Así, nuevo prototipo del pobre niño rico impedido para crecer mental y afectivamente a pesar de lo ya macizo de su cuerpo (“Yo no soy el chico ideal”), Luis Miguel es el mito que se erige al fingir desmitificarse él mismo y asegurar que no vale la pena ser mito, es el espectáculo palpitante de un infeliz histeriquito acostumbrado a clamar para satisfacer sus urgencias más inmediatas (“¡Quiero comer!”), es un envidiable producto apabullado por tumultos zarandeantes y rendido después de un recital, es un codiciable ser olímpicamente enajenado, es un Segismundo con prisión electrónico-recreativa que no cesa de monologar sus desventuras ontológicas (“Estoy peor que el perro ése, sólo falta que me saquen a pasear con cadena”), es el fetiche viviente que fetichiza hasta la corbata que se afloja y lanza con un beso al clamoroso tendido tauromáquico a mitad del concierto. En cualquier circunstancia, persiguiendo su sombra por los céspedes en cámara rápida o chapoteando como nenito aprendiendo a nadar, Luis Miguel frunce su boquita. Incapaz de cuidarse solo, o sintiéndose vulnerado en su pudor porque Lucerito lo ha sorprendido en su minialberca particular, Luis Miguel frunce su boquita. La trivialidad del semidiós inalcanzable frunce su boquita atrayentemente ante cualquier contratiempo. Luis Miguel no adopta boquitas fruncidas; es una boquita fruncida con Fiebre de amor. Es la dilución erótico-imaginaria de una boca fruncida que nunca libera sus instintos, es una boca en forma de autónomo emblema heráldico, es una boca en flor a la que incluso en cierta escena hasta pétalos amarillos circundan, es un simulacro masculino a una boca adherido, es una transfigurante boca fruncida.
El encuentro real de Lucerito con Luis Miguel (“Sueño con tu luz, sueño con tu amor”) tarda casi 75 minutos en ocurrir. Más de tres cuartas partes de la película están construidas a base de ensoñaciones. Desde Buñuel (Robinson Crusoe, 1952) y Bondarchuk (Campanas rojas, 1981) nadie ensoñaba tanto en el cine nacional. Lucerito ensueña despierta, dando consistencia más que real a sus ensueños (“Todo lo que deseo hacer, lo sueño”) y a sus cancioneras visiones amatorias (“Todo el amor del mundo yo te daría”). El ensueño permite el desenfreno del kitsch azucarado y abusivas dislocaciones en la continuidad del montaje, luz-sombra, día-noche, distantes contigüidades a simultaneo, juego permisivo-forclusión súbita, infatigable renovación de ilusorias emanaciones refrescantes.
Lucerito se ensueña como cantante celebérrima descendiendo de los cielos en avioneta, con relumbroso traje dorado; se ensueña posando cual modelo multifotografiada sobre un velero, en sugerente bikini negro; se ensueña en provocativo baby doll durante su imaginaria luna de miel ante el aterrado héroe más que con él (“Decídete”). El ensueño incluye una profusión de traseros ajenos con tangas lilas en close up, focas que palmean ante la jerrylewisiana torpeza de ambos héroes, que se manifiesta hasta al acometer contra las falsas olitas de un acuario, y crepusculares solarizaciones ad nauseam que atraviesan a la carismática parejita en el mirador de La Quebrada. El ensueño absoluto está resguardado por el almíbar cancionero de Luisito Rey y una rutilante fotografía de Raúl Domínguez, pues el guionista-director Cardona hijo se ha propuesto recircular los paraísos exclusivistas de ¡Tintorera! (Cardona hijo, 1976), aliándolos a irrealizantes melopeas que pulverizaba en su zoológica aventura con Los Cachunes.
Lucerito ensueña a Luismi levantado de aguilita por los guaruras que lo custodian; ensueña a Luismi con impensable caña de pescar y cayéndose al mar por estarla contemplando; ensueña a Luismi ofreciéndole muy servicial un refresco y empujado al agua por una foca loca; y para variar, ensueña a Luismi haciéndole striptease en la espectacular intimidad del penthouse de un hotel playero, y arrojando por la ventana sus prendas, una a una, sobre una aullante multitud de fanáticas que se disputan entre ellas y se zambullen en la piscina hasta por un calcetín. El ensueño no es una segunda vida; es la verdadera vida. Tan es así que, al final de la cinta, durante un apoteósico alcance en la carretera para permanecer juntos, la chica deberá rubricar su final feliz con una estupefacta bofetada al galancito (“Perdóname, pensé que era otro de mis sueños”). El ensueño de los mundos paralelos no tiene antídoto.
