Se omite todo índice onomástico o de películas mencionadas, sustituyéndoseles con las páginas dedicadas a “El contenido en una ojeada”. Allí pueden localizarse con rapidez los sitios donde se analizan in extenso actores-fenómeno, cómicos, directores y películas. Únicamente los que se estudian con sumo detenimiento.
En cuanto a los agradecimientos, este libro ha contado con la invaluable y desinteresada ayuda de los especialistas en cine mexicano Mauricio Peña y Ernesto Román. Muchas gracias.
Un lagrimón póstumo: la crítica del cine es un arte, un arte, un arte que en México se extingue. Este libro quiere ser una prueba a contrario.
Primera parte
│La nueva generación de cómicos│
Nada es realmente alegre,
si falta el condimento de la locura.
Erasmo, Elogio a la locura
El gesto brujeril
Gracias a Hermelinda Linda de Julio Aldama (1982-1985), el gesto brujeril es también una gesta y el deleguebrio jamás volverá a las rodadas. No más lágrimas, no más mocos. ¿Para qué buscarle ruido al chicharrón? Un letrero anuncia de entrada que cualquier coincidencia entre los hechos ficticios del film y los hechos reales que suceden en este devaluado país, es la pura neta.
Dos de noviembre en Ciudad Bondojio. Mientras los niños se improvisan en pedigüeños que van de casa en casa con una caja de cartón iluminada pidiendo para su caravelita de Jálogüin, y hacen desgañitarse de rabia en su ventana a algún vecino tonante (Víctor Alcocer) que por fin había vencido al insomnio en virtud de cierto filtro brujeril, la chipocluda bruja gordinflona Hermelinda (Evita Muñoz Chachita) celebra en su Humilde Mansión (más bien es una vil covacha) el día festivo de su gremio, con un cónclave durante el cual ella y sus congéneres bailan alegremente en rondas e ingieren un embriagante bebedizo preparado especialmente para la ocasión dentro de un caldero humeante, alrededor del cual se agitan las horrendas colegas y excondiscípulas en plena euforia. Sólo falta que una brujilda retrasada aterrice con su escoba dentro del bote de basura del traspatio, que los peques usurpadores de la celebración sean debidamente ahuyentados aunque sin sangre, y que la ancianísima Mamá Chona (Queta Carrasco) se regrese a planchar oreja al interior de su féretro, sin dejar de asegurarse con una tripa el suministro de la beberecua. Ahora sí Hermelinda Linda ya puede agasajar a la escéptica y choteante concurrencia con su historia de cómo logró derrotar al parrandero Brígido Popochas (Julio Aldama), el arbitrario delegado de la Bondojia, que pretendía arrasar con palas mecánicas las casuchas del barrio de los pepenadores, con el pretexto de hacer pasar ejes viales cual Gengis Hank, pero en realidad planeando construir condominios en esos valiosos predios.
Venga pues el cuento. Apenas acababa de hacerle un maleficio al subdelegado rucailo Lucas (Carlos Bravo y Fernández Carl-Hillos) para rejuvenecerlo, proporcionándole un cuerpo de muchachón (Julio Augurio) y así se le hiciera con su secre buenona, la atareada Hermelinda había recibido la tumultuaria visita de los pepenadores, muy molestos y enchilados, para quejarse de las transas del funcionario delegacional, y les ofreció generosa ayuda (“Sin cobrarles nada, que también a mí me afecta”) en su lucha contra los mulas gatos de oficina y sus guaruras. Después de semblantear los dominios del enemigo, lanzando por delante como anzuelo a su cuerísima hija Arlene (Rubi Re), la mañosa hechicera tomó la pócima que la convertiría temporalmente en suculenta chamacona (María Cardinal). Juntas, las dos bellas acudieron a aguarle una libidinosa garden party al abusivo delegado.
