La figura del hijo macho es sólo receptora, heredera y emuladora de los impulsos ajenos. Siempre se sitúa por debajo de las exigencias paternas y hasta de las suyas propias, aunque sin tener mínima conciencia de ello. El buen Chente está en trance de acometer el imposible reverdecimiento del personaje urbano de sus inicios: el acomplejado barriobajero sufridor de Tacos al carbón (A. Galindo, 1971), polígamo asediado por sus queridas con taquerías individuales, y El albañil (Estrada, 1974), quijotesco oficial de albañilería que usaba una tarjeta de crédito ajena para hacer operar a su novia lisiada antes de propulsarla al estrellato. Está mortificando al apasionado galán de a caballo que llegó a encarnar en su ciclo ranchero de acomplejado machismo jactancioso (de La ley del monte de Mariscal a El Arracadas de Mariscal, 1977). Está sublimando su improbable verba popular como acomplejado sustituto abismal de Pedro Infante en las Picardías mexicanas 1 y 2 (Salazar, 1977 / Villaseñor Kuri, 1980). Y está consumando, por último, una falsa culminación entre distanciada y descendente de la serie de desangeladas cintas regionalistas en que lo ha dirigido Villaseñor Kuri en los ochentas, donde ha sido indistintamente un bracero miserable vuelto cantor con tumores (Como México no hay dos, 1980), un pistolero vengador que acarrea catástrofes (Un hombre llamado El Diablo, 1981), un héroe de corrido con imprevisible socio zapatista (Juan Charrasqueado y Gabino Barreda, su verdadera historia, 1981), un mujeriego arrepentido que logra domar a su esposa feminista (Una pura y dos con sal, 1981), un pícaro encariñado con una de las queridas de su protector amigo hipócrita (El sinvergüenza, 1983), un charro unamuniano de rollazo acaudalado (Todo un hombre, 1983), un empecinado padre vengador más allá de la frontera norte (Matar o morir, 1984), un lúgubre personaje en triple papel copiado a Los tres huastecos (El diablo, el santo y el tonto, 1985) y el integrante más farolón de un trío de jugadores desinhibidos a la vieja escuela feriante de Los tres alegres compadres (Entre compadres te veas, 1986).
Desde la perspectiva de la supuesta burla deliberada, los personajes desarraigados se ven con mayor claridad. El Macho estaba concebida como una película sobre machos para acabar con todas las películas de machos y la propuesta requería de una especie de genio inventivo de la que el trinomio Villaseñor Kuri-Piporro-Chente no detenta ni una parcela. Más que servirse con la cuchara grande para autodestruirse, los estereotipos se indigestan con un furor casi demencial, al mórbido acecho de las huellas de su debilidad y no de sus rasgos de fortaleza negándose a morir.
El ranchero autoirrisorio invoca signos sacralizados, para que cualquier desvío se reciba como una profanación. Desde sus primeras imágenes, el film rezumaba ya el veneno de los signos que ha sistematizado y sacralizado nuestro cine regionalista más convencional: la inmóvil y ahistórica visión del paisaje que proclama un estado perene de holganza, el indiferenciado folclor mariachero que convoca a la fiesta perpetua, el clima de relajo desmadroso que convida al sainete eterno, la permisiva incitación paternal que seculariza el activismo familiarista más conservador, la sumisa obediencia filial que enciende la mecha de la fortuna, la maquillada desventaja social que se resuelve en la idealización del machismo acomplejado y el hambre frenética de hembras raptables que disculpa y autoriza cualquier arrebato violatorio.
Despiertan las pulsiones ancestrales de las imágenes filmicas, se erizan las fantasías inconscientes, reina la sobrecodificación en El Macho, se aguardan detalles para impactar el apetito elemental del espectador. Cualquier sutileza o retorcimiento queda neutralizado de antemano. Cualquier desvío en los implícitos de la norma equivaldría a una profanación, pero sus explícitos pueden trastocarse o parodiarse con libertad. El fracaso, el tropiezo y la calamidad quedan permitidos, por aleatorios e insignificantes, como variables supletorias y calificativas de una constante incólume, jamás afectada en su inmutabilidad, antes bien reconfirmada.
