Durante el fragmento dedicado a la vida adulta, de duración indefinida, un Álvaro siempre igual de infajable pero ya con las sienes plateadas reencuentra por fin al gran amor de su vida, Ana María, quien le telefonea desde el extremo de un mismo restaurante (“Si quieres verme realmente, date la vuelta”), para unirse por siempre, dejando por el momento plantados a sus respectivos acompañantes pretensos; luego se llena de hijos, hace papel de idiota ante el médico de emergencias que lo interrogaba en el sanatorio sobre un posible bloqueo anestésico a su amada parturienta (“Yo no sé, ahí se la encargo”), recurre en casos de apuro a la rijosa Bandida, sufre por no poder arrancarse la querencia de ese antro donde canta cual “bufón de borrachos”, intenta por poco tiempo modestos trabajos como ingeniero de restirador, lleva serenata en su cumpleaños a la pupila estrella del burdel (Merle Uribe) para ver si se las da al cuatísimo Pepe Jara pese a las estrictas prohibiciones o a los trinchazos en la mano de la famosa proxeneta (“A mis amigos lo que quieran, pero nalgas no, que ése es mi negocio”) y recibe en el prostíbulo hasta la conmovedora visita inesperada de su esposita asustada (“¿Cómo es posible que soportes un lugar como éste?”), quien lo abandona a cada cambio de plano, en espera de encontentarse a la próxima serenata (“Amor mío, tu rostro querido”).
Ya en el umbral de la decadencia, el inefable pringoso Álvaro padece molestos encuentros familiares con compañeras de burdel que su mujer soluciona de manera desafiante (“La que te la va a romper soy yo”), se saca una vez la lotería para que su amigote Pepe se desboque en una imitación a gritos de Cantando en la lluvia (Donen-Kelly, 1952), se cura la cruda de una juerga playera con gringas bikinosas al ver a la mismísima Muerte en gasas blancas cabreando entre palmeras al estilo cine simbólico de Corkidi para conseguir inspiración (“Luz de luna”), mientras Pepe sigue hamacando por el trasero a una rorra desinflada, y corre a despedirse, por última arrepentida vez, de su fiel consejera la Bandida (“Tú todavía puedes salvarte de esto; pero si vuelves, te juro que te mato”), antes de salir en estampida a su cita con la muerte al lado de su recién recuperada esposa (escenas sucesivas cronológicamente imposibles, pues al fallecer el biografiado, la célebre Bandida, también compositora, ya tenía siete años de muerta).
Ni sabor a mí, ni sabor a ti, ni sabor a pri, sino más bien sabor a aceda ejecutoria burocrática, sabor a cine por encargo para lambisconería a Miguel de la Madrid que terminó en manos de Televicine, sabor a blandenguería guionística de Alberto Isaac, sabor a prescindible anecdotario del director Cardona hijo, sabor a rapiña puritana del productor prestanombres de Televisa Carlos Amador. En el cine no hay mal tema, sino formas taradas de desarrollarlo. Es de lamentarse que la biografía del renovador de la canción romántica mexicana en los cincuentas no haya podido estar siquiera a la altura de la muy aceptable evocación que Celestino Gorostiza hiciera de las penalidades sentimentales de Miguel Lerdo de Tejada (adustamente encarnado por Julián Soler) y los éxitos de su Orquesta Típica en Sinfonía de una vida (1945).
He aquí la imagen de un Álvaro Carrillo (1921-1961) sin gustos, sin aficiones, sin manías, sin pasiones, sin todo aquello que hace a un hombre ser lo que es. Apenas con un vientre más prominente, preeminente, acústico y glamoroso que el de Ofelia Medina en Frida, naturaleza viva (Leduc, 1984), la excelsitud honorífica de José José parece aquejada de los mismos males inherentes: posa un personaje más que protagonizarlo, arrastra su destino a través de una fragmentación extrema que disemina episodios tan previsibles como irrelevantes, y la incompetencia para darle sentido al pedacerío anecdótico lleva a discursos espurios, como el desorden reiterativo en el esteticismo vacuo de Leduc, como el orden sin cohesión en la escalofriante moralina de Isaac-Amador-Cardona hijo. Más cerca de las defecciones autobiográficas del mismo José José en ¿Gavilán o paloma? (Gurrola, 1984) que de los azotes ingenuos del verosímil Julio Jaramillo (Martín Cortés) de Nuestro juramento (Gurrola, 1979), Sabor a mí exhibe despojos y rastros de una biografía sin biografiado, con desplantes de cartón y sufrimientos de plástico, reducida a un espasmódico acto celebratorio del familiarismo.
