Son los raspas, los rijosos sin motivo, los bromistas del chile habanero o el cuaresmeño en el taco, los preceptores de la mexicanidad básica que disfrutan sensualmente su barbajanería. Son tres carotas burlonas que revientan el encuadre subjetivo en contrapicado, al reunirse alrededor del vampiro derrumbado y lo aconsejan para que deje de desvariar creyéndose Drácula (“¿Para qué fumas eso? Mira cómo te pones” / “¿Con qué te cruzaste?” / “Di no a las drogas, y si no, pásaselas a quien más confianza le tengas”). Luego, el móndrigo Mantecas se calma agitando la cabeza cual péndulo deschavetado, atesora con unción el micrófono en las ferias para hablar como merolico, liderea a sus cuadernos en todas las maldades al agarrar de hazmerreír al conde(nado), brilla por sus grandes ideas obtusas y parte plaza en el hospital cuando visitan en bola al Draculita encamado (“Mira, uno al que le amputaron las piernas, ¿cuánto por los zapatos?”). Con paliacates a lo Karate Kid en la frente, el atolondrado Tripas sólo desahoga desquites inofensivos, recibe regaños y se aparece con una corona fúnebre, en cuyo centro ha introducido el testuz, inútilmente robada pero todavía capitalizable entre el desfile de féretros del nosocomio succionado por la parejita vampírica. Y con una cachuchita de molote (cual faro buscador de inteligencias a él negadas), el Zopi corea todas las acciones monas o nefandas, con fervor, hasta que le toca ser protagonista de su transformación en vampiro gay.
Una nueva picaresca escatológica se asoma al interior del barroquismo sexodesmadroso de estos especímenes, jamás derrotados por la miseria (real, económica, moral) y tan conscientes de sus impudicias jubilatorias (“Desde que naciste no se te ha quitado la diarrea mental, cómo serás güey”).
Segunda parte
│El aplauso rosa│
Amé, sufrí, gocé, sentí el divino soplo de la ilusión y la locura.
Luis G. Urbina, Así fue
La vida ensoñada
Una ululante parvada de porristas en microvestido deportivo, cachunas escapadas de Estos locos, locos, estudiantes (Cardona hijo, 1984), invade la suntuosa amplitud de la pantalla ancha en plano general, para irrumpir en los pétreos jardines del opulento conjunto hotelero de Acapulco (“Aquí en Acapulco es sólo gozar / Acapulco amor / Acapulco, baila conmigo”) donde tendrá lugar la turística acción de la más juvenil Fiebre de amor (Cardona hijo, 1985) en el cine fresa mexicano de los ochentas. A zancadas trepan las chavas una escalinata versallesca-colonial, se forman, se emparejan perpendiculares a la cámara, e inician los pasitos de lo que se sueña a sí misma una coreografía faraónica. Omnipresente suena ahora en off la voz que les abrirá las puertas de la percepción extasiada, la voz que les revela alguna parte divina en ellas, la voz que se adueña de su presente sin pasado y excluye al futuro, la ansiada voz provocadora, de aullidos del alambicado Luis Miguel (“Tú has causado en mi existir / la más bella sensación”). Como respuesta universal a ese conjuro, las fuentes artificiales elevan cascaditas de agua, tres delfines saltarines exhiben la gracia de pasar a través de un aro en el parque de diversiones, y la chaviza en desatada gimnasia aeróbica se despliega, corretea por doquier, intercambia posiciones, volteando sus playeras por turno, para integrar letra por letra, cual apoteosis de pionera comedia musical de los treintas, los créditos estelares del film (Videocine presenta) hasta llegar a los de Lucerito y Luis Miguel, a punto de interpretarse a ellos mismos y sin necesidad de cambiar sus apelativos actorales, como masivo acto de fe íntimamente compartida. A la invocación de su autónomo nombre de pila sin apellido, el ídolo prefabricado surge en sudadera roja y albo pantalón, para entonar entre sus chicas hierofantes la canción-tema “Fiebre de amor”, como sol resplandeciente; pero de pronto, apenas su voz ha concluido la baladita, se hace de noche sobre una joven que salta hacia la orilla de un estanque domesticado, bajo una imposible luna impasible.