El ranchero autoirrisorio declina toda crítica a fondo, en aras de su aparente condena al anacronismo. Sátira fallida, si las hay, la fábula de El Macho se apoya en situaciones de ridículo evidente cuya sola formulación las agota en sí mismas. Sin mayor trámite, el mero macho jalisquillo se enfrenta a una modernidad que lo desborda, neutraliza y torna irreal. En el festejo de la casa grande se hace humillar por un patrón caciquil que enfatiza su desprecio clasista (“Cualquier infeliz que monta mi caballo, gana”) y por un diputado oficial (José Zambrano) cuya corrupción consiste en importar suntuarios ¡trajes de charro! En sus andanzas como fugitivo se hace aplaudir por el pueblito de Acatitlán íntegro, tras derrotar a puñetazos a un fornido comisario servil (Humberto Elizondo) en la pelea menos excitante de la década; luego, enfundado en su millonario traje de charro, asalta una gerencia bancaria, y en un acto de anarquía tan asombroso como ejemplar, dirige un saqueo tumultuario al tendajón del lugar, donde la cámara pasguata del fotógrafo Agustín Lara no se da a basto.
Para despertar perversas sospechas en la multitud (“¡Qué chistoso, deben estar filmando una película!”), nuestro antihéroe sin autocrítica parte plaza ante la catedral de Guadalajara y jinetea hasta interrumpir una conferencia universitaria, de risa loca, sólo para psicofarsantes. De nuevo en la carretera, nuestro Lindoro / Chente cambia de película, se mete en una de narcoguiñol y asalta al ratero ganón en una pelea noqueadora para despistar (entre ladrones de una camioneta de seguridad bancaria). Sin embargo, en todo momento el habla florida de nuestro macho lo pone en evidencia, sea ante la psicóloga secuestrada a la que entiende a medias (“Voy a borrar de tus labios los besos que otros te dieron”), sea ante esa prosti de adoración instantánea a la que no cesa de sobarle el estómago (“Vete a hacer cerebro al cine, ahora que las hacen gruesas”). A fuerza de irrisión, el machismo debería caer por su propio peso, como si fuera posible reducirlo a sus signos externos más ostentosos (valor del traje charro como ropaje de Supermán), desligándolo de actitudes más profundas y comportamientos complejos.
El ranchero autoirrisorio consigue al final el triunfo de sus atavismos, por la vía metódica de una didáctica positiva. Para que la luz ilumine el entendimiento del macho, basta con un descenso a los infiernos capitalinos y un oportuno ataque de vejez al padre Piporro durante la huida. Están decididas de inmediato la vuelta al terruño y la moraleja de reacción en cadena (“Para ser un macho muy macho, hay que ser primero un hombre muy hombre” / ”Me di cuenta de que no es lo mismo ignorancia que pobreza”). El Macho como novela de crecimiento a la alemana, por encima de toda parodia (“Si quieres cosechar, tienes que seguir sembrando”). El idílico cuadro del machismo apacible se restituye y reinstala allí donde empezó.
Decidido a luchar contra la miseria y picado por la mosca del trabajo, Lindoro abre un surco como buey de arado, mientras el anciano padre sabihondo desaparece cual atavismo del pasado, para ser sustituido por un atavismo del presente, de origen simbólico: la rancherita Micaila, al fin decidida, botín y premio al machismo amaestrado (“Sí, pues, los dos”). Lo abstracto se ha elevado a concreto: los atavismos vencen. El buen viejo machismo doméstico ya no da risa ni indigna con sus indignidades; ahora conmueve, da lástima, fracturado y conformista como nunca, percatándose del final de su destino, pero aferrándose al ridículo, suponiéndose inmortal.
El machismo travestido
Primo tempo: Los límites preparatorios
El machismo se alebrestaba con las malsanas ingenuidades de la comedia lépera. Es que, tal como lo confiesa filosófico, con su característica voz ronca, el semicalvo cómico regiomontano Alberto el Caballo Rojas, al empedarse hasta las chanclas con sus cuatachos el gordo Charly Valentino y el barbaján José Magaña, a bordo de una trajinera xochimilca, en un momento clave de Un macho en el salón de belleza de Víctor Manuel Güero Castro (1987), el hombre “se rige por la Ley de la Torta: te estás comiendo una y si ves otra, también se te antoja”. No hay excepción a la regla, ni salvación posible, ni objeción que valga. “¿Qué, no le amarraron las manos de chiquito?”, se defiende la mucama güereja de uniforme. “Más bien me amarraron el chiquito y me dejaron libres las manos”, le contesta