Otra vez alguien mencionaba eso del «México real». A Cortés le pareció que no lo decía con rencor, sino con aflicción. Sopesó la situación. Él siempre había sido valiente, audaz, aunque en los últimos tiempos parecía un alma en pena. «A la mierda», se dijo, y comenzó a bajar la escalera desvencijada; mientras, con disimulo, como si el señor no se la hubiera visto ya, se quitó la corbata.
Cuando estrechó la mano del hombre, que devolvió el saludo con fuerza, se dio cuenta de que no era tan mayor como le había parecido desde arriba. Le comentó que se llamaba Pedro Azcarate y que tenía solo cuarenta y un años, pero que aparentaba más debido a su rostro ajado y a las manos arrugadas, fruto del duro trabajo de campesino. Cortés no pudo evitar compararlo con el financiero que le había llevado a México: Pedro Campo. Cayó en cuenta que tenía el mismo nombre y que tendrían una edad similar, pero estaba claro que las vidas de uno y otro habían sido muy diferentes.
—Yo obtuve un promedio de nueve y cinco en la prepa, ¿lo puede creer? ¡Un nueve y cinco! —repitió aireando los brazos—. Y no me sirvió para obtener ni beca ni billetitos, mientras muchos de esos chamacos que se pasean con sus lujosos carros pasaron de panzazo, pero ahora disfrutan de trabajos chidos y dineros que a nosotros se nos niegan por el mero hecho de haber nacido aquí —añadió señalando las barracas.
—Lo entiendo perfectamente —asintió Cortés—. Así también era en mi país en la época de mis padres. El mío ni siquiera pudo estudiar, y a duras penas aprobó el graduado escolar en la mili. Mi abuela, que en paz descanse, ni siquiera supo nunca escribir. De hecho, en parte, sigue habiendo cierta discriminación.
—¿Así que allá en España están igual que acá? —inquirió Pedro frunciendo el ceño.
—No, ahora la gente más humilde como yo sí ha tenido oportunidad de estudiar en la universidad gracias a las becas, y hemos conseguido, por lo menos algunos, acceder con mucho esfuerzo a un trabajo y una vivienda digna. Yo soy periodista.
—Ah, muy buenico eso, sí señor. Y ha venido usted acá de visita periodística.
—Sí, bueno —dudó Cortés—; ya sabe lo que decía Cervantes, que andar tierras y comunicar con diversas gentes hace a los hombres discretos.
—Y... ¿por qué estudió pa’ periodista? Si me dispensa la pregunta. Cortés suspiró tan fuerte que el eco pareció escucharse en toda la pradera.
—De pequeño ya devoraba los diarios —le confesó—. Me encantaba leer noticias, sobre todo las de carácter social. Algunas, las que tenían final feliz, me parecían como cuentos, y ya de mayor quise estudiar periodismo para contar historias. Sentía que así podía ayudar a construir un mundo mejor. Pero bueno, bobadas, ahora me limito a dorar la píldora a los ricos, así que no he podido caer más bajo. Las buenas noticias no venden, qué le vamos a hacer —concluyó resignado.
—Dicen que todo pasa por algo, así que si ha venido usted acá quizá es que el destino le muestra el camino —le replicó Pedro con filosofía, sin perder el paso firme con el que había encarado el sendero escabroso que transitaban—. Aquí tenemos historias para no dormir, algunas también muy bonitas, como la que le contaré ahorita mismo. Y muy contradictorias, pues en mi país tenemos al hombre más rico del mundo y más de la mitad de la raza en la pobreza, ¿lo puedes creer? —tuteándolo por primera vez.
—Es injusto —aseveró Cortés mientras subía por una escalera casi deshecha que les comunicaba con el resto de la ciudad.
Comenzó a ver casas muy pequeñas, rematadas con techo de lámina y tuberías para el desagüe improvisadas, formando una especie de calles sin pavimentar que le recordaron a las de Fuentesaúco, cuando veraneaba de pequeño.
—Por las noches no hay mucho alumbrado y no nos dan soluciones desde el gobierno. Si nosotros no nos apoyamos, nadie nos ayuda. —apuntó Pedro.