Son en balde las buenas escenas alternadas con cierta fuerza, como el parto de Ana María en paralelo con el retorno de Álvaro al antro, como la falsa serenata a la solitaria Ana María que en realidad es para la espectacular putaña Merle Uribe. Son en balde algunas regias referencias nostálgicas a nuestro viejo cine, que remiten al eficaz oficio de Cardona hijo, como la música festejante que le lleva Ana María a su “negro de mi vida” en prisión, como el diálogo cantado en el teatro de los tendederos que equivale al inmortal dúo de Pedro y Blanca Estela entonando “Amorcito corazón” en Nosotros los pobres (Rodríguez, 1947). Son en balde ideas audaces como sugerir el paso del tiempo a través de los cambios experimentados por un mozo maricón en el burdel. Son en balde las nada veladas alusiones políticas a la Era Uruchurtiana, como los intentos por reanimar a cierto putañero licenciadete muy influyente que murió de infarto en una de las alcobas de arriba, como el telefonema salvador de escándalos burdeleros a un milagroso Don Gustavo (¿Díaz Ordaz?) y como el fastidio manifiesto por tener que depender de los caprichos de “políticos decadentes” (“Ése es nuestro oficio, tapaderas de mugre, tapaderas de vicio, para eso estamos”).
Adiós posibilidad de paralelismo entre el oficio de Cancionero Legendario y el oficio de puta o proxeneta. El principal objetivo de esta película-sinfonola es “blanquear” a José José, al tiempo que se blanquea al personaje que interpreta y al grado de hacerle bajar la vista cada vez que alguna comparsa de ostentosas protuberancias o ligera de ropa se acerca a él. Y jamás participa en las orgías, muy suavizadas, que ocurren a su alrededor, mientras él tañe su guitarra y canta a las glorias del hogar.
El clima del burdel también está blanqueado, hasta volverlo desangelado. Un burdel de risa, escaparate de ñoñas enseñando pierna o pechuga con pudor, más bien un bastión de la beatitud sonora y aglomerada. Apenas se alude a la penuria económica y la decadencia personal es sólo teórica. La Bandida tira bala para ahuyentar a un Charro Cantor demasiado fanfarrón y enseguida sermonea. La recreación de la bohemia del Último Bohemio y la recreación de ambientes idos se han sacrificado a la hipocresía, la hipocresía de convertir a un trovador amatorio como Álvaro Carrillo en un castísimo patriarca cuya única preocupación, en su existencia canora, fue mostrarse limpio de cualquier sospecha como mujeriego y parrandero. San José José, patriarca oaxaqueño, esposo de la Virgen Ana María y padre del bolero Mesías, era un varón justo y piadoso, hogareño incluso en el burdel, descendiente en línea recta de la moral de Televisa, murió sin haber tocado mujer ni con el pensamiento ni con su hormigueante voz; su fiesta se celebra el 19 de marzo. Amén.
Secondo tempo: Las devastaciones al ídolo cancionero
El método biográfico seguido en Sabor a mí se pulió, se acuñó, se agigantó y se aplicó a modo de fórmula infalible en Pero sigo siendo el rey (1988), la nueva exitosa película conjunta del productor Carlos Amador y el director René Cardona hijo. Como todo discurso integrado, éste resulta deslindable, desmontable y codificable. Su manera de operar proviene de una serie de devastaciones simultáneas al personaje biografiado, como sigue.
Primero se devasta la vida canora bajo la acción corrosiva de la fama reacia. Aquí nomás rascándole la tripa p’ sacar para la papa. A muy temprana edad, cuando apenas contaba 14 años y vivía cobijado en el df por una tía materna, el futuro rey guanajuatense de la canción ranchera José Alfredo Jiménez (1926-1973) ya había escrito una buena cantidad de sus composiciones llamadas a ser famosas; y hacia 1950, cuando apenas cumplía 24 años y laboraba como mesero en el restaurante yucateco La Sirena de Santa María la Ribera, nuestro más grande autor de