De la angustia al lenguaje. Maurice Blanchot. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Maurice Blanchot
Издательство: Bookwire
Серия: La Dicha de Enmudecer
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788413640105
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hasta un punto superior de eficacia; ha sido creador; y lo que ha creado es en adelante una fuente de valores cuya fecundidad supera con mucho las fuerzas que se han gastado en hacerla nacer.

      El escritor sumido en la angustia experimenta especialmente que el arte no es una operación ruinosa; él, que trata de perderse (y de perderse como escritor), ve que, al escribir, aumenta el crédito de la humanidad, por consiguiente, aquel que le es propio, puesto que sigue siendo hombre; otorga al arte unas nuevas esperanzas y riquezas que recaen pesadamente sobre él; transforma en fuerzas de consuelo las desesperadas órdenes que recibe; salva con la nada. Esta contradicción es tal que no le parece que estratagema alguna pueda ponerle fin. Las desdichas tradicionales del artista —vivir pobre y miserable, morir realizando su obra— no se tienen naturalmente en cuenta en la estructura de su porvenir. La esperanza del nihilista —escribir una obra, pero una obra destructiva, que represente, por lo que es, una posibilidad indefinida de cosas que ya no serán— también le resulta ajena. Se da cuenta de la intención del primero, que cree sacrificar su existencia cuando lo que hace es ponerla por entero en el trabajo que ha de conferirle eternidad, y del ingenuo cálculo del segundo, que aporta a los hombres, en forma de conmociones limitadas, una perspectiva ilimitada de renovación. Su camino es muy diferente. Obedece a la angustia, y la angustia le ordena que se pierda, sin que dicha pérdida esté compensada por ningún valor positivo.

      «No quiero llegar a algo —se dice el escritor—. Quiero, por el contrario, que ese algo que persigo, que soy, cuando escribo no desemboque, por el hecho de que escribo, en nada, en forma alguna. Me resulta indispensable ser un escritor que sea infinitamente menos grande en su obra que en sí mismo, y ello con la utilización completa y leal de todos sus medios. Deseo que esa posibilidad de crear, al convertirse en creación, no solo exprese su propia destrucción así como la destrucción de todo lo que pone en tela de juicio, es decir, de todo, sino que no la exprese. Para mí, se trata de realizar una obra que ni siquiera tenga esa realidad de expresar la ausencia de realidad. Lo que conserva un poder de expresión conserva el mayor valor real, aun cuando lo que se expresa no tenga ninguno; pero ser inexpresivo no pone fin al equívoco que asimismo saca de ello lo siguiente: que entonces queda expresada la necesidad de no expresar nada».

      Este monólogo es ficticio, porque el escritor no puede darse como proyecto, en forma de un plan meditado y coherente, aquello que a él se le exige como lo contrario de un proyecto y en la más oscura y vacía de las imposiciones. O, más exactamente, su angustia se acrecienta con esa exigencia que lo fuerza a proseguir, mediante una tarea metódica, con la preocupación de la que no se puede dar cuenta si no es por medio de una desorganización inmediata de sí mismo. Su voluntad, en cuanto poder práctico de ordenar lo que es posible, se torna a su vez angustiada. Su razón nítida, siempre capaz de responderse en un discurso, es, en cuanto nítida y discursiva, igual que la impenetrable locura que lo reduce al silencio. La lógica se identifica con la desdicha y con el pavor de la conciencia. Esta sustitución, no obstante, solo puede ser momentánea. Si la regla consiste en obedecer a la angustia y si la angustia no acepta sino lo que la acrecienta, resulta momentáneamente soportable tratar de hacerla pasar al plano de un proyecto con fecha de caducidad porque ese esfuerzo la lleva al punto álgido de malestar, pero eso no puede durar; rápidamente la razón actuante impone la solidez que es su ley; angustiada hace un momento, ahora convierte la angustia en razón; trastoca la búsqueda ansiosa en una ocasión para el olvido y el descanso. A partir de esa usurpación, e incluso antes de que se produzca, simplemente en la amenaza que deja entrever la utilización más desconfiada del espíritu realizador, todo trabajo se torna imposible. La angustia exige el abandono de aquello que corre el riesgo de tornarla más débil; lo exige, y dicho abandono, al significar el fracaso del acuerdo deseado debido a la dificultad misma que entraña, acrecienta aquella de manera extrema; la angustia se torna incluso tan grande que, liberada de sus medios y al perder contacto con las contradicciones en las que se ahoga, tiende a una extraña satisfacción; al seducirse, no se ve más que a sí misma, es mirada que se vela y sentimiento que se descompone; una suerte de suficiencia se constituye con su insuficiencia; el movimiento desgarrador en el que consiste la arrastra hacia una ruptura definitiva; va a perderse en la corriente que la conduce a perderlo todo. Pero, en esa nueva situación extrema, la especie de angustia fundida en esa embriaguez en la que siente que se está convirtiendo la expulsa hacia fuera. Con una pesadez incrementada, vuelve hacia la traducción lógica que le hace experimentar —de una forma razonable, es decir, privada de delicias— las contrariedades que de nuevo la sitúan constantemente en el presente. La realización se tantea una vez más, tanto más sombría cuanto más violentamente se intenta y tanto más buscada cuanto más la muestra, bajo la amenaza de un nuevo fracaso, el recuerdo del fracaso. El trabajo es posible provisionalmente en la imposibilidad que lo torna más penoso. Y así hasta que esa posibilidad se presente como real al destruir la parte imposible que era su condición.