Cortés estuvo a punto de preguntarle por la becaria, pero se contuvo. Lo que sí tenía claro desde el principio era que aquella persona no le había mentido acerca de sus estudios; lo supo por su forma de hablar y argumentar. Siguieron conversando acerca de las condiciones casi infrahumanas en las que habitaban. Pedro Azcarate le contó que en el área había así unas cien personas, pero que quienes le podían informar mejor acerca de todo aquello eran los miembros de la familia Carmona, para los que trabajaba. Le explicó que el patrón, Emiliano Carmona, había muerto de un cáncer de próstata hacía poco, y que la enfermedad lo tuvo postrado en la cama durante los últimos meses de su vida.
—Tenía ochenta años y nunca había probado la leche de un cartón: siempre tomó la de sus vacas —le aseguró Pedro—. Se bañaba con un calentador de leña, aunque están prohibidos en la ciudad hace años, y al final de su vida solo comía tortillas elaboradas con el maíz que cosechaba en su parcela. Al lado del catre donde yacía, su hijo Gerardo se despidió de él haciéndole una promesa: «Conservaremos aquello por lo que ha luchado toda la vida, padre —le dijo—; es su legado». Sus vacas, su milpa, su tierra.
Llegaron a la pequeña construcción que le servía a Pedro de hogar; estaba rodeada de una frondosa parcela del tamaño de una cancha de tenis, que allí le decían «milpa», donde crecían plantas de maíz, avena y alfalfa. Limitaba con una valla que separaba su terreno de un puente elevadísimo, de más de medio centenar de metros de altura, que a su vez estaba flanqueado por tres torres ultramodernas construidas para albergar departamentos de lujo.
—La familia Carmona está formada por los últimos campesinos de Santa Fe, pero quizá pronto dejarán de serlo.
Cortés se acercó hasta la vivienda y echó una mirada a través de las ventanas de madera, pero no vio nada.
—Tienen que estar dentro. Quédate aquí mismito que ahorita aviso a mi señora de tu llegada —le pidió Pedro—. Estoy seguro de que les encantará recibir tu visita, nadie de fuera nos pela, ¡y menos un periodista!
Mientras esperaba Cortés miró a su alrededor. Aquello parecía otro mundo, por completo distinto del Santa Fe que había conocido por la mañana y durante el almuerzo. No tenía nada que ver. La curiosidad le pudo y, aunque sabía que no estaba bien, se adentró en un corral que había junto a la casa. En seguida invadió sus fosas nasales un penetrante olor que casi tenía olvidado, el típico hedor de las granjas, como a estiércol. ¡Cuántas veces se había sentado junto a su abuelo en la plaza mayor de Fuentesaúco, solo con el objetivo de ver cómo sus dueños llevaban cada tarde las vacas a pastar en el prado! De un tiempo acá las explotaciones ganaderas y lecheras habían tenido que ir cerrando y esa hermosa tradición, como tantas otras, se había perdido. Mientras acariciaba unos sacos amontonados en una esquina del inmenso corral, que parecían contener maíz del mismo tipo que antes había estado viendo plantar a Pedro, Cortés no pudo evitar que le invadiera una profunda nostalgia, aún más al pensar en su hija. Cómo le gustaría que estuviera allí con él, le hubiera encantado el lugar y con seguridad se habría puesto a dar de comer a los animales.
De improviso, le sobresaltó un ruido extraño que provenía del otro lado del recinto. Se quedó paralizado y lo volvió a escuchar. Era una especie de mugido, pero distinto al de las dóciles vacas del pueblo de su padre. Se acercó al lugar de donde procedía y vio aparecer delante de él a un mamífero enorme con dos grandes cuernos orientados en sentido lateral.
«¡Hostia! Eso es una vaca, ¿verdad? —se dijo—. Joder, parece ¡un toro!».
Era un animal alto de agujas, huesudo, con manos y patas recias y de un pelaje singular, de un color rojizo como colorado, con algunas manchas blancas. Su tono de piel se parecía mucho a un toro que le hizo un buen agujero en la pierna a su amigo Toni durante las fiestas de Fuentesaúco.
—¡Peeedrooo! —aulló Cortés, que pareció querer emular el grito de Penélope Cruz al entregar el Oscar al director manchego—. Tranquilo, guapo, tranquilo, que ya me marcho —le dijo a aquella testa con cuernos como si hablara con una persona. El cuadrúpedo comenzó a escarbar el suelo alfombrado de alfalfa mientras mugía.
«Esto no puede ser