Ese distinguido caballero sigue observándome, de manera sigilosa. Me inquieta un poco lo que he leído y el final del Barbarino. Regreso al tiempo que pasé en su servicio o, mejor dicho, bajo su “dictadura”. En realidad, no me arrepiento. Humanamente debería lamentar su fallecimiento, pero la verdad es que no lo puedo hacer. Después de todo lo que había escrito y hecho por él, no había podido conseguirme un puesto permanente en la universidad. Afirmaba que me lo merecía, sobre todo por el curriculum de estudio, pero siempre había alguien con méritos extraacadémicos que iba antes que yo. Hice bien en alejarme de ese mundo. Al llegar a Fiumicino, voy a la aduana con los documentos turcos. Afortunadamente, en Italia todo es más simple, solo colocan un par de sellos. Debo haberlo visto en una película: un traficante de drogas usa ataúdes de los soldados estadounidenses que murieron en batalla, para introducir drogas de contrabando a Estados Unidos. En mi caso, nadie se daría cuenta. No abren la caja sellada y el único perro antidrogas está echado en una esquina.
Le dio el cerficado del anatomopatólogo. «Dijeron que lo entregara para que lo remitiera a la Policía del Estado».
«No se preocupe» responde el funcionario de aduanas, «nosotros nos ocupamos».
Coloca los papeles en una enorme pila a su izquierda, donde los documentos parecen estar abandonados por meses.
No importa si no investigan esa muerte. Antes de salir, hago una última pregunta. «¿Ahora qué debo hacer con el ataúd?»
«¿Usted es pariente?» pregunta diligente el empleado.
«No, digamos… un amigo».
«Entonces, debe entregárselo a los herederos». Es la sentencia final del funcionario.
Salgo aún más confundido. Entre la multitud, veo un cartel con mi apellido. Siempre he deseado que alguien me estuviera esperando en el aeropuerto con un cartel claramente visible.
Me acerco. «Buenos días, soy Francesco Speri».
«Lo estábamos esperando» responde una mujer de unos sesenta años, con una fingida cortesía. «Gracias por todo lo que ha hecho por nosotros».
Ante mi mirada inquisitiva, la señora hace señas para que se acerce un joven. Se presenta. «Grazia Barbarino, un placer. Soy la hermana del pobre Luigi Maria y él es mi hijo. Hemos venido a darle un digno entierro a nuestro amado».
«El tono hogareño y la manera perfecta no me inspiran simpatía. ¿Tuvo un buen viaje?», pregunta la señora, no tan interesada en la respuesta.
«Le ofrezco mi más sentido pésame».
Ninguno de los dos parece realmente apesadumbrado. Yo tampoco. De hecho, estoy feliz de deshacerme del cuerpo.
«Gracias por todo una vez más» reitera el joven.
En realidad ellos podrían haber ido a Turquía. Intento que ese pensamiento no sea visible en mi rostro. «De nada. Era lo mínimo que podía hacer después de tantos años…»
«Sí, sí, me imagino» interrumpe la señora.
«Le doy una copia del informe anatomopatológico, en caso quiera llevárselo a su abogado» agrego, vocalizando cada palabra.
A pesar de la expresión curiosa del joven, la mujer coge el documento sin siquiera dignarse a mirarlo. También lo dejará de lado. Con un último asentimiento de condolencia, me despido del extraño grupo y me dirijo al tren.
Llego a casa alrededor de las 19:30, después de tomas el colectivo desde la estación de Sinalunga en Bettolle. Estoy feliz de estar de vuelta en la tranquilidad del pueblo en el que vivo desde que obtuve la beca de investigación en la Universidad de Siena.
Dejo la maleta y, de inmediato, bajo della vecina para recuperar mi gato. Lo había dejado con ella por estos días. Me abre la puerta un niño de unos 5 o 6 años.
«Hola, ¿está la abuela?»
El niño contesta: «¿Cómo se dice?»
Me quedo sin palabras.
«Mamá dice que siempre se tiene que decir por favor».
«Tiene razón. Entonces, niño hermoso, ¿está la abuela, por favor?»
«Pero, ¿cuál es mi nombre?»
De hecho, nunca lo he sabido. «¿Cómo te llamas?»
El pequeño torturador sonríe. «¡No te lo diré!»
«Dímelo, vamos».
«¿Y qué me das?» pregunta firme.
Y, luego, mis padres se sorprenden de que no quiera tener hijos. «¿Un caramelo?»
«Mamá dice que nunca debo aceptar caramelos de desconocidos».
«Pero yo no soy un desconocido. Vivo aquí arriba».
El niño extiende su mano derecha, le ofrezco un dulce de miel y menta que, afortunadamente, tenía en el bolsillo.
«Ahora, ¿me dices cómo te llamas?»
El niño cruza los brazos e inclina la cabeza hacia adelante.
«Gian…luca».
«Bueno Gianluca, ¿está la abuela?»
«Aunque no hayas dicho por favor» señala. «Pero, ¿cómo se llama mi abuela?»
Sabía que me iba a hacer esta pregunta, pero no recuerdo su nombre. «¿Federica?»
«No».
«¿Elisabetta?» adivino.
«Tibio» sonríe, contento por el nuevo juego.
«¿Elisa?»
«Caliente».
«Ahora escúchame bien. Querido Gianluca, ¿tu abuela Elisa está en casa… por favor?»
«No» y me tira la puerta en la cara.
Mientras me quedo confundido delante de la puerta, me acuerdo de una escena de Caro diario de Nanni Moretti. Él esta de vacaciones en la isla de Salina cuando llama a unos amigos; un niño, antes de pasarle la llamada a sus padres, lo obliga a imitar a varios animales. Por suerte Elisa había escuchado todo. «Francesco, bienvenido, ¿cómo le fue?»
«Fuera de unos retrasos burocráticos…»
Sonríe. «Pallino se ha portado bien. Aquí está. Míralo, te ha escuchado».
Un gato blanco regordete se asoma detrás de las piernas de la vecina y me saluda con u gemido, casi de reproche.
«Gracias una vez más, no habría sabido dónde dejarlo».
Regreso a casa con el gato en brazos. Después de una agradable cena, ambos nos vamos a dormir cansados. Estos días también habrán sido una aventura para él, en una casa que no es la suya.
Martes 20 de julio
«Bienvenido al trabajo, ¿fueron buenas las vacaciones?» pregunta el director en cuanto entro a la sucursal de Montepulciano Stazione.
Ah sí, no lo había dicho todavía. Después de dejar mi puesto como profesor en la universidad, terminé trabajando como agente bancario en ventanilla. No era lo mejor, ¡era un puesto fijo!