El término modernidad, como nos interesa desarrollarlo, no debe confundirse con “lo moderno”. Esto último tiene una interpretación más histórica que cultural. Lo moderno, según la descripción de Díaz (2005), “remite al siglo V de nuestra era y significa ‘actual’. En aquel momento, los cristianos eran modernos respecto de los paganos. Estos eran considerados antiguos” (p. 15). La modernidad, por su parte, se ha construido sobre las bases de aquello que Habermas (2006) llama El proyecto de la Ilustración, consistente en “desarrollar una ciencia objetiva, una moralidad y leyes universales y un arte autónomo acorde con su lógica interna” (p. 28). Entonces, durante la modernidad, que en términos generales comienza con el Renacimiento y concluye con la Segunda Guerra Mundial, tenemos una visión de la cultura condicionada por la ilustración y la ciencia.
Sin embargo, “como periodización histórica, la Edad Moderna ya es pasado. Los historiadores la ubican entre los siglos XV y XVIII3” (Díaz, 2005, p. 16). Para terminar de definir el contraste, Díaz concluye que al hablar de modernidad en el sentido que buscamos “nos referimos a un movimiento histórico cultural que surge en Occidente a partir del siglo XVI y persiste hasta el XX” (p. 16). Tanto para Díaz (2005) como para Habermas (2006), la modernidad se caracteriza por estar ligada a la idea de progreso iluminista y a la perfectibilidad del ser humano. En ese margen temporal, Díaz (2005) sostiene que “el espíritu de las luces (…) defendió la idea progresista de la historia. Concibió la cultura conformada por tres esferas: ciencia, moralidad y arte. Estas esferas se validaban, respectivamente, por medio de la verdad, el deber y la belleza” (p. 17).
Esa belleza, en el contexto de la modernidad, era estrictamente contemplativa. Es decir, cumplía una función decorativa. En este período, además, el teatro dramático era entendido como un divertimento y separaba sus expresiones artísticas según el binomio alta cultura–cultura popular. Así, el arte burgués, que era en definitiva el buen gusto y la cristalización del estatus social, tenía lugar en los grandes teatros a la italiana4 con sus galerías, sala y comodidad burguesa. Por su parte, la cultura popular era periférica, masiva y regularmente vista como un entretenimiento vacío y de mal gusto. En sus comienzos, el tango, el jazz, el sainete criollo y el cine eran espectáculos populares, de feria, que divertían, sobre todo, a la clase trabajadora.
Esta fase artística del proyecto moderno entra en crisis con el cambio de siglo y serán las vanguardias históricas las responsables de materializar ese quiebre mostrándose en contra del factor clave de producción durante la Revolución Industrial: el tiempo. Así,
La modernidad estética se caracteriza por actitudes que encuentran un centro común en una conciencia cambiada del tiempo. La conciencia del tiempo se expresa mediante metáforas de la vanguardia, la cual se considera como invasora de un territorio desconocido, exponiéndose a los peligros de encuentros súbitos y desconcertantes, y conquistando un futuro todavía no ocupado (Habermas, 2006, p. 21).
De todas, la vanguardia del surrealismo es la que más erosiona la idea de progreso iluminista, debido a que fue la última en surgir (y por lo tanto, la que condensa las innovaciones de las anteriores) y la más impactante política y socialmente. Pero las vanguardias no logran interpelar a la cultura popular y su discurso se queda en el ámbito académico y snob, siendo muchas veces criticado por incomprensible y rebuscado.
Las vanguardias reivindicaban un arte autónomo del poder político, es decir, un arte no funcional. Esa autonomía debía ser respecto de las instituciones que legitimaban el arte como una obra estética dirigida a la burguesía y a los círculos de poder. Puntualmente, las vanguardias históricas se pronuncian “contra la institución arte, entendida como el conjunto de agentes e instituciones que determinan qué es el arte y qué debe ser” (Dubatti, 2009, p. 171).
