Historia de un chico. Edmund White. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edmund White
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878473024
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       HISTORIA DE UN CHICO

      EDMUND WHITE

      Traducción de Mariano López Seoane y Mauro Gentile

Blatt & Ríos

      A Christopher Cox

      UNO

      Estamos yendo a dar un paseo de medianoche en lancha. Es una noche de verano fría y despejada, y los cuatro –los dos chicos, mi padre y yo– bajamos las escaleras que descienden en zigzag por la colina desde la casa hasta el muelle. Old Boy, el perro de mi padre, sabe adónde nos dirigimos; se apresura por la pendiente a nuestro lado, mira para atrás, resopla y arranca un pedazo de hierba mientras gira sobre sí mismo.

      —¿Qué pasa, Old Boy? ¿Qué pasa? —dice mi padre sonriendo ligeramente, encantado de excitar al perro, al que siempre llamó su mejor amigo.

      Yo iba abrigado, con un suéter y un rompevientos sobre las quemaduras de sol del día. Mi padre se detuvo para examinar los dos últimos escalones que llegaban al camino que unía las casas de nuestro lado del lago. Había instalado los nuevos escalones por la tarde: unas tablas nuevas colocadas verticalmente para contener la tierra y la arena, cada una apuntalada por cuatro estacas de madera clavadas en el suelo. Era cuestión de tiempo que los escalones se hundieran y se salieran de su sitio, y habría que volver a colocarlos. Cada vez que volvía de nadar o volvía en lancha del supermercado del pueblo, pasaba y lo veía agachado sobre sus escalones eternos, o subido a la escalera, pintando la casa, o escuchaba la sierra eléctrica dando guerra en el garaje, en lo alto de la colina.

      Mi padre consideraba a las visitas molestias a las que había que mantener entretenidas todo el tiempo. La expedición de esa noche era sólo una obligación. Pero los niños, los hijos de nuestros invitados, no se daban cuenta de la falta de entusiasmo de la ocasión y pensaban que era emocionante estar despiertos a esa hora. Habían corrido hasta el agua mientras yo, obediente, me quedaba junto a mi padre, que peinaba los peldaños con la luz de la linterna. Los niños hicieron una carrera hasta el final del muelle, golpeando las tablas con los pies. Old Boy los siguió, pero después volvió a buscarnos. Kevin amenazaba con empujar a su hermano pequeño al agua. Chillidos, respiraciones, un forcejeo y luego calma, seguido por el sonido de dos chicos que se limitaban a existir.

      Mientras mi padre y yo bajábamos, su linterna se desvió hacia el agua, asustando a un cardumen de piscardos e iluminando varias franjas de arena. La lancha Chris-Craft, que estaba amarrada a la pata corta de la L que formaba el muelle, era grande, pesada e imponente. Estaba cubierta por dos lonas: una cuadrada con las esquinas redondeadas cubría los dos asientos delanteros; y la otra, un rectángulo perfecto más pequeño, protegía el asiento de la popa del motor, que yacía oculto y desprendía un olor a gasolina, bajo las puertas dobles de madera con bordes de cromo. Las lonas, mientras desenganchaba las arandelas y las doblaba por los pliegues, tenían un olor familiar a paño ácido. Ni mi padre ni yo nos movíamos con mucha gracia en el barco. A los dos nos daba miedo el agua: a él porque no sabía nadar, y a mí porque le tenía miedo a todo.

      El rasgo más característico de mi padre era el cigarro que sostenía siempre entre los dientes, pequeños y manchados. Como lo normal era que estuviera en una casa, en una oficina o en un coche con aire acondicionado, se aseguraba de que el humo y el olor se filtraran uniforme y densamente en cada rincón de su mundo, sometiendo a quienes lo rodeaban. Quizás, como un padre zorrino, nos estaba impregnando con su hedor protector.

      Aunque hacía fresco y llevaba un suéter y una campera, iba en bermudas, y el viento me ponía la piel de las piernas de gallina mientras instalaba un mástil de madera con una bandera en la popa del barco, un accesorio patriótico prohibido por las noches pero que resultaba necesario por la luz blanca que brillaba en lo alto. Para mí era un misterio cómo podía recorrer la electricidad el mástil en cuanto lo enchufaba. No me atrevía a pedirle a mi padre una explicación por miedo a que me la diera. Los asientos de cuero estaban fríos, pero la carne, piel con piel, no tardó en calentarlos.

