No tengo nada que decir de la angustia y, en cuanto me dejo arrastrar al silencio, no me acecha para ser expresada. Pero la angustia también hace que yo no tenga nada que decir de nada, y no me acecha menos cuando quiero conferirle a mi tarea un fin que la justifique. Sin embargo, no me está permitido escribir no importa qué cosa. El sentimiento de la inutilidad de lo que hago está ligado a ese otro sentimiento de que nada es más grave que eso. Me encuentro ante el ultimátum del no importa qué debido no al resultado de una orden que me declara: todo está permitido, haz lo que quieras, sino debido al límite de una situación que convierte todo lo que me importa en el equivalente de un no importa qué y me niega ese no importa qué precisamente cuando ya no me importa. Puedo jugarme mi destino a los dados cada vez que, al jugármelo como azar exterior a mí, lo tomo como destino absolutamente vinculado a mí, pero, aunque los dados estén ahí para trocar en capricho la fatalidad demasiado penosa que ya no puedo desear, me convierto en un jugador al que le interesa jugar y que, debido a ese interés por el juego, hace que el juego sea imposible (ya no es un juego). Así también, si el escritor quiere escoger al azar lo que escribe, solo puede hacerlo si esa operación representa la misma exigencia de reflexión, la misma búsqueda de lenguaje, el mismo efecto penoso e inútil que el acto de escribir. Es decir, que, para él, escoger al azar es escribir, escribir convirtiendo su espíritu y el uso ejercitado de sus dones en el equivalente de un puro azar.
Siempre será más penoso para el hombre emplear rigurosamente su razón adhiriéndose a ella como a una coincidencia de acontecimientos fortuitos que plegarla a una imitación de efectos azarosos. Resulta relativamente fácil elaborar un texto con una serie de letras tomadas al azar. Resulta más difícil componer ese texto cuando se experimenta la necesidad del mismo. Pero resulta extremadamente dificultoso producir la obra más consciente y más equilibrada asimilando en cada momento las fuerzas razonables que la producen a un auténtico juego caprichoso. En ese sentido, las reglas que definen el arte de escribir, las imposiciones que ahí se introducen, las formas fijas que lo transforman en un sistema necesario, obstáculos todos ellos insuperables para la tirada de dados, son para el escritor tanto más importantes cuanto más extenuante vuelven el acto de conciencia mediante el cual la razón que observa dichas reglas ha de identificarse con una ausencia de reglas. El escritor que se libera de los preceptos para encomendarse al azar falta a la exigencia que le ordena no poner a prueba el azar si no es bajo la forma de un espíritu sometido a los preceptos. Trata de escapar a su inteligencia creadora experimentada como fortuna entregándose directamente a la fortuna. Recurre a los dados del inconsciente porque no puede jugar a los dados con la conciencia extrema. Él, al azar, limita el azar. De ahí su búsqueda de textos devastados por la aventura y su intento por contemporizar con la negligencia. Le parece que así está más cerca de su pasión nocturna. Pero es porque, para él, al lado de la noche todavía está el día y, por fidelidad a las normas de la claridad, necesita traicionarse en lo que respecta a aquello que carece de figura y de ley.
La aceptación de las reglas tiene el límite de que, cuando estas se han borrado y se han convertido en costumbres, ya no conservan casi nada de su forma apremiante y tienen la espontaneidad de lo que es fortuito. La mayor parte del tiempo, entregarse al lenguaje es abandonarse. Uno se deja llevar por un mecanismo que hace recaer sobre él toda la responsabilidad del acto de escribir. La verdadera escritura automática es la forma habitual de la escritura, aquella que ha convertido en automatismos los esfuerzos deliberados y las tachaduras del espíritu. En el extremo opuesto de la escritura automática está la voluntad angustiada de transformar en iniciativas meditadas los dones del azar y más nítidamente la preocupación por hacerse cargo de la conciencia que se adhiere a las reglas o las inventa como si fuese un poder semejante en todo al azar. El instinto que, ante la angustia, nos lleva a huir de las reglas proviene, por consiguiente, si es que él mismo no es huida de la angustia, de la necesidad de buscarlas como reglas verdaderas, como coherencia exigente y no ya como costumbres y medios de una tradicional comodidad. Intento darme una nueva ley, y no la busco porque sea nueva o porque será mía —ese pensamiento de novedad o de originalidad, en mi situación, resultaría irrisorio—, sino porque su novedad es la garantía de que es verdaderamente ley para mí, de que se impone con un rigor del que tengo conciencia y que torna para mí más penoso el sentimiento de que no tiene más sentido de lo que lo tiene una tirada de dados.