Después de encabezar a los pepenadores en su heroico contraataque a pedradas e insultos, y haciendo que se abra la tierra para detener a unos tractores atacantes, la auxiliadora Hermelinda logró apoderarse de la voluntad de la sufrida cónyuge del deleguebrio (Queta Lavat), ofreciéndole un filtro para poder derrotar físicamente a su marido cada vez que, como de costumbre, quisiera agarrarla a cinturonazos. De nada le serviría al soliviantado funcionario declararle la guerra a la ingeniosa bruja (“Brujas a mí”) e incluso secuestrarle en los separos a Arlene, o enviarle merodeadores nocturnos a su choza-mansión; el hombre fue vencido en todos los frentes, íntimos y públicos, hasta que sus superiores le exigieron que firmara su renuncia. El degradado Popochas llegó gimoteante y con bandera blanca a rogarle a Hermelinda en su covacha una paz duradera (“Conviérteme en perro, porque un perro sufre menos que yo”). Desde entonces el delegado cuida eficazmente la casa y sus ladridos se escuchan desde afuera, mientras el cónclave de brujas culmina con risotadas ufanas y la justiciera Hermelinda se despide en la puerta porque ya llegó su rorrazo Andrés García (él mismo) para llevarla a pasear (“¿De dónde habrá sacado ese moldecito?”).
Con base en un financiamiento provinciano (de la guadalajarense Cinematográfica de Occidente) y en un argumento-tipo que no desea ser un compendio de la historieta archipopular, ni su reducción esencial, sino un episodio más, el modestísimo argumentista-adaptador-director-actor Julio Aldama (Carne de horca, 1972, Maldita miseria, 1980) parece haber renunciado a toda búsqueda narrativa, formal o intelectualizante, para no dañar lo escueto del espíritu de la historieta. Así, la farsa grotesca ha sido ilustrada con tres centavos y con una inspiración análoga a la de la historieta gráfica en que se basa, esa Hermelinda Linda tan deliberadamente asquerosa y repelente, esa revista cómico-satírica para adultos que ya cumplía veinte años de ininterrumpida publicación semanaria, con tirajes hasta de 180 000 ejemplares, desde que se llamaba Brujerías y pasando por su duplicación como Minihermelinda a principio de los setentas, pero casi siempre incluyendo los gelatinosos dibujos fantasiosos de Joaquín Mejía N. que heredaban el humor desorbitado de los fascículos de A batacazo limpio, con sus derivaciones La bruja Rogers y El ingenuo Ricardín, del original monero mexicano Rafael Che Araiza, allá por los cincuentas.
En aras de su designio de autenticidad, la película Hermelinda Linda se mimetiza con la ingenuidad y los excesos de la historieta, y Aldama es capaz hasta de burlarse de sí mismo, autoescarneciéndose en el papel del delegado hipermachista, con tal de igualar también los escalofríos del humor negro, la caricaturización hasta el absurdo y la devastadora malevolencia de la revista. Nada de una pizca populachera de Ismael Rodríguez, un puñito deportivo de Alejandro Galindo, un tic gansteril de Juan Orol y luego le doy una vergonzante vuelta al estereotipo, como en los mamoncísimos Tacos de oro (Chido Guan) de Arau (1986), escritos por la futura bestsellerista Laura Esquivel (Como agua para chocolate). Con el mismo humor que había mostrado en Padre nuestro que estás en la tierra (Aldama, 1971), donde un hijo adulto cargaba hasta su altura al padre enano (Tun-tún) para recibir una merecida bofetada de castigo, el director supera por la vía de la irrisión toda “trascendencia” con respecto a la genuina estructura historietista, dándose incluso el lujo de hacerle algún homenaje al cine popular al que pertenece: esa jocosa canción restaurantera de un mitológico Piporro, esa aparición sorpresiva de Andrés García como objeto sexual de la espantosa bruja.
En la historia del cómic mexicano filmado, esta inapropiada versión de Hermelinda Linda, tan raquítica y vejatoria para la sensibilidad clasemediera (a mucha honra), se coloca por encima de otros muchos intentos. Intentos tan deleznables como las series de El Charro Negro (De Anda, 1940) y El Lobo Solitario (Oroná, 1951), que sólo engendraron sub-westerns con rancheros enmascarados. Tan hipertrofiados como Kalimán el hombre increíble (Mariscal, 1970), cuyo caos