      Separarnos del muelle nos provocaba mucha ansiedad (y el amarre era aún peor). Mi padre, que de joven había sido vaquero en Texas, se reía ante tornados y serpientes cascabel, pero todo lo relacionado con este medio extraño –frío, sin fondo, resbaladizo– lo sobresaltaba. Llevaba puesta su ridícula gorra de “capitán” (toda su ropa informal era ridícula –una broma, en realidad– como si el ocio tuviera que ser absurdo de por sí). Estaba medio agachado detrás del volante. Los motores se sacudían, el faro de la proa daba vueltas, la punta roja de su cigarro latía. Yo me había bajado al muelle para desatar las sogas, las había arrojado adentro y había saltado de vuelta a la lancha; ahora estaba agachado detrás de mi padre. Empuñaba una vara larga con un gancho en un extremo, de esas que se usaban para abrir las ventanas altas en las escuelas sofocantes de primaria. Mi tarea consistía en apartarnos de forma segura del embarcadero antes de que mi padre pusiera en marcha los motores que se esforzaban por funcionar. Era humillante. Otros hombres atracaban sus lanchas con un solo movimiento, se alejaban de los muelles con una maniobra sencilla y elegante, mientras charlaban todo el tiempo, y sus hijos iban de un lado para otro de la cubierta laqueada, como monos ágiles, bromeando y riendo.

      Nos habíamos puesto en marcha. La lancha arremetía con tanta fuerza que nos empujaba contra los asientos. Peter, el hermano de Kevin de siete años, iba en el asiento de atrás, con el pelo al aire bajo la bandera ondulante y la boca abierta para gritar con un terror del que disfrutaba, aunque el sonido se perdía en el viento. Agitaba un brazo delgado y se aferraba con la otra mano a una manija de cromo; aun así, se erguía con rigidez cuando chocábamos con la estela de otra lancha. Nosotros íbamos dejando atrás nuestra propia estela por la proa. La noche, costurera decidida, alimentaba la tela del agua bajo la aguja de nuestro casco, incesante, firme; pero la lancha no cosía el agua, sino la rasgaba en jirones blancos. A lo largo de la costa, asomaban de vez en cuando las luces de algunas casas entre los pinos, tan fugaces como las estrellas que vislumbrábamos a través de las nubes del cielo. Pasamos junto a un bote de pescadores que tenía el ancla echada y una única lámpara de querosén; uno de ellos agitó el puño en nuestra dirección.

      El lago se estrechaba. A la derecha se encontraba el campo de golf de nueve hoyos (sabía que estaba ahí, aunque no podía verlo) con su Club House en ruinas, sus sillones de mimbre pintados de verde y su mecedora de cadenas chirriantes en el porche. Íbamos allí una vez al mes, bastante tarde, para la cena del domingo; nuestra ropa no era la apropiada, nuestras conversaciones eran demasiado superficiales y directas, y el cigarro se convertía en un brasero mugriento para protegerse de la helada social que se avecinaba.

      El cigarro de mi padre se apagó y detuvo la lancha para volver a encenderlo. Desde nuestra posición, elevada y ventosa, fuimos bajando paulatinamente, con el motor reducido a una leve vibración. Cuando el tubo de escape emergió por encima del nivel del agua, emitió un quejido brusco.

      —¡Madre mía, me he empapado! —gritaba Peter como un soprano—. ¡Estoy congelándome! ¡Caramba, me diste mi merecido!

      —¿Demasiado para ti, amiguito? —le preguntó mi padre riendo. Me guiñó el ojo.

      Mi padre solía llamar a los hijos de los invitados (y, a veces, a los padres) “amiguito”, porque nunca conseguía recordar sus nombres. Old Boy, que había ido con los ojos entrecerrados por el viento, ya que le sobresalía la cabeza del parabrisas, saltaba alegremente entre los asientos para recibir una palmada de su amo. Kevin, sentado justo detrás de mi padre, dijo:

      —Sí que estaban furiosos esos pescadores. Yo también me habría enfadado si alguien con semejante lancha me asustara a los peces.

      Mi padre hizo una mueca, y luego refunfuñó algo sobre que no tenían por qué meterse…

      Estaba dolido.

      Yo estaba horrorizado por la franqueza de Kevin. En esos momentos, los ojos se me llenaban de lágrimas de compasión impotente por mi padre: ¡ese déspota inválido, ese hombre que se metía con todo el mundo pero sufría las consecuencias con un corazón tierno e inculto! Las lágrimas también brotaban cuando tenía que corregir a mi padre cuando se equivocaba en sus afirmaciones. Normalmente yo me evitaba la molestia,