Sus hermanas de la calle rectilínea
que lleva al horizonte
ya han empezado a brotar.
Ella está muda
como un grito
que se ha quedado congelado en la boca
como un Munch cortado de cuajo.
La veo
como una hermana
con los labios sellados
pero sin líquenes
condenada
por una buena acción.
Nunca quedan sin castigo.
Así me voy preguntando
por los muertos
que no son más que un contador:
por cada sudario
un dígito que cae como una piedra
en un pozo negro.
Pero no hay ni rastro
de nombres
de vidas
de ataúdes
de velatorios
de cortejos fúnebres.
¿No tendrían que estar aquí
los trombonistas de Nueva Orleans
los saxofonistas de Kiev
pasando por nuestras calles
con crisantemos blancos en los ojales
para rendir tributo
a cada uno
a lo que se nos va
con cada aliento usurpado
por el virus
otro muerto que añadir
al calendario de los espantos?
Un adviento contra natura.
«nada cambia nada»,
anota Louise Glück en su Averno
mientras todo cambia
ante nuestros ojos
entrecerrados
abiertos con lejía
cerrados con planchas de plomo
un eyeline cobalto
un lagar lleno de uranio.
Nada cambia nunca
y sin embargo
aquí estamos
como estatuas de sal
contemplando el porvenir
con temor a ver aparecer
nuestro nombre en la subasta.
Vuelvo a Louise Glück
como si fuera un salvoconducto
para salir de uno mismo
como salen los que tienen perro
y entrar más adentro
en la espesura:
«Tuve un sueño: mi madre caía de un árbol.
Después de su caída murió el árbol:
ya había cumplido su misión.
Mi madre salió ilesa: sus flechas desaparecieron».
¿Para qué sirven los árboles?
Depende
si hablamos de la vida
o estamos en un sueño.
Día 7, sábado 21
Hacia la isla, junto a los muertos
[…]
¡Mañana nuestro mar habrá sido vapor
PAUL CELAN, Hacia la isla
Sé que si tardo así será.
A mí, que no me gusta emplear la palabra esperanza en vano,
es decir,
no me gusta emplear la palabra esperanza.
Prefiero pensar
entre deseo y voluntad
que el mar seguirá estando ahí
el tiempo necesario
y que lo veré
antes de que la muerte
–«azul tiburón», como escribe Celan–
me cierre los ojos,
me los coma.
Día 8, domingo 22
Algunas máscaras
las más picudas
vienen de Venecia
de la necesidad de que el virus
la muerte
no nos reconozca.
Son los que mueren solos
con su conciencia
en las angarillas de la razón
carne sin misterio
sombra inerte
y la pregunta
como una ráfaga de viento
que golpea
y hace añicos
lo que parecía a salvo.
Pero hay manos
que salvan ese abismo.
Los hospitales
ya eran estaciones.
Pero ahora están bajo custodia.
Que canten los pájaros no nos alarma
que rompan el estado de sitio
no son los tambores de una guerra
la de nuestra generación
son heraldos amables
de lo que Wislawa decía
que nos estábamos perdiendo
«sus buenas 24 horas
1440 minutos de ocasiones
86 400 segundos que mirar».
Nuestra amiga lleva siete años
–multiplicad esta noche
aprovechando el ábaco del pánico–
encerrada en sí misma.
Ella es un estado de sitio.
Ella es Orán y todas las ciudades.
Ella es un centinela.
Ella sí está confinada
y desde el panóptico de su azotea
nos observa:
escribe con los iris
y tiene servidores mecánicos
que la mantienen de este lado
donde la realidad
reparte ortigas y mascarillas
guantes e hidroalcohol
arrebatos