Cortés siguió contemplando aquellos edificios majestuosos, mientras escuchaba al taxista. Villoro era un pozo de sabiduría. El periodista estaba asombrado por la vistosidad del paisaje urbano y lo bien conservadas que lucían las avenidas y zonas ajardinadas que flanqueaban las construcciones a ambos lados del paseo.
—Y de que vimos cosas tan admirables no sabíamos que decir —recitó Cortés en tono solemne—, o si era verdad lo que por delante parescía que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas, y veíamoslo todo lleno de canoas y en la calzada muchos puentes de trecho en trecho, y por delante estaba la gran Ciudad de México.
—Ay, compadre, me deja con la boca abierta… Cortés soltó una carcajada.
—Es un pasaje de La Crónica Verdadera de la Conquista de Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo.
—Ah, claro, uno de los soldaditos que acompañó a Hernán Cortés —asintió Villoro.
—Así es.
—Pues lo recita usted con palabras del castellano antiguo y todo… un güerito con muy buena memoria, sí señor. Parece usted la Salander, esa de las novelas del escritor sueco fallecido, acuérdese usted, señor Cortés, que hay dos Méxicos, y que uno y otro conviven y se solapan, se sobreponen el uno al otro, y es la unión de ambos lo que define nuestra tierra.
—Lo tendré en cuenta —repuso Cortés.
Cuando llegaron a la sede del banco, situada en el edificio Calakmul, Cortés se quedó con la boca abierta. La construcción era imponente, un diseño moderno con fachada interior acristalada y exteriores de piedra blanca formando enormes círculos.
—¿Ve usted, compadre, porqué le llamamos la Lavadora? —le dijo el taxista.
Cuando Villoro detuvo el vehículo, Cortés se despidió de él ofreciéndole la mano de manera afectuosa.
—No deje de llamarme cuando necesite que lo lleve a algún sitio.
—Cuente con ello —le prometió el periodista.
***
«Este tío podría ser el topo —pensó Cortés observando al joven becario que tenía a su izquierda—; es más, ¡tiene que ser él!».
El periodista examinaba todo a su alrededor mientras degustaba unos deliciosos camarones con coco, acompañado de una docena de personas desconocidas hasta hacía cuatro horas escasas: todos trabajaban en el banco. Entre ellos estaba su cúpula comercial y financiera que, a su vez, no dejaba de escrutarlo. Se suponía que la misión que le habían encomendado era secreta, pero ya no estaba seguro después de todo lo que había visto esa mañana, durante las entrevistas que había llevado a cabo. Al poco de llegar, Cortés empezó a sentirse como un póster de Megan Fox en una cacharrería, al percibir cómo le escudriñaban los ojos de todos los presentes.
«Serán imaginaciones mías», se consoló.
El almuerzo lo había organizado el propio Pedro Campo desde la mansión del Maresme, que habló uno por uno con los comensales para asegurarse de que asistirían sus principales sospechosos junto a los responsables de otras áreas de la entidad.
«A éstos entrevístales y sé amable, pero no pierdas el tiempo con ellos. El topo, por narices, está dentro de la dirección comercial, son los únicos que tienen acceso a la información filtrada a la competencia», le había advertido Campo minutos antes mediante mensajes de WhatsApp.
Por lo menos, unos quince pares de ojos le habían estado observando durante toda la mañana como si fuera un bicho exótico.
La primera persona que le presentaron fue el arquitecto del edificio, quien le explicó su diseño con lujo de detalles. Fue inaugurado en 1997, y hacía alusión a la antigua y majestuosa ciudad maya de Calakmul, en el estado de Campeche, ya que cada uno de los elementos que lo conformaban era la imagen de una deidad. Entusiasmado, Agustín Hernández le comentó que transmitía un simbolismo fabuloso:
—El cuadrado es la tierra y el círculo, el cielo —le indicó el arquitecto mientras Cortés se ponías las gafas para que no le deslumbrara el sol, que empezaba despuntar detrás de las nubes—. Son símbolos que han existido a través del tiempo y el espacio: en la época de Zoroastro, en los países islámicos, entre los mayas, los chinos, los aztecas, etcétera. Es increíble la abstracción de esa unidad; en ese edificio, a veces, parece que hay una esfera dentro de un cubo —remarcó fascinado ante la inexpresiva mirada de Cortés.
—Muy bonito —contestó él—. Imponente, el edificio. —«Pero yo no he venido a que me den una lección de arquitectura, sino a centrarme en mis pesquisas», pensaba a la vez que asentía con la cabeza.
Por último, el arquitecto le mostró los numerosos premios que había recibido el edificio.
En ese momento, apareció el country manager, que parecía estar buscando a Cortés, y cuyo rostro se iluminó al verlo.
—Hombre, estaba usted aquí —le dijo abriendo los brazos.
Se llamaba Jesús González. Era un español alto, moreno y de mediana edad con el que Cortés ya había mantenido la primera entrevista. Resultó un fiasco en toda regla, pues apenas le sacó información útil, ni siquiera para el reportaje y aún menos para obtener alguna pista. Pero, además, aquel sujeto le hizo más preguntas sobre España que al revés y, para colmo, cuando solo llevaban unos doce minutos de encuentro, su secretaria les había interrumpido diciendo que él tenía que atender una llamada importante.
El directivo le emplazó a continuar más tarde la reunión, pero no fue posible pese a la insistencia de Cortés. Sentía que el tal González le ocultaba algo, lo notó cuando le preguntó por el currículo de su equipo comercial, Cortés quería aclarar cuándo y cómo había llegado todo el personal bajo su mando. El country manager se mostró nervioso y evasivo.
Cortés trató de quitarse todo aquello de la cabeza y relajarse con la comida.
—En España tuvimos al bueno de Camarón de la Isla, supongo que les suena... el gran cantaor gitano, aunque estos camarones empanizados están más buenos sin duda alguna —bromeó el periodista, tratando así de romper el hielo ante el silencio incómodo que se había establecido desde que se sentaron.
Una risa generalizada inundó la mesa. Un individuo muy bajito de estatura y con una gran barriga, que dijo llamarse Julián, respondió, diciéndole que él escuchaba de vez en cuando a Camarón de la Isla. Por su parte, América, una chica de edad similar a la suya y muy delgada comentó que le encantaban Camilo Sexto y José Luis Perales.
«Madre mía, ¡vaya gustos musicales que se gastan! Como los de mi abuela», pensó Cortés.
Delante tenía a otra mujer que se veía muy segura de sí misma.
—Sin duda, yo me quedó con el gran Sabina y sus provocadoras canciones —le dijo mirándole a los ojos, a la vez que chupaba una de las cabezas de camarón, despacio y con deleite. Justo él había replicado esa mañana a su amigo Toni con la canción Sin embargo del popular cantante: «De sobra sabes que eres la primera. Que no miento si juro que daría por ti la vida entera». En aquel momento tuvo que apartar la mirada ante las risitas malévolas cercanas. Había estado reunido con ella más tiempo que con los demás. Se llamaba Mitzi Vargas y era la subdirectora comercial.
Como su trabajo «oficial» consistía en realizar un amplio reportaje sobre las relaciones del banco con los principales colectivos con los que interactuaba, comenzó entrevistando a las cabezas visibles de la compañía: la dirección general, la financiera, la de recursos humanos, la de comunicación y relaciones institucionales y, por supuesto, a la dirección comercial. Recordó otra vez las palabras del financiero Pedro Campo: «Pégate a ellos como una lapa y gánatelos».
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