Desaparecido: memorias de un cautiverio. Mario Villani. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Mario Villani
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9789876919432
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que lo llevó a preguntarse sobre cómo hablar de lo indecible cuando el lenguaje no alcanza para representarlo. Esta preocupación de Wittgenstein se tradujo en su breve Tractatus Logico-Philosophicus de 1921 donde plantea que, si es imposible hablar sobre lo indecible (el horror, lo traumático o incluso lo inefable), sólo caben dos opciones: callar para que el silencio abrume como un grito, o “mostrar” en/con los padeceres del cuerpo aquello que no se puede decir. Wovon man nicht sprechen kann, darüber muβ man schweigen, “de lo que no se puede hablar, hay que callar”, dice la proposición final de su Tractatus.

      El trauma es indecible. Sólo es comprensible aquello que se puede expresar con el lenguaje, pero al mismo tiempo sólo se puede pensar aquello que es factible traducir en palabras. En esta paradoja –hay una dimensión impensable, pero no por ello menos real, que radica más allá del lenguaje humano– Wittgenstein complementa a Freud y su noción de lo traumático y la repetición del síntoma. También se anticipa al dilema ético-filosófico del Holocausto (Primo Levi, Elie Wiesel, Viktor Frankl, Jorge Semprún, Imre Kertész, Hanna Arendt y tantos otros) que plantea la incapacidad última del lenguaje para “poner palabras a lo que está fuera de discurso ya que ese acontecimiento real llamado trauma es un agujero en lo simbólico” (Rubin de Goldman, Nuevos nombres del trauma, 103). Como indica Hernán García Hodgson en Wittgenstein y el Zen, Wittgenstein se topa “con los límites del lenguaje, con los confines de la significación y constata la existencia de una dimensión inefable que no puede ser transferida ni expresada por medio de palabras” (12). Ante lo traumático sólo cabe entonces alcanzar un “silencio ostensible” o una “mostración de lo indecible” (Françoise Fonteneau, La ética del silencio, 47). Pero ese silencio no representa pasividad y, por el contrario, es un silencio “activo”. Al imperativo de callar ante lo indecible le sigue otro: mostrar por otros medios aquello que no se puede nombrar. Para Wittgenstein, “se puede mostrar allí donde no se puede hablar” (Fonteneau, 39), y en esto acompaña la teoría psicoanalítica de Freud para quien el cuerpo y los síntomas de sus enfermedades revelan lo silenciado a modo de discurso no verbal que llena los huecos del discurso lógico. Igual que el arte, la poesía o el misticismo religioso, el cuerpo muestra en silencio aquello que el discurso lógico no puede representar y expresa a gritos, por medio de sus marcas, aquello que el lenguaje calla: el inconsciente no calla nunca (Rubin de Goldman, 154). Para expresarlo de otro modo: ante lo indecible el lenguaje falla; pero donde el lenguaje falla, el cuerpo muestra.

      Tal vez por eso me intrigó la historia que Villani nos contó sobre su experiencia en los campos cuando dio su charla en Georgia State University aquel febrero de 2005. Me intrigó su relato sobre los horrores vividos, pero también los silencios reveladores de ese “hueco” en el discurso lógico de que hablan los estudios de Wittgenstein: la sonrisa enigmática de Villani cuando narra hechos difíciles de imaginar, o su humor cáustico (a veces rayano en el humor negro) que desmiente su aparente distancia emocional y revela que hay algo intransferible más allá de las palabras. A partir de aquella visita a Atlanta, Mario y yo nos hicimos amigos. Nos volvimos a ver pocos meses después, en abril de 2005, con motivo de un congreso en Hood College, Maryland, organizado por la profesora argentina María Griselda Zuffi. Más tarde nos reencontramos varias veces porque los familiares de mi esposa viven en Miami y aproveché nuestras visitas a esa ciudad para reconectarme con él y conocer a su esposa Rosita Lerner. A lo largo de los siguientes dos años fue germinando lentamente una idea hasta que, después de muchas charlas telefónicas y encuentros informales, me atreví a planteárselo: ¿y si escribiéramos juntos un libro sobre tu experiencia en los campos en base a entrevistas grabadas? Para mi sorpresa, Mario y Rosita respondieron con un rotundo sí.