Las palabras dan al que las escribe la impresión de que le son dictadas por el uso, y él las recibe con el malestar de encontrar en ellas una inmensa reserva de facilidades y de efectos previamente montados — montados sin que su capacidad haya tenido en ello parte alguna. Ese malestar puede conducirlo a rechazar totalmente las palabras de la vida práctica, a interrumpir la voz familiar que escucha indolentemente, menos absorto por lo que escribe bajo la influencia de esa voz que por los gestos y las indicaciones del crupier en la mesa de juego. Entonces le parece necesario retomar las palabras por su cuenta e, inmolándolas en sus competencias serviles, exactamente en su aptitud para estar a su servicio, recuperar, con su rebeldía, el poder que tiene de ser su dueño. El ideal de las «palabras en libertad» no tiene por objeto descargar a las palabras de toda regla, sino liberarlas de una regla que uno ya no soporta para someterlas a una ley que siente verdaderamente. Hay un esfuerzo por convertir el acto de escribir en la causa de una perturbación del orden y de un paroxismo de conciencia tanto más angustiosos cuanto que esa conciencia de una prescripción inquebrantable es también conciencia de un defecto absoluto de orden. A la luz de esto, enseguida resulta evidente que inventar unas reglas nuevas no es más legítimo de lo que lo es reinventar las reglas antiguas; por el contrario, resulta más duro devolverle al uso su valor de imposición, despertar en el lenguaje ordinario la orden que en él se ha efectuado, adherirse a la costumbre como a la llamada misma de la reflexión. Dar un sentido más puro a las palabras de la tribu puede consistir en dar a las palabras un sentido nuevo, pero también en dar a las palabras su antiguo sentido, donarles el sentido que tienen resucitándolas tal y como no han dejado de ser.
Si leo, el lenguaje, ya sea lógico o totalmente musical (no discursivo), me hace adherirme a un sentido común que, al no estar directamente vinculado con lo que soy, se interpone entre mi angustia y yo. Pero si escribo, soy yo quien hace que el sentido común se adhiera al lenguaje y, para ese acto de significación, llevo tanto como puedo mis fuerzas a su punto de extrema eficacia, que es dar un sentido. Todo, en mi espíritu, trata pues de ser conexión necesaria y valor puesto a prueba; todo, en la memoria, recuerdo de un lenguaje que todavía no se ha inventado e invención de un lenguaje que se recuerda; a cada operación le corresponde un sentido y, al conjunto de las operaciones, ese otro sentido de que no hay sentido preciso para cada una de ellas; las palabras tienen su sentido como sustituto de una idea, pero también como composición de sonidos y realidad física; las imágenes se expresan como imágenes y los pensamientos afirman la doble necesidad que los asocia con determinadas expresiones y los convierte en pensamientos de otros pensamientos. Es entonces cuando se puede decir que todo lo que está escrito tiene para el que lo escribe el mayor sentido posible, pero también el sentido de que es un sentido vinculado al azar, de que es el sinsentido. Naturalmente, como la conciencia estética solo tiene conciencia de una parte de lo que hace, el esfuerzo por alcanzar la necesidad absoluta, y por tanto la vanidad absoluta, siempre resulta vano a su vez. No puede alcanzar la meta, y esa imposibilidad de alcanzar la meta, de llegar al término en donde resultaría como si nunca hubiese alcanzado la meta, es la que lo torna totalmente posible. Conserva un poco de sentido por el hecho de no recibir nunca todo su sentido, y está angustiado porque no puede ser pura angustia. La obra maestra desconocida siempre deja ver en una esquina la punta de un pie encantador, y ese pie delicioso impide que la obra esté acabada, pero también le impide al pintor decir, con el mayor sentimiento de quietud, ante la nada de su lienzo: «¡Nada, nada! Por fin, no hay nada».
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