Dentro del mismo orden de cosas, el ensueño puede muy bien desembocar en el thriller rosa más subdesarrollado. Con traficantes malosos e invitados a una boda que concluye en pastelazos, a bordo de autos sin zumba o a bordo de un yate apantallador, a base de persecuciones y la neanderthaliana fórmula infalible de la salvación en el último minuto compartido, la trama en tiempo real de Fiebre de amor es una corretiza tan inflada y gratuita como la persecución en el mejor estilo momia anquilosada con que culminaba, por ejemplo, Terror y encajes negros de Alcoriza (1984). En última instancia da lo mismo ver las muecas de Maribel Guardia perseguida por el guiñoleseo coleccionista de cabelleras maniáticas Claudio Obregón a través de elevadores y pisos de condominios, que ver al rozagante team detectivesco de Lucerito-Luis Miguel perseguido por contrabandistas mataperros a través de siniestros jardines hoteleros y salones de fiesta o malecones.
Y el ensueño tiene como extremo propósito edificarle una beatífica pornoo shop a la blancura inocente. Mientras el abuso de lenguaje en las canciones de Luismi se desenfrena (“La pasión que me hace enloquecer”), Lucerito le sostiene la mirada y esquiva el beso cuando ya se hallaban muy juntos en traje de baño contra el incendio del atardecer; jamás se dejará ni tocar, ni acariciar, ni besar, en una película intitulada Fiebre de amor, optando mejor en cada ocasión comprometida por hacer estallar otra sonrisa ante la boquita fruncida de su compañero, en una fóbica exclusión de todo conocimiento por medio del contacto real sólo digna de cosas como Bordando la frontera de la feminista radical Ángeles Necoechea (1986). En última instancia, da lo mismo creer que se pueden concientizar costureras con casets por vía internacional, que satisfacerse con rayitos de sol universal.
Este amor, este amor. Siempre me quedo, siempre me voy. Ensueño dilatorio, ensueño sustitutivo.
El aliviane roquero
El aliviane roquero sacraliza las mutaciones de la stravaganza juvenil. Como en una antigua mitología ya sin vigencia, que sólo pudiera sobrevivirse reducida / sublimada en forma de revista de historietas, el águila que más bien parece ave-roc de Las mil y una noches vuelve a devorar a la serpiente gusanesca. Pero el pico del pájaro fanstástico se modifica, los erizados dibujos se animan por montaje epiléptico, y la fundadora ferocidad legendaria ataca de nuevo, nunca ha dejado de atacar, aun dentro de la más sofisticada civilización mexicana porque, como el rock’n roll, según el Tri que ya atruena en la banda sonora, “no morirá jamás”. La prueba la darán el sacrificio imaginario de una doncella azteca y las mutaciones cotidianas de ese feroz acto ritual, vuelto stravaganza, en la vida del México presente, lo que dará lugar a una ingenua fábula de aliviane roquero en tres actos, más prólogo y dos epílogos conjuntivos, en Un toke de roc de Sergio García (1988), largometraje en formato Super 8, imprescindible piedra de toque y película tocada, toque fílmico y objeto de culto para numerosos jóvenes lumpen-clasemedieros, lumpen-subproletarios y lumpen-lumpen a fines de los años ochenta defeños.
Entre antorchas obligadamente chafas y sobre un pasillo con foquitos rojos de sala plus, nuestra joven abuela ancestral marcha hacia la tumba de los enterrados vivos de La momia azteca (Portillo, 1957), donde le será arrancado el corazón por el cuchillo de pedernal de un sacerdote. Poco después, en época actual, se intentará el sacrificio simbólico y real de cuatro jovencitas que habrán de optar por existir fuera de las convenciones sociales. Pero sus corazones de silicón roquero tendrán más suerte que ese corazón azteca