Tamas recorrió con la mirada los tejados de los edificios aledaños. Allí estaban apostados sus magos de la pólvora y sus mejores tiradores, apuntando con los rifles a la multitud. Trató de imaginarse el rostro de la Privilegiada que había hecho trizas a sus magos la noche anterior. Curtida, de más edad, con algo de gris en el cabello. Con arrugas en el rabillo de los ojos y una toga que olía a polvo. Se preguntó si se presentaría allí en un intento de rescatar al rey. En el Palacio del Horizonte, visible allá arriba, al este, Taniel y los mercenarios iban detrás de su rastro.
Tamas observó a sus compañeros en el balcón y se preguntó qué dirían ellos si supieran que eran carnada para una Privilegiada. Notaba que el tercer ojo de Olem estaba abierto, examinando la multitud.
—Da la señal —dijo Tamas.
Olem levantó un par de banderines rojos. Los agitó dos veces.
Las puertas de Diente Negro se abrieron con un chirrido estridente que se oyó a más de medio kilómetro a la redonda. El gentío desvió su mirada de Tamas, los cuerpos iban girando en olas enormes a medida que iban fijando su atención en el lado opuesto del Jardín del Rey. Tamas se inclinó hacia delante con el corazón golpeando como un martillo.
De las puertas de Diente Negro empezaron a salir soldados a caballo. Se abrieron paso a los empujones a través de la multitud. Tamas distinguió la coronilla oscura y brillante de Sabon al frente de la hilera, gritando indicaciones. La gente fue obligada a retroceder y se formó una callejuela. Detrás de los caballos venía un carro simple con los prisioneros.
El pueblo gritó al unísono y se abalanzó hacia delante. Por un momento, Tamas tuvo el temor de que Sabon y sus hombres fueran derribados. ¿El rey llegaría siquiera a la guillotina?
Los soldados hicieron que el gentío retrocediera. Fueron avanzando muy lentamente a través de la plaza, forcejeando todo el tiempo con la turba. El carro del rey se detuvo frente a la plataforma de las guillotinas, justo debajo del balcón de Tamas. Los soldados se esparcieron detrás del vehículo para que el camino quedara abierto, como una serpiente gigante a través de las multitudes. Tamas tragó saliva. Entre las dos hileras de soldados avanzaba una fila de más de mil personas con las piernas unidas con cadenas. La fila llegaba hasta Diente Negro. Eran los nobles y sus hijos mayores, y muchas de sus esposas. Sus ropajes arrugados no significaban nada en las fauces de la turba, y por encima de los soldados de Tamas volaban saliva y comida en mal estado.
—El verdugo se jubilará después de esto —comentó Olem.
El espectáculo hizo que a Tamas se le elevara el ánimo y, al mismo tiempo, le produjo asco. Ese era el punto culminante de décadas de planificaciones. Tembló de entusiasmo y se estremeció dudando de sí mismo. Si había un hecho por el que la historia lo recordaría, sería ese.
Hubo una conmoción en la avenida Reina Floun, a la derecha de Tamas. El corazón se le fue a la garganta.
—Rifle —ordenó. Olem le entregó uno—. Carga de reserva.
Tamas tomó la carga de pólvora de reserva y la rompió con los dedos. Tocó la pólvora negra con la lengua y sintió un chisporroteo instantáneo. Se estremeció y se sujetó de la barandilla, mientras el mundo se combaba frente a sus ojos. Cerró los ojos con fuerza y, cuando los abrió, todo se veía perfectamente enfocado. Podía ver cabello por cabello de cada cabeza situada seis pisos por debajo de él, y alcanzaba a ver casi un kilómetro a lo largo de la avenida Reina Floun como si él mismo estuviera allí.
—Dragones —dijo—. Una compañía completa.
Los dragones llevaban los uniformes decorados de los Hielman del rey, y venían montados en poderosos caballos de guerra. Se abrían paso por entre el gentío, como si la calle hubiera estado vacía, pisoteando a mujeres y niños sin siquiera mirar atrás. Desenvainaron espadas y desenfundaron pistolas a medida que iban avanzando.
Olem levantó uno de los banderines sin necesitar que se lo dijeran. Lo giró por encima de su cabeza y lo colocó en posición horizontal señalando hacia Reina Floun. Tamas divisó a varios hombres vestidos de negros, meros puntos en la multitud, que comenzaban a moverse en esa dirección. Eran hombres hoscos y corpulentos de la afamada Guardia de la Montaña, mandados llamar para controlar a la gente. Los tiradores que estaban por encima de Reina Floun cambiaron de posición para poder visualizar a los dragones. Tamas le echó una mirada a Olem: Sabon lo había preparado bien para ese momento. Profesional, imperturbable, incluso cuando los Hielman amenazaban el corazón mismo de sus planes.
—No disparen hasta que yo dé la señal —dijo Tamas. El banderín de Olem transmitió la orden.
Los dragones aminoraron la velocidad al llegar al Jardín del Rey. Estaba demasiado atestado incluso para sus animales de novecientos kilos. Más cuerpos desaparecieron debajo de sus caballos, pues no había lugar donde escapar. La gente se volvió hacia los dragones.
Los caballos de los Hielman se detuvieron por completo. ¿Adónde podían ir? ¿Debían pasar por encima de las cabezas de todos los presentes? Los Hielman instaron frenéticamente a sus animales para que siguieran. Detrás de ellos comenzaron a oírse gritos lastimeros, de amigos y familiares que gritaban de furia, y trataban con desesperación de ayudar a sus heridos.
El primer Hielman fue arrancado de su montura y desapareció por debajo de la superficie de la muchedumbre. Varias manos se estiraron hacia los otros, que del pánico comenzaron a blandir sus sables. Una pistola se disparó y la multitud respondió al unísono: con un rugido de furia.
Un Hielman duró varios minutos, forzando a su caballo a moverse en círculos, pisoteando con los cascos, mientras blandía su espada para mantener a raya a la turba, hasta que cayó y despareció, como sus camaradas.
Tamas oyó que alguien lanzaba un grito de incredulidad. Lady Winceslav se desmayó. Una cabeza se alzó por encima de la multitud. Todavía llevaba el sombrero alto y con plumas de los Hielman, pero definitivamente le faltaba el cuerpo. Dejó un reguero de sangre y tejidos al ser pasada de mano en mano. Enseguida se le unieron otras cabezas.
Tamas se obligó a mirar. Todo esto era obra suya. Por Adro. Por el pueblo.
Por Erika.
—Un mal modo de irse, señor —comentó Olem. Fumó su cigarrillo y continuó mirando la escena junto al mariscal, cuando incluso Charlemund había desviado la mirada.
—Sí —respondió Tamas.
El rey y la reina fueron guiados hasta la plataforma. Sobre ella había seis guillotinas alineadas y preparadas, con sus operadores esperando en posición de firme. Manhouch y su esposa se pusieron de pie frente a la multitud y fueron bombardeados