      El escritor no puede prescindir de su proyecto puesto que la profundidad de su angustia está vinculada al hecho de que no puede prescindir de una realización metódica. Pero padece la tentación de proyectos singulares. Por ejemplo, quiere escribir un libro en el que el poner en juego todas las fuerzas significativas se reabsorba en lo insignificante. (¿Lo insignificante es lo que escapa a la inteligibilidad objetiva? Esas páginas compuestas por una secuencia discontinua de palabras, esas palabras que no suponen ninguna lengua, siempre pueden, a falta de un sentido asignable, producir, mediante el acuerdo o el desacuerdo de los sonidos, un efecto que represente su razón). O bien el escritor se propone una obra de la cual quede excluida la hipótesis de un lector. (Lautréamont parece haber realizado ese sueño. ¿Cómo no ser leído? Se querría organizar el libro de acuerdo con el modelo de una casa fácilmente abierta a los visitantes, pero una vez se haya penetrado en ella, sería preciso no solo perderse en ella, sino quedar atrapado en una pérfida trampa, dejar de ser lo que se era, morir. ¿Que el escritor destruye su obra en cuanto la ha escrito? Ocurre a veces, es un subterfugio infantil, nada está hecho mientras la estructura de la obra no torne imposible al lector y, en primer lugar, al lector que es el escritor mismo. Acabamos imaginando un libro al que, como hombre por un lado e insecto por otro lado, el escritor no tendría acceso sino al escribirlo; un libro que lo haría sucumbir como poder lector sin hacerlo desaparecer como razón escritora, que lo despojaría de la visión, de la memoria, de la intelección de aquello que habría compuesto con todas sus fuerzas y todo su espíritu). O bien piensa en una obra tan ajena a su angustia que aquella sería el eco de esta debido al silencio que mantendría. (Pero lo incógnito no es nunca verdadero; cualquier frase banal es la confesión de la desesperación que se da en el fondo del lenguaje).

      Todos estos artificios deben a su carácter pueril la seriedad con la que son sopesados y conformados. La chiquillada adelanta su fracaso atribuyéndose un modo de ser demasiado ligero para que el éxito o el no-éxito la sancione. Estos intentos tienen en común la búsqueda de una solución completa para una situación que una solución completa arruinaría y transformaría en su contrario. No tienen por qué fracasar, pero no deben tener éxito. Tampoco tienen por qué equilibrar en un orden deliberado el éxito y el fracaso, de manera que le dejen a la ambigüedad la responsabilidad de una decisión. Todos los proyectos que hemos evocado pueden, en efecto, retomarse en el equívoco y ni siquiera son concebibles si no es al abrigo de una intención con múltiples figuras. Esa pérdida de la significación que el escritor le pide a un texto privado de toda inteligibilidad la recibe del texto más razonable en el caso de que este parezca expresar su carácter de evidencia como un desafío a la comprensión inmediata. Él le añade esa oscuridad suplementaria: que hay dudas acerca del sinsentido de ese sentido; que la razón, al tomarse a sí misma a broma en los reconocimientos que le son habituales, no muere en ese juego sino porque se niega obstinadamente a jugar. La ambigüedad es tal que no se le puede tomar la palabra ni como razón ni como sinrazón. Quizá la página absurda, a fuerza de ser sensata, sea verdaderamente sensata; quizá no tenga el menor sentido. ¿Cómo decidir al respecto? Su carácter está ligado a un cambio de perspectiva, y no hay en ella nada que permita fijarla desde un ángulo definitivo. (Siempre se puede decir que su sentido consiste en admitir ambas interpretaciones, en teñirse tan pronto de sentido común, tan pronto de sinsentido, y así puede determinarse como indeterminación entre ambos posibles; pero eso mismo traiciona su estructura, pues no está dicho que su verdad consista en ser tan pronto