopeya del Geist no culmina, al modo hegeliano, en una resonante sinfonía de metales y de vientos con un aplauso coral y multitudinario, sino en el nada glorioso retorno del hijo pródigo tras sus fallidas excursiones por la Europa septentrional, encarnada en 108 metros por una Inglaterra absurda, delirante y bucanera.
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La banda sonora de Amianto, reflejada en los títulos de los capítulos (Ma che freddo fa; Andare, camminare, lavorare; La polvere si alza; Pioggia d’estate; Cuore stanco; In un palazzo di giustiza), estaba construida en torno al repertorio de Nada Malanima, famosa cantante toscana ganadora del Festival de la Canción de San Remo, y del malogrado Piero Ciampi, cantautor livornés muy próximo a los paisajes físicos y al paisanaje humano que vertebraron la infancia de Prunetti. En cambio, la banda sonora de 108 metros es abiertamente anglófila, aunque no posh ni brit-pop, sino que, como el subtítulo de la novela apunta (The new working class hero), encuentra su inspiración efectiva, su clima moral e incluso su capital de nostalgia en el clásico que John Lennon compuso en 1970, Working class hero, y que forma parte del primer álbum que el músico de Liverpool grabó tras la separación de The Beatles.
La canción de Lennon era un recordatorio exacto de un lugar común que Prunetti había cartografiado en Amianto, la fascinación que el proletariado experimenta ante los encantos de la clase media, y que en 108 metros el novelista opta por traducir a su experiencia. En efecto, ahora ya no son los obreros de la Italia de los años setenta, aquellos Ulises encadenados al mástil de las factorías, quienes sucumben a los cantos de las sirenas del televisor en color a plazos y las vacaciones en España o en las islas griegas, sino que son sus hijos quienes experimentan la seducción de la vida universitaria, del combate intelectual y de las aventuras que les aguardan en tierras lejanas. Si Lennon, en su obra, todavía tendría en el recuerdo a los héroes bruscos y vigorosos que alguien como Alan Sillitoe había retratado con talento (el Arthur Seaton de Sábado por la noche y domingo por la mañana; el William Posters de la novela homónima), Prunetti, al añadir el adjetivo new, apunta a esa generación de jóvenes nacidos en el nido proletario que, a finales de los años ochenta y principios de los años noventa, vivieron en sus carnes las decepciones de un mundo en el que los valores de sus mayores (solidaridad de clase, fraternidad obrera, disciplina política) se habían disuelto en un mercado donde el capital quedaba instalado no solo como una maquinaria a pleno rendimiento, sino como la única ideología observable, y en el que, sin vergüenza ni empacho, la economía había ascendido a una condición largamente anhelada: la teológica.
Marx acuñó en El capital una soberbia definición del dinero. El dinero, apuntó el genial barbudo, es el equivalente general, la mercancía donde el resto de mercancías expresan su valor, el espejo donde todas las mercancías reflejan su igualdad y proporcionalidad cuantitativa. No importa si hablamos de un cuadro de Gustav Klimt, de las piernas de Usain Bolt o del inframundo que esconde una pizzería en Bristol. Arte, músculo y pizzas se pueden reducir al denominador común que mueve el planeta. Porque el dinero es la piedra filosofal del sueño de los alquimistas, el aleph de la tribu, el dios que borra todos los panteones.
Tanto es así que no parece descabellado enunciar la siguiente identidad: la economía es desde hace décadas la nueva teología. Al tiempo que dicha ecuación se cumple, asistimos a la proliferación de una élite con una asombrosa capacidad de reproducción, del mismo modo que en la Edad Media la nobleza se reproducía de manera circular mediante alianzas de sangre, matrimonios entre parientes y otras estrategias endogámicas. Junto a esta aristocracia del dinero, las clases medias, apretadas en cohortes superpobladas, se han visto convertidas en entes precarios, ligados a los señores feudales que rigen y tutelan sus vidas; por último, una masa de esclavos, que ya no es exclusiva de lo que un día se denominó Tercer Mundo, sostiene la base de la pirámide. Cada vez son más los expulsados a este escalafón que soporta un peso escandaloso. Asistimos, así, a una reveladora Nueva Edad Media, diseñada con mimo por los lobbies que redactan el contrato social. Esta reconsideración territorial tiene su plasmación en la reconfiguración del espacio. Recluido en sus urbanizaciones