Aun así, las vanguardias se proyectan no solo contra la institución como legitimación de un determinado artista u obra, sino además contra el mismo sentido burgués del arte. En esta línea, Valéry (1990) ha definido el arte como “la calidad de la manera de hacer (cualquiera sea el objeto), que supone la desigualdad de los modos de operación, y por lo tanto de los resultados” (p. 192). Nótese que en esta definición no hay ninguna dimensión política o social atribuible al arte. Pues bien, es contra esta noción dominante (burguesa) que se enfrentarán las vanguardias históricas cuestionando la modernidad filosófica y sus presupuestos iluministas. Queda así puntualizada la estrecha relación entre arte y sociedad que perseguían los surrealistas en oposición al “arte por el arte”.
En resumen, durante este período que denominamos modernidad, “la cultura se asemejaba ahora a un mecanismo homeostático: una suerte de giroscopio que protegía al Estado nación de los vientos de cambio y de las contracorrientes, (…) mantenía el barco en su rumbo correcto” (Bauman, 2013, p. 16). El autor utiliza la definición en pasado porque el propósito de la cultura en la modernidad era ese: ser un factor de asimilación y no de crítica hacia el statu quo. Producto de la aparición de las vanguardias históricas, esa función se verá erosionada.
Pero ¿cómo llegamos al punto de quiebre que dará lugar al nacimiento de esta nueva cosmovisión? Será después de atravesar las tres heridas narcisistas de la humanidad descriptas por Freud y recuperadas por Díaz (2005):
La primera fue saber que no somos el centro del universo; la segunda, que no fuimos creados a imagen y semejanza de la divinidad; la tercera, que no actuamos guiados únicamente por la conciencia. La herida actual se produce al comprobar que la historia no dispone para nosotros ni emancipación, ni igualdad, ni sabiduría (p. 34).
Esta herida actual de la que habla la autora es la Segunda Guerra Mundial, que da como resultado las segundas vanguardias de la década del sesenta, es decir, la llegada a lo popular de la propuesta autonomista de las vanguardias históricas. La capital cultural del mundo5 se muda de París a Nueva York y muchos artistas deben emigrar llevando consigo sus lenguajes, mezclándolos y generando nuevas hibridaciones. En ese sentido, podemos hablar de la “era de las diásporas”, como puntualiza Bauman (2013), al definir la etapa actual de la sociedad global como “un infinito archipiélago de asentamientos étnicos, religiosos y lingüísticos (…)” (p. 35). Este mundo de diásporas es la posmodernidad en su mejor expresión.
Entonces, el paso de la modernidad a esta nueva cosmovisión supone un cimbronazo muy fuerte para las instituciones, y la cultura, como campo simbólico, no permanece ajena. De hecho, la vieja dicotomía alta cultura–cultura popular empieza a ser cuestionada. Como sostiene Jameson (2006): “Se difuminan algunos límites o separaciones clave, sobre todo la erosión de la vieja distinción entre cultura superior y la llamada cultura popular o de masas” (p. 166). Y es en medio de este clima de época que aparece la gestión cultural como ámbito de pertinencia resultante entre los límites de la economía cultural y la sociología de la cultura. La revisión surge desde una parte de la academia, pero desde el mercado también, porque esta acción está imbuida en el macroproceso que ya mencionamos y “este es, quizá, el aspecto más perturbador desde un punto de vista académico, el cual tradicionalmente ha tenido intereses creados en la preservación de un ámbito de la alta cultura contra el medio circundante de gusto prosaico” (Jameson, 2006, p. 166).
Dependiendo del autor, como hemos dicho antes, este nuevo período cultural puede recibir diferentes nombres. Definirlo es una tarea que nos excede, pero valga decir que:
Simplificando al máximo, se tiene por posmoderna la incredulidad con respecto a los metarrelatos. (…) Al desuso del dispositivo metanarrativo de legitimación