La khátarsis timidocéntrica incursiona desazonante en el reino de las hadas. En ese archipiélago de mujeres, en esa hidrografía femenina, en esa galería de hembras-isótopos en busca de saturación, en ese grupo ilustre por ello que florece al mismo tiempo que el de los varones pero aparte (el ligamento entre ambos sería Hernán el Conquistador Cortés), sólo hay hadas buenas y hadas malas. Todas ellas, muy polarizadas, pueblan el territorio inexplorado de la emoción, la envidiable emoción a flor de piel por fin asequible. Entre las hadas buenas se cuentan las jóvenes habitantes de la casa (la pueril criadita juguetona en primerísimo lugar aunque incidental) y la de nueva adquisición Paz. Y entre las hadas malas todas las caricaturescas señoras circundantes y las oficinistas rechazantes (aunque éstas hacia el final se vuelvan buenas). Disyuntivo condicionante significativo de la tentación y la alteridad: el mundo en femenino era la tentadora inalcanzable semejanza identificadora.
La khátarsis timidocéntrica incursiona inquieta en el imperio de los ogros. En esa sierra brava de hombres recios, en esa orografía masculina, en ese irresistible desfile de elementos saturados de todos tan temidos y atraídos, en ese grupo ilustre por ello que florece al mismo tiempo que el de las hembras pero aparte (el ligamento entre ambos sería el valiente que no quita lo Cortés Delgado), sólo hay ogros bonachones y ogros ambiguos, pero todos ellos lo son al mismo tiempo, como después lo sería el ogro filantrópico o Estado providente en la sociopolítica poético-ensayística de Octavio Paz. Integran el dominio de la afectividad sin mayor prontitud ni inminencia. Los varones son demasiado lejanos, distintos, como el ardido hermano atolondrado que husmea la obra teatral en proceso de Hernán (para burlarse de sus inocultables claves autobiográficas: “Tú eres... y Marco es...”) o el jefazo ambagioso de nombre tan kitsch como se pueda Don Plácido Sumarán, y pueden ser objetos de afecto, de amistad, de compañía, pero sobre todo de previsión y provisión. Estarán dominados por la ambivalencia, como Don Pancho, padrino buenaonda y competidor maldito, pero no así su arpía hermana Lupe, la más mala y ambiciosa-rapiñosa de las hadas malas de la localidad. Sin embargo, dentro de este mundo de ideas, el máximo objeto viril sería la figura de la madre dueña de panadería Pilar, por fuerte, cercana, providente, ambigua y, como su nombre lo indica, pilar de la familia y del sustento al frente de la panadería que es fuente de la economía doméstica, con mentalidad masculina y conductas viriles y atisbadas urgencias insatisfechas o mal satisfechas, con grandes esfuerzos y demandas para los miembros del núcleo, la patroncita perdonavidas, un Padre padrone travestido en Madre madrona que se les escapó a los Hermanos Paolo y Vittorio Taviani (1977), pues Hernán le atiende el mostrador, en tanto que su hermano mayor le reparte el pan en grandes cestas que de repente quiere casarse (“¿Cómo piensas mantenerla, sabe la tal Paz que va a vivir con nosotros?”). Disuasivo condicionante significativo de la tentación y la alteridad: el mundo de la prepotencia viril era la tentadora inasible desemejanza deseada.
