Empecé a espiarlas al día siguiente. Dejé la puerta de mi cuarto entreabierta para detectar con precisión la hora en que Amparo empezaba la rutina de toda la casa. Se levantaba a las 5:30 de la mañana, salía de puntillas del cuarto de la Traicionada para darse un regaderazo rápido en su propio baño. Una media hora más tarde ya estaba trajinando en la cocina. No sólo preparaba brebajes calientes sino también desayunos suntuosos, de complicados aromas, que llevaba en una charola hasta el cuarto de mi examante. Me di cuenta también de que no la dejaba sola mientras comía y que, incluso, la ayudaba a llevarse la cuchara a la boca cuando se quedaba sin fuerzas. La cercanía entre las dos me molestó. Desde la rendija de la puerta pude observar la delicadeza con la que se trataban, la dulzura con la que se veían la una a la otra. Su mutuo encariñamiento acaecido en unos cuantos días y, además, con una de ellas en estado semiconsciente, me hizo sospechar de toda la situación. Supuse que se conocían de antes y que, aliadas en mi contra, no hacían otra cosa más que planear una venganza femenina. Supuse que la Traicionada había convencido a Amparo de venir con ella hasta esta casa perdida en la costa con la intención de que la ayudara a convencerme a mí de lo poco hombre que había sido con ella. Seguramente, me dije, se trata de una especie de refuerzo moral porque, en las pocas veces que habíamos hablado del asunto, cuando la Traicionada se aferraba a su historia de mi maldad, yo usualmente lograba amainar sus acusaciones con preguntas inesperadas y razonamientos lógicos. Supuse que a Amparo Dávila le gustó el reto. Además de ofrecerle una oportunidad de airar sus rencores contra los hombres en general usando a uno en particular, algo que ninguna mujer deja pasar, el viaje le garantizaba una estancia algo cómoda, y gratis incluso, en la costa. Debió haber sido una especie de mendiga. Una vagabunda o una bohemia. Una de esas indigentes de espíritu libre que ha perdido el contacto con la realidad y sus rituales. Debió de haber pensado que aquí podría escribir sin interrupción alguna acerca de su desaparición con el océano de fondo y el silencio de forma. Y en todo eso, mucho me temo, Amparo Dávila estuvo en lo correcto.
Ese primer día de mi espionaje, sin embargo, traté de calmarme. Salí a caminar por la playa donde me distraje recogiendo fósiles marinos y persiguiendo cangrejos pequeñísimos. El océano, como siempre, me sacó de mi aprehensión. Me recosté sobre la arena y, observando la lenta transformación de unas nubes altas, imaginé el rostro afiebrado de la Traicionada, los ojos expansivos de Amparo. Contra toda expectativa, justamente al contrario de las emociones que me habían llevado hasta la playa, sentí conmiseración por ellas. Ahí estaban las dos, débiles y perdidas, tratando de encontrar en su mutua compañía un remedo de contacto humano. Desaparecidas las dos, aunque cada cual a su manera, daban la impresión de estarse obligando a entrar en un estado de aparición que las volviera reales otra vez, aunque esto sólo ocurriera en el escenario que formaban ellas mismas. Todos esos esfuerzos, todas esas injusticias, todos esos imaginarios dolores que, sin embargo, veía claramente en sus rostros, me hicieron sentir lástima por ambas. Lejos estaba ya de considerarlas mis enemigas patibularias. Me reí de mí mismo incluso. Me dije que el miedo que las mujeres provocan en los hombres era siempre tal que, cuando uno menos lo esperaba, se descubría inventando conspiraciones demenciales que sólo existían, por otra parte, dentro de la mente. Entonces decidí regresar y, mientras caminaba descalzo sobre la arena, me acomodé sin más en un nuevo estado de plena relajación.
Tan pronto como abrí la puerta trasera de la casa, sin embargo, la placidez se transformó en horror. Las oí hablar. Al inicio sólo distinguí los murmullos pero, conforme subí la escalera, descubrí que compartían palabras totalmente desconocidas para mí. No se trataba, además, de algún idioma extranjero. Puse atención. Me senté del otro lado de su puerta entreabierta. Cerré los ojos. Traté de asimilar los sonidos, los ritmos de expresión, buscando similitudes con lenguajes que conocía o que, al menos, había escuchado en mis viajes, pero todo fue inútil. Para mi total desconcierto supe entonces que, en el poco o mucho tiempo que llevaban juntas, se habían hecho de un idioma propio. Me sentí aislado y débil como el exiliado que vive en un país que nunca le resultará familiar. Y tuve que comprender, y aceptar, en ese justo momento, que me había convertido en un apestado en mi propia casa. Los días posteriores a mi descubrimiento estuvieron llenos de largos silencios. Las espiaba, es cierto, pero les huía al mismo tiempo. No quería darles la más mínima oportunidad de que sintieran, o peor aún, de que me demostraran, su nuevo poder sobre mí.
—Que hablen solas, si quieren —me dije muchas veces mientras manejaba a toda velocidad hacia la granja.
Y ahí me perdía entre pacientes y enfermeras con muy poca conciencia de, o consideración por, mi entorno. En lugar de pensar en la muerte, que era en lo único que acostumbraba pensar dentro y fuera del hospital, ahora pensaba en el equipo de mujeres que había tomado mi casa por asalto de la manera más artera y mejor planeada. Y así, mientras auscultaba ámpulas y administraba morfina, mientras cerraba los párpados de una mujer o tomaba la mano temblorosa de un niño, lo único que me obsesionaba era desentrañar la naturaleza del lenguaje con que lucubraban cosas contra mí.
Mi espionaje continuó. Me levantaba temprano para comprobar lo rigurosa que era la rutina establecida por Amparo. No hubo excepción: estaba en pie a las 5:30 de la mañana.
Ningún día faltó el café o el té. Y cada mañana subía con la charola de alimentos al cuarto de la Traicionada. Ese era el momento que yo aprovechaba para tratar de capturar la estructura interna de su idioma desconocido. Me apostaba del otro lado de la puerta y, con los ojos cerrados, me concentraba como sólo lo había hecho antes, muchos años antes, frente a los libros de anatomía. El sonido de los vocablos era insoportablemente melodioso, casi dulce. Y había una repetición intrigante de la que me di cuenta como al tercer día de mi espionaje. Se trataba de un sonido parecido a la sílaba «glu». La repetían incesantemente y, al hacerlo, parecían replicar el eco de la lluvia, el momento en que una gota de agua cae pesada y definitiva sobre la corteza del mar. De mis espionajes, por otra parte, sólo pude sacar en claro que su idioma no era, como supuse al principio, una copia de ese juego infantil que consiste en incluir la sílaba «fa» entre las sílabas de todas las palabras. Se trataba, en cambio, de un idioma completo, sofisticado, compuesto por largas unidades gramaticales donde se presentía el