En efecto, los hombres de experiencia saben bien que tal cosa existe, pero no saben el porqué; los hombres de arte, por lo contrario, conocen el porqué y la causa. Y así afirmamos con certeza que los directores de obras, cualquiera que sea el trabajo de que se trate, tienen más derecho a nuestro respeto que los simples operarios; tienen más conocimiento y son más sabios, porque conocen las causas de lo que se hace; mientras que los operarios se parecen a esos seres inanimados que obran, pero sin conciencia de su acción, como el fuego, por ejemplo, que quema sin saberlo. En los seres inanimados, una naturaleza particular es la que produce cada una de estas acciones; en los operarios es la costumbre. La superioridad de los jefes sobre los operarios no es debida a su habilidad práctica, sino al hecho de poseer la teoría y conocer las causas. Añádase a esto que el carácter principal de la ciencia consiste en poder ser transmitida por la enseñanza. Y así, según la opinión general, el arte, más que la experiencia, es ciencia; porque los hombres de arte pueden enseñar, y los hombres de experiencia no. Por otra parte, ninguna de las acciones sensibles constituye a nuestros ojos el auténtico saber, bien que sean el fundamento del conocimiento de las cosas particulares; pero no nos dicen el porqué de nada; por ejemplo, no nos enseña por qué el fuego es caliente, sino solo que es caliente.
No sin razón, el primero que inventó un arte cualquiera, por encima de las nociones vulgares de los sentidos, fue admirado por los demás, no solo a causa de la utilidad de sus descubrimientos, sino a causa de su ciencia, y porque era superior al resto. Las artes se multiplicaron, aplicándose las unas a las necesidades, las otras a los placeres de la vida, pero siempre los inventores de que se trata fueron considerados como superiores a los de todas las demás, porque su ciencia no tenía la utilidad por fin. Todas las artes a las que nos referimos estaban inventadas cuando se descubrieron estas ciencias que no se aplican ni a los placeres ni a las necesidades de la vida. Nacieron primero en aquellos puntos donde los seres humanos gozaban de reposo. Las matemáticas fueron inventadas en Egipto, porque en este país se dejaba un gran esparcimiento a la casta de los sacerdotes.
Hemos asentado en la Moral la diferencia que hay entre el arte, la ciencia y los demás conocimientos. Todo lo que sobre este punto nos proponemos decir ahora, es que la ciencia que se llama Filosofía es, según la idea que por lo general se tiene de ella, el estudio de las primeras causas y de los principios.
Así pues, como acabamos de señalar, el hombre de experiencia parece ser más sabio que el que solo tiene conocimientos sensibles, cualesquiera que ellos sean: el hombre de arte lo es más que el hombre de experiencia; el operario es aventajado por el director del trabajo, y la especulación es superior a la práctica. Es, por tanto, evidente que la Filosofía es una ciencia que se ocupa de ciertas causas y de ciertos principios.
Parte II
Puesto que esta ciencia es el objeto de nuestras investigaciones, examinemos de qué causas y de qué principios se ocupa la filosofía como ciencia; cuestión que se aclarará mucho mejor si se analizan las diversas ideas que nos formamos del filósofo. En principio, concebimos al filósofo principalmente como conocedor del conjunto de las cosas, en cuanto es posible, pero sin tener la ciencia de cada una de ellas en particular. De inmediato, el que puede llegar al conocimiento de las cosas difíciles, aquellas a las que no se llega sino venciendo graves dificultades, ¿no le llamaremos filósofo? En efecto, conocer por los sentidos es una facultad común a todos, y un conocimiento que se adquiere sin esfuerzos no tiene nada de filosófico. Finalmente, el que tiene las nociones más rigurosas de las causas, y que mejor enseña estas nociones, es más filósofo que todos los demás en todas las ciencias; aquella que se busca por sí misma, solo por el ansia de saber, es más filosófica que la que se estudia por sus resultados; así como la que domina a las demás es más filosófica que la que está supeditada a cualquiera otra. No, el filósofo no debe recibir leyes, y sí darlas; ni es necesario que obedezca a otro, sino que debe obedecerle el que sea menos filósofo.
Tales son, en suma, los modos que tenemos de concebir la filosofía y los filósofos. Ahora bien; el filósofo, que posee a la perfección la ciencia de lo general, posee por necesidad la ciencia de todas las cosas, porque un hombre de tales circunstancias sabe en cierta manera todo lo que se encuentra comprendido bajo lo general. Pero puede decirse también que es muy difícil al ser humano llegar a los conocimientos más generales; como que las cosas que son objeto de ellos se encuentran mucho más lejos del alcance de los sentidos.
Entre todas las ciencias, son las más estrictas las que son más ciencias de principios; las que recaen sobre un pequeño número de principios son más estrictas que aquellas cuyo objeto es múltiple; la aritmética, por ejemplo, es más estricta que la geometría. La ciencia que estudia las causas es la que puede enseñar mejor, porque los que explican las causas de cada cosa son los que con certeza enseñan. Finalmente, conocer y saber con el solo objeto de saber y conocer, tal es por excelencia el carácter de la ciencia de lo más científico que existe. El que desee estudiar una ciencia por sí misma, escogerá entre todas la que sea más ciencia, puesto que esta ciencia es la ciencia de lo que posee de más científico. Lo más científico que existe lo constituyen los principios y las causas. Por su medio conocemos las demás cosas, y no conocemos aquellos por las demás cosas. Porque la ciencia soberana, la ciencia superior a toda ciencia subordinada, es aquella que conoce el porqué debe hacerse cada cosa. Y este porqué es el bien de cada ser, que tomado en general, es lo mejor en todo el conjunto de los seres.
De todo lo que acabamos de exponer sobre la ciencia misma, se infiere la definición de la filosofía que buscamos. Es forzoso que sea la ciencia teórica de los primeros principios y de las primeras causas, porque una de las causas es el bien, la razón final. Y que no es una ciencia práctica lo prueba el ejemplo de los primeros que han filosofado. Lo que en un principio movió a los seres humanos a hacer las primeras investigaciones filosóficas fue, como lo es hoy, la admiración. Entre los objetos que admiraban y de que no podían darse razón, se aplicaron primero a los que estaban a su alcance; después, avanzando paso a paso, quisieron explicar los más grandes fenómenos; por ejemplo, las diversas fases de la Luna, el curso del Sol y de los astros y, por último, la formación del Universo. Buscar una explicación y admirarse, es reconocer que se ignora. Y así, puede decirse que el amigo de la ciencia lo es en cierta manera de los mitos, porque el asunto de los mitos es lo maravilloso. Por consiguiente, si los primeros filósofos filosofaron para librarse de la ignorancia, está claro que se consagraron a la ciencia para saber, y no por miras de utilidad. El hecho mismo lo prueba, puesto que casi todas las artes que tienen relación con las necesidades, con el bienestar y con los placeres de la vida, eran ya conocidas cuando se iniciaron las indagaciones y las explicaciones de este género. Está, por lo tanto, claro que ningún interés extraño nos mueve a hacer el estudio de la filosofía.
Así como denominamos hombre libre al que se pertenece a sí mismo y no tiene dueño, en igual forma esta ciencia es la única entre todas las demás que puede llevar el nombre de libre. Solo ella efectivamente depende de sí misma. Y así con razón debe mirarse como cosa sobrehumana la posesión de esta ciencia. Porque la naturaleza del ser humano es esclava en tantos aspectos, que solo Dios, hablando como Simónides, debería disfrutar de este precioso privilegio. Sin embargo, es indigno del ser humano no ir en busca de una ciencia a que puede aspirar. Si los poetas tienen razón diciendo que la divinidad es capaz de envidia, con ocasión de la filosofía podría aparecer principalmente esta envidia, y todos los que se elevan por el pensamiento deberían ser desventurados. Pero no es posible que la divinidad sea envidiosa, y los poetas, como dice el proverbio, mienten