A semejanza de su eternizada secuencia inicial, la ficción está cerrada de antemano y sólo remitirá a ella misma. Film-excipiente, film-concha acústica para seguir inventando glorias sonoras, film recirculador de video-rolas a perpetuidad, film-caja de sorpresas seguro de sorprender con lo más esperado. El no-relato podrá incluir todas las jaladas, fantasías y espacios que quiera, obedeciendo únicamente a la autárquica cursilería de su flujo ñoño. El film musical para jóvenes se ha vuelto una metáfora de sí mismo, carente de condición de objeto, de acuerdo con una predeterminada lógica televisiva del capricho. Es la lógica de una Fiebre de Amor siempre diferida que debería hacer arder a la pareja Luis Miguel-Lucerito y se conforma con enardecerlos: fiebre albergadora suprema de los instintos de una sensualidad inocua, poderoso afán de seducción en un sofocante éter de pureza.
De larga cabellera al viento marítimo y nariz respingada, con aretitos monones y blusa guanga que soporta inscripciones políglotas, rodeada de discos del ídolo juvenil por excelencia, Lucerito es el sujeto activo de la fábula. Trepada sobre dos cojines en su regia mansión acapulqueña, entra en trance al contemplar a Luis Miguel en el televisor, recibiendo ufanos homenajes del trust electrónico que lo patentó (“Desde que lo presentamos en Siempre en domingo sabíamos que iba a llegar muy alto”); desoye desde sus dieciseisañeros mohínes los reproches del canosillo señor Rimalde (Guillermo Murray), su mero papi futbolero en bermudas y vaso de whisky en mano (“Lo que me molesta es que seas una de esas chicas bobas que gritan eufóricas”), antes de ver desgañitarse a él mismo con gritos eufóricos (“Gooool”); se pone felizaza porque su amado televisivo se dispone a dar un concierto en el Centro de Convenciones del puerto guerrerense para vacacionistas perennes; monta en su bici roja por la playa entre las luminosidades deslumbrantes de una velada promoción de Sectur; espía en el aeropuerto la llegada del cantante; cruza camiones de admiradoras fanáticas para descubrir que el asediado chico quinceañero se alojará de incógnito en los búngalos del hotel Princess; corre una y otra vez hacia el esplendor del ocaso; sueña superlativos romances al lado de su pequeño héroe; confía su Impaciencia en el corazón (Davison, 1958) e intercambia intimidades con su hiperbuenona madre (Lorena Velázquez), tiradotas junto a la alberca, para obtener revelaciones cruciales sobre ella misma (“De niña eras muy llorona y pipiona”) y la comprensión deseada cuando ya se han separado (“Tiene el más maravilloso defecto que nosotros tuvimos: juventud”); aplaude a rabiar en el galvanizante concierto, y descubre de paso un asesinato cuando sigilosamente se disponía a penetrar en los aposentos de su idealizado objeto sexual, pues siempre debe haber un obstáculo retorcido o idiota para la consumación del Amor en Occidente.
Así, con vestuario diseñado y firmado por Pop Corn de México, Lucerito es la niñota ideal, es el apetito de mujer con entusiasta salud aplaudidora, es la cumbre de la mentalidad derivativa y fervorosamente manipulable en su aparato deseante, es la perfecta “amiga invisible” que quiere y engendra Televisa, es la más bulliciosa de las plastitas admirativas, es la incontenible alegría de la chica estándar orgullosa de serlo (aunque superpopis con super casa). Por eso, en cualquier circunstancia, ante el arrobamiento o el peligro tirado de los pelos infantilistas, Lucerito sonríe. Posando en bañador azul de dos diminutas piezas con la precoz sensualidad de una pin-up de los cuarentas a escala postulante, o conquistando por fin el privilegio de llegar a conquistar a Luis Miguel (“Gracias por ser como eres”), Lucerito sonríe. La minivenus de pop corn sonríe unifacéticamente ante cualquier avatar. Lucerito no tiene sonrisas; es una sonrisa con Fiebre de amor. Es el equilibrio erótico-familiar de una sonrisa que nunca estalla en la expulsión de fluidos, es la adecentada lujuria visual que a través de su sonrisa hace imperar las reglas del hogar por todas partes, es la sonrisa estallada como fin último de sí misma, es una hipótesis femenina a una sonrisa adherida, es una sonrisa descomunal.
Por su parte, rubito, alto, de greñitas coquetas y blancuzcos