La khátarsis timidocéntrica se refresca para devolver cierta frescura a la envejecida expresión añorante. Así se remoza y adecenta un cauto y circunspecto alarde postrero de egocentrismo / egotismo / ego trip en juicioso tono menor de conmovedora poshicresía aguascalentense, hasta metamorfosearse en timidocentrismo / timidotismo / timido trip: la timidez como una de las bellas artes ínfimas, máximo esplendor de la belleza que se esconde hasta de sí misma y desorden magnífico de los sentidos hipersensibles. La autoponderación narcisista de Hermosillo no se limita a filmar sólo un trozo decisivo de su autobiografía, al revivir y narrar su coming on age enfocado a manera de Bildungsroman clásico tipo Goethe a nivel posradionovelero, sino que además el mismísimo realizador en deteriorada época actual se incluye hitchcockianamente como el receptor de boletos del cinematógrafo provinciano, para poder contemplar, un par de nuevas ocasiones, al sabelotodo chavo inquieto que fue, con mirada enternecida, en efecto un tanto envidiosa y desesperada a lo Giovanni Papini ficcional-autoconfesional, antes de presidir, también él mismo, su tranquilísimo Stationendrama limado, tanto como los trabajos de parto con antelación de algunas de sus películas más destacadas, pues, en rigor, según esto, pululando en la humilde Aguascalientes de su juventud, estaban ya presentes muchos de los personajes (decisivos, misteriosos) que habrían de poblar sus futuras ficciones, declaradas así en clase personal e imitativas de lo real, puesto que una tanda de insertos oportunos irá remitiendo, en desfile remiso, a ciertos highlights de esas cintas, cual diminuta antología explicativa, máxima levedad del ser creador por preferencia y sobrepua, autocitas impúdicas en ostentoso recuento que quisiérase carnavalesca secuela de notas audiovisuales al pie de página, aunque por montaje disyuntivo. La madre amorodiada Pilar anticipa a la ultraprejuiciosa progenitora terrible (“Ni que estuviera loca”) que devoraba cual planta carnívora (interpretada por la excelentísima María Guadalupe Delgado: la auténtica madre del autor total cuequero Jaime Humberto Hermosillo Delgado debutando justo al cumplir la treintena) a su hijo con vida conyugal reacia al matrimonio en el ejercicio fílmico avanzadísimo para su época Los nuestros (1972), la maestra de taquimecanografía Miss Berenice (Zaide Silvia Gutiérrez) acaso preveía a la terrible solterona rayamingitorios e incendiaria homónima (Martha Navarro) de La pasión según Berenice (1975), la glamurosa compradora de boletos para la rifa de reloj en la peluquería Adriana Bejarano (María Oznola) prometía a la desazonante hermafrodita rompesquemas (Isela Vega) de Las apariencias engañan (1977), y hasta la receptora de la ventanilla de la Oficialía de Partes cuya plática hay que evitar como la peste porque de inmediato va a preguntar a los desconocidos si no han visto a su hijo marinero auguraba a la preguntona deshijada loquita (Ana Ofelia Murguía) de un depto tlatelolca pronto inundado por el Naufragio (también de 1977). Al implícito grito nietzscheano (“Hombre aviva el seso / ¿qué te dice la profunda medianoche?”) afeminándose a lo Gide y con inmodestia que envidiaría Walt Whitman Delgado, así el realizador revisa su opera omnia, por supuesto para celebrarse, cantarse a sí mismo y ofrendar las curiosas claves no pedidas de sus filmes. La timidez enhiesta sabe que los sueños de adolescencia se quedan muchas veces en meros sueños, porque es su deber, vocación y destino.
La khátarsis timidocéntrica jamás niega la anacrónica cruz derivativa fílmica de su parroquia. Antes bien, la enarbola, la ostenta, le saca jugo, la exprime a lo que dé y arroja orgullosamente los bagazos a la faz del espectador atónito con esa inesperada aunque limitadísima performance. Nadie podría dejar de impresionarse con la vastedad de esta introspección y con su justeza. Cine echeverrista a destiempo, el film debe tanto a la cotidianizante obra fílmica precedente de su realizador-auteur como al tono intimista autobiográfico (“proustiano”, según sus grotescos exégetas) que prendía y pretendía el Alberto Isaac del fallidísimo Los días del amor (1971). Perfecto antiRipstein desde muchísimo antes de este film, todo lo que en el enrabiado verborrágico realizador de Las razones del corazón (2011) es desprecio / menosprecio / autodesprecio y desdén, en Hermosillo se convierte en contención comprensiva, perdón retrospectivo, pudibundería, prudencia, seudoternura truffautiana subcutánea, blandura, autocomplacencia. La timidez se desmarca, se redefine y se refina gracias a la humilde grandeza del cine que se acomoda a nuestros deseos y temores.
La khátarsis timidocéntrica o el desprendimiento. Irse más allá, siempre Más allá del horizonte (de acuerdo con la temprana pieza del joven O’Neill, 1920), aunque planchándose el sentido de El sonido lejano (la ópera filosófica del maduro monaquense-austriaco Franz Schreker, 1912). Hermosillo cita a la mitad de la cinta Los vitteloni de Fellini (1953) y retoma sus contenidos en la secuencia final en la que echará todo su resto inventivo, a la manera de su atropellada-atascada De noche vienes, Esmeralda (1997). Caravana con sombrero ajeno imposible, pues, como cultísima cita cultista sin demasiado sustento, toma prestado el modélico final hiperestilizado y el avance en Anexos del DVD de ese clásico terminal del neorrealismo italiano que jamás tuvo estreno en nuestro país, sólo para contrastar, por deficiencia patética, el enorme contraste entre la fellinesca utilización de reiterados travellings hacia atrás con leves giros vertiginosos de cámara, para señalar (según análisis magistral de Marcel Martin) el desprendimiento de Moraldo (Franco Interlenghi) al partir del pueblaco en un tren matinal, dejando arranados en sus camas a los examigos vagos rurales en proceso de aburguesamiento, pero ahora esos giros, en vez de recular