Harry Sweeney asintió con la cabeza.
—Sí. Supongo.
—Y también habría sido lógico haber dejado sus asuntos en orden para evitarnos a su mujer y sus hijos y a nuestra familia ese trabajo. Pero ni siquiera había ordenado su escritorio antes de irse de casa. Así que, a pesar de lo que la gente cree y dice, estoy totalmente seguro de que no se suicidó, señor Sweeney.
—Gracias —dijo Harry Sweeney—. Le agradezco que sea tan franco y que se mantenga tan firme. Nos es de gran ayuda.
Tsuneo Shimoyama suspiró. Meneó la cabeza y dijo:
—Perdone, señor Sweeney. Tal vez esté siendo demasiado franco y demasiado firme. Pero todos estamos absolutamente conmocionados. Y que la gente insinúe que mi hermano…
—Lo sé. Lamento que tengamos que preguntárselo…
—No, no, señor Sweeney. Ustedes no, la policía no. Ustedes solo hacen su trabajo. Ya lo sé, ya lo sabemos. Pero ha habido personas, incluso supuestos amigos de mi hermano, que nos han visitado proponiendo que dijéramos que mi hermano se había quitado la vida. Incluso nos han animado a emitir un comunicado a ese respecto.
—¿De verdad? ¿Quién? ¿Cuándo?
—Hace solo un momento. Dos caballeros han venido a presentar sus respetos, pero nos han aconsejado que redactáramos una nota de suicidio y la publicáramos en los periódicos.
—¿Diciendo qué?
—Que mi hermano no quería despedir a noventa y cinco mil empleados. Que pedía disculpas con su muerte en beneficio de todos los afectados. Por el bien de Japón.
—¿Quiénes eran esos dos hombres, señor?
—Un tal señor Maki y un tal señor Hashimoto. El señor Maki es miembro de la Cámara Alta y el señor Hashimoto es el exdirector de la compañía de ferrocarriles. El señor Hashimoto ya está jubilado, pero mi hermano incluso se alojó con él y su mujer cuando los dos trabajaban en Hokkaido. No puedo creer que sugieran siquiera algo así. Es intolerable. Intolerable.
—¿Por qué han dicho eso, señor? ¿Cuáles eran sus motivos?
Tsuneo Shimoyama volvió a suspirar y a continuación dijo:
—Si publicábamos una nota de suicidio como esa en los periódicos, con una fotografía de la nota, al sindicato y los empleados les daría lástima, y así todas las disputas con la corporación se resolverían. Y entonces Japón y el mundo recordarían a mi hermano como un mártir y un gran hombre. O eso han dicho.
—¿Y usted qué les ha contestado, señor?
—No he dicho nada. No he parado de imaginarme la cara de mi hermano y a su mujer y sus hijos. He sido incapaz de hablar.
—Bueno, gracias por hablar con nosotros, señor —dijo Harry Sweeney—. Pero me temo que debo seguir importunándole y preguntarle si podemos hablar un momento con la señora Shimoyama. Ayer hablamos con ella, y nos gustaría darle el pésame, si es posible, señor.
—Por supuesto —dijo Tsuneo Shimoyama, levantándose—. Está arriba. Le acompañaré, señor Sweeney.
Harry Sweeney y Susumu Toda siguieron a Tsuneo Shimoyama fuera de la habitación al atestado pasillo. Atravesaron las lágrimas y las acusaciones. Subieron la escalera y entraron en la habitación. La misma habitación de la tarde del día anterior: la misma mesa de madera y el mismo armario grande. Ahora desprovista de esperanza, sin una oración, impregnada de dolor, empapada de duelo. Con su kimono oscuro, su rostro pálido y un retrato enmarcado de su difunto marido en la mesa baja delante de ella, la señora Shimoyama miró a Harry Sweeney, le clavó los ojos. Pero sus ojos no acusaban, solo suplicaban.
Que no estuviese pasando, no…
Que nada de eso fuese cierto.
Pero Harry Sweeney y Susumu Toda se arrodillaron ante la mesa baja e hicieron una reverencia ante la señora Shimoyama, ante el retrato de su marido, el retrato interpuesto entre ellos.
—Disculpe que la molestemos, señora —dijo Harry Sweeney—. Y perdónenos por entrometernos en un momento como este, pero queremos darle nuestro más sentido pésame, señora.
—Gracias —contestó la señora Shimoyama, desviando la vista de Harry Sweeney y Susumu Toda y mirando el retrato de su marido posado sobre la mesa. Con los dedos en el marco, los dedos en el cristal, dijo, susurró—: Cuando me enteré de que habían encontrado el coche en Mitsukoshi pero mi marido seguía desaparecido, cuando usted se estaba yendo después de estar aquí, supe que él estaba muerto. Lo supe entonces. En el fondo.
Harry Sweeney asintió con la cabeza, en silencio, esperando.
—Sé que mi marido a veces para en el banco de camino a la oficina. Sé que a veces va de compras a Mitsukoshi. Pero sabía que no habría ido a comprar ayer por la mañana. Ayer por la mañana no habría ido sin avisar. Nunca iba sin avisar, y menos cuando estaba tan ocupado. Estaba ocupadísimo, señor Sweeney.
—Lo sé —asintió Harry Sweeney.
—Entonces lo supe, ¿entiende? Supe que algo iba mal. El coche estaba en los grandes almacenes, pero mi marido no. Cuando usted estuvo aquí, cuando se estaba yendo, lo supe, lo supe sin más. Pero luego recibimos esa llamada telefónica, y entonces volví a tener esperanza.
Harry Sweeney se inclinó hacia delante ante la mesa baja. Ante el retrato, el retrato interpuesto entre ellos. Y preguntó:
—¿Qué llamada es esa, señora?
—¿No lo sabe? ¿No se lo han dicho?
—No, señora. Me temo que no.
—Alguien llamó ayer por la noche. Dijo que se había enterado de la noticia de mi marido por la radio, pero que mi marido había pasado por su casa y estaba bien, de modo que no había por qué preocuparse. Que no teníamos por qué preocuparnos por él.
—¿A qué hora fue eso, señora?
—No lo sé exactamente. Yo no cogí el teléfono. Lo cogió la señora Nakajima, nuestra criada. Vive con nosotros. Cogió el teléfono abajo. Pero fue poco después de las nueve, creo.
—¿Se identificó la persona que llamó? ¿Dio algún nombre?
—Sí, dijo que se llamaba Arima.
—¿Conoce usted a alguien llamado Arima, señora?
—Personalmente, no. Pero, un rato después de la llamada, me acordé de que mi marido había hablado una vez de un tal señor Arima. No recuerdo en qué contexto, pero estoy segura de que lo hizo. Y hay otra cosa, señor Sweeney…
—Sí, señora. Continúe…
—Bueno, ayer por la mañana, a las diez más o menos, yo misma atendí una llamada de alguien que dijo que se llamaba o Arima u Onodera. En realidad, estoy segura de que usó los dos nombres.
—¿Y qué le dijo?
—Me preguntó si mi marido había ido al trabajo como siempre.
—¿Y dice usted que eso fue a las diez más o menos, señora?
—Creo que sí. Ayer por la mañana llamó mucha gente, señor Sweeney. Todos preguntaban lo mismo: si mi marido había ido al trabajo como siempre. Llamadas de su oficina, de distintos colegas. No paraban de llamar…
—¿Dijo ese hombre algo más, señora?
—No, solo preguntó si mi marido había