      Grabadora en mano, nos reunimos por primera vez en marzo de 2008 en Miami. Volvimos a hacerlo en abril, julio y noviembre de ese mismo año. Cada encuentro representó dos días y cerca de ocho horas de grabación por vez. En junio de 2009 grabamos otros dos días de charla por Skype. Por último, volvimos a reunirnos en Miami cuatro veces más, dos días en agosto y dos en diciembre de 2010. Además de eso, hubo numerosas conversaciones telefónicas e intercambios de correos electrónicos que nos permitieron ir discutiendo aspectos del libro, mientras Mario me enviaba textos de sus escritos, testimonios judiciales y conferencias públicas que me sirvieron para corroborar ciertos datos y agregar otros. Al comienzo me fue difícil escuchar por horas el relato de sus historias llenas de situaciones traumáticas; por sobre todo, me fue muy difícil transcribir esas historias al papel durante el largo proceso de desgrabación de las entrevistas. Incluso mi esposa Yvette, que a veces escuchaba desde otra habitación la voz sonora de Mario saliendo de la grabadora, llegó a sentirse afectada por el flujo de hechos terribles relatados con un tono neutro y calmo. Avrum Weiss, un extraordinario terapeuta de Atlanta que se especializa en el tratamiento del síndrome postraumático y ha trabajado extensamente con veteranos de Vietnam y ahora con los de la guerra de Irak, fue quien me dio la solución. Escuchar relatos de sufrimiento y muerte, me advirtió, es como penetrar en un territorio sagrado: no se puede entrar y salir casualmente como quien visita un centro comercial. Así como al ingresar a un templo religioso marcamos la frontera entre lo profano y lo sagrado con cierto ritual –persignarse en una iglesia católica, dar dos palmadas frente a un altar shintoísta, cubrirse la cabeza en una sinagoga–, para escuchar y transcribir las historias de Mario sin sentirme abrumado debía adoptar un ritual que honrara el mundo de las víctimas y lo distinguiera de mi vida cotidiana. Ese ritual consistió en lavarme las manos y meditar por unos segundos sobre el significado de la tarea: de allí en más lo hice antes y después de encender la grabadora para una entrevista, y antes y después de prender la computadora para transcribir su relato.

      Mis estudios de literatura latinoamericana y, en particular, del así llamado “género testimonial” me prestaron un modelo a seguir en el trabajo de entrevistar, escuchar y desgrabar las largas horas de charlas, y decidir qué incluir y qué no a partir de un constante proceso de discusión con Mario. Dos fueron los textos que me guiaron: Biografía de un cimarrón del etnógrafo cubano Miguel Barnet (1966), y Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia de Rigoberta Menchú y la antropóloga venezolana Elisabeth Burgos-Debray (1983). El primero consiste en el relato en primera persona de la vida de Esteban Montejo, un ex esclavo de ciento cuatro años que Barnet entrevistó en el hogar para ancianos de La Habana donde se alojaba. Barnet logra reproducir la voz y las vivencias de Montejo, un hombre que fue testigo de varias etapas cruciales en la conformación de la nación cubana: la esclavitud primero, su huida a los montes luego, la guerra de independencia contra España, la ocupación estadounidense y, ya hacia el final de su larga vida, la revolución. Se trata de un documento fascinante que nos remonta a la cotidianidad y las costumbres en las plantaciones de esclavos; pero es sobre todo el método seguido por Barnet (que en su introducción atribuye a “los recursos habituales de la investigación etnológica”, 15) el que ilustra las dificultades y los desafíos de escribir una historia como la de Mario Villani. Barnet señala que Montejo “nos contaba de una manera deshilvanada, y sin orden cronológico, momentos importantes de su vida [...] hemos tenido que parafrasear mucho de lo que él nos contaba. De haber copiado fielmente los giros de su lenguaje, el libro se habría hecho difícil de comprender [...] Indudablemente, muchos de sus argumentos no son rigurosamente fieles a los hechos. De cada situación, él nos ofrece su versión personal. Cómo él ha visto las cosas” (16-19). En pocas palabras, el proceso de grabar y luego transcribir las cintas magnetofónicas es apenas un primer paso: lo importante es cómo se negocia el territorio impreciso entre el recuerdo personal y lo histórico, entre el documento y lo literario. Por eso Barnet aclara: “Sabemos que poner a hablar a un informante es, en cierta medida, hacer literatura” (18).

      En cuanto a Rigoberta Menchú, tras sus experiencias en Guatemala como activista indígena en los años 70, la muerte de sus familiares a manos de la represión y su huida al exterior para salvar la vida, se encontró en 1982 fortuitamente con la antropóloga Burgos-Debray, residente en ese entonces en París. Tras ocho días de grabaciones durante las cuales Menchú le contó su niñez, su adolescencia y la tragedia de su familia y su pueblo maya, la antropóloga se dedicó a transcribir, ordenar y editar el relato, dividiéndolo en capítulos y por sobre todo adaptando el español imperfecto de Menchú (cuya lengua materna es el quiché) a un registro más convencional al alcance del lector medio. La dificultad de definir