La justeza de la decadencia hace continuas y frecuentes aunque inverificables referencias al pasado. No se trata precisamente de un émulo del legendario Jeff Bridges de Loco corazón (Scott Cooper, 2009). A nadie le consta, pero acaso ayer fue para Pat el frenesí y el paroxismo. Quizá la fama pasajera, el triunfo renovado cada noche que parecía interminable, el arrastre con el público juvenil, la idolatría de bolsillo, la huida a las fans plurihumillables multihumilladas, el negarse a dar entrevistas, el baje inescrupuloso a la mujer del amigo, los arrebatos de divo, las canciones originales (Las hojas secas, Camaleones) debidamente copiadas de sus héroes y modelos inalcanzables (Morrison, Abby Killroy). Hoy todo es pretérito punzante (“Todo lo que te aburre lo destruyes”), recuerdo verbalizado, pósters, caricatura presente, ausencia de futuro, invocaciones por supuesto a la longevidad asombrosa de Los Rolling Stones e inscripciones en el túnel que conduce a la muerte. Migajas, residuos, fracasos, contriciones. Cierta forma de arrepentimiento sincero o no pero siempre tardío. Cada vez más lejos de Morrison (reducido a un inapropiado subtítulo superpuesto sin que su asunto venga a cuento: “Interpretar nuestro arte y perfeccionar nuestras vidas: Jim Morrsion”) e incluso de sus propias canciones, viles caricaturas-sucedáneo de las más famosas de Los Doors. Omnirreferencial, autorreferencial: gratuitamente referencial. El pasado se le ha vuelto omnipresente, está en todas partes y en ninguna porque ha devenido irrepresentable. En compensación, incluso se da el lujo de representar el futuro, un futuro a ciegas, un único futuro seguro e inevitable, invisitable: la muerte. Sin lograr jamás su objetivo, que era nada menos que dramatizar, como garantía edificante de obvias reforma y redención, la venganza del presente cercado contra las etapas que lo preceden y lo suceden, o para decirlo con una bella expresión política de Alexander Kluge, el ataque del presente al resto de los tiempos.
La justeza de la decadencia intuye como puede la semblanza del irresponsable perfecto que vive en el juego y en el engaño de sí mismo, que se sigue creyendo roquerín y se la pasa dándole baje al auto de su amigo-representante, descubre una nueva euforia en la compañía de una joven que vagamente se le resiste pero que cree conquista más o menos fácil y de tarde o temprano. Pero, ante la inminencia de la muerte (la suya, la de su amigo-enemigo por causa de la chica), debe de pronto dejar de jugar. Y el antónimo del juego no es la seriedad, sino la realidad, la inminencia, la revelación, la presencia y el embate brutal de lo real. Pero en ese momento, también el mundo cambia, paradójicamente, y el hombre es ahora quien se convierte en juguete de su entorno, tanto del imaginario (otra vez el cruce de la línea mortal vuelto túnel lugarcomunesco y erubescencia) como del hospital y sus coincidencias sorpresivas.
La justeza de la decadencia oscila entre las descripciones grisáceamente ampulosas, los símiles arbóreos que la chava chavocha recita a la menor provocación o en caso de peligro (así cuando el berrinchudo celoso Pat pretendía bajarla de su auto le asesta su filípica predilecta: “Eres un eucalipto, el árbol más plantado en el universo, florece en las peores circunstancias, todo un sobreviviente, pero no comparte su espacio, segrega una sustancia tóxica...”), las sobrerreacciones autoexcitadas a granel, los diálogos conceptuosos de risa loca pese a ser gritoneados con intimidadora exasperación (“Le huyes a la vida porque crees que no te merece, pero tú no le has dado nada” / “No estoy huyendo de la vida, estoy tratando de congraciarme con ella”) a un pelito de Cabeza de Buda (Garcini, 2009), y los imposibles vuelcos, los audacísimos giros, los ineptos cambios de tono: crónica realista, itinerario humano, esperpento a lo Alcoriza con túnicas blancas y negras de significados opuestos en medio del túnel decorado de neón (“Reality Ends Here”), cabezas vendadas de dibujo animado, patizas y escupitajos. Pero, como de costumbre en Corona Andrade, lo más interesante serán sus intentos críticos mediante súbitos zarpazos, al igual que cuando abordó, así fuera con torpeza, pero denunciadora e intempestivamente, los temas (aún vírgenes en el cine mexicano) de la corrupción académica en Purgatorio o del omnímodo caciquismo liquidahomólogos eclesiásticos en Extraños caminos. En Euforia arremete contra la hipocritona cobardía de un curita pueblerino moscamuerta, seductor (“No es fácil cargar esta sotana y honrarla toda la vida”) y cogelón (“Pinche cura pito alegre”), un Padre Amaro apenas desreprimido y sin crimen (acaso por falta de imaginación), a quien el relato sigue hasta en la pudibundería ridícula de su comportamiento sexual más íntimo (desvistiéndose debajo de las cobijas tras hacer que Ana haga lo propio a su lado, cogida esforzada siempre bajo las sábanas para que no se le antoje pecaminosamente el cuerpo de su partenaire) y se burla de él en pleno orgasmo (el sufrimiento doble, el aullido del cabrón mustio a la hora de tener una eyaculación patéticamente más precoz que cualquiera de Diego Luna en El búfalo de la noche), antes de que Pat los descubra abrazaditos y dulcemente insatisfechos por la mañana, en una secuencia de antología, a sabiendas de que “Para cada pecado hay una penitencia”, y acabar mucho después hasta perdiendo para siempre a su amada instantánea, luego de haberla rocambolescamente recuperado.
La justeza de la decadencia desemboca en la anunciada maduración de todos tan temida. Cual si los personajes en su conjunto se deslizaran hacia su perdición edificante y ejemplar, como si sólo pudieran dirigirse al encuentro de los valores positivos y el usufructo de la lección ganada por la experiencia con todo bienhechoramente recibida, todos iban, incluso sin saberlo, pero en su fuero interno deseándolo, camino hacia la autoaceptación. Una autoaceptación que deberá, debería ser a un tiempo redescubrimiento existencial y redención. Una autoaceptación que por milagro y sinuosamente les llegará a todos. O más bien, veleidosa, voluble, ampulosa y farragosamente les sobrevendrá, por turno y en montón, interminable. El avión de la viajera compulsiva Ana despega ante el testigo decepcionado, la mirada dulce del niño autista también lo certifica: “Y aquí estaba de nuevo la realidad”. Saliendo del Maximo’s, el charco borra la efigie decadente que se aleja para siempre (“Ya no volverán”). La chava azotada irriga ahora vegetales en soledad, esplendiendo por fin en un vivero digno del jardín botánico de Las buenas hierbas (Novaro, 2009), entre significativos árboles dicotómicos, los invariables que simbolizan la permanencia y los que mudan de hojas para emblematizar el cambio (“¿Un pino? No gracias, me convertí en roble”). El exroquero asumido como tal y convertido en figurín, con disfraz romántico tardío, corbata de moño y esmoquin, al piano de un bar de hotel, ofrece sombría y sobriamente al respetable su nueva pieza intitulada Para Ana. Por fin han comenzado a ser ellos mismos, un tanto solitaria y tristemente: la ya no tentadora galana diurna de modalidad recia y enérgica figura autosuficiente, el ya no galán romántico nocturno de escénica postura elegante y fina sensibilidad.
Y la justeza de la decadencia era ante todo una eterna disolvencia carretera a contraluz, un recuento autocompasivo apenas transferido y agrestemente virilista (“Quiero a los hombres porque son hombres y no mujeres”), un desahogo ingrato y sonrientemente agriado, un reflejo depresivo tras varias cirugías físicas que se creen emocionales, una invisible euforia (más bien (ausencia de ella) vuelta humilde megalomanía desvanecidamente disfrazada de nostalgia, una desviada desviación de desviaciones con supuesto sentido taoísta (“El camino es la meta”), un reaccionario reencuentro bifurcado con la resignada vida verdadera.
La justeza de la rabia
Es la rabia en dos dimensiones extremas y consecuentes, en dos caras enfrentadas sólo al parecer opuestas, la rabia rumorosa y la rabia martirizada, para los vértigos y los abismos amorosos de tres sexos que a fin de cuentas padecen como uno solo o son uno y todo.
Lado A: La justeza de la rabia rumorosa
Rostros displicentes o rostros en íntima erupción emotiva. Rostro enfermo y rostros festivos. Laberinto de rostros. Rostros indolentes verbalizando la resolución de un crucigrama, rostro concentrado de solitario inquieto en su sitio al lado de rostros de parejas que bailan, como el de una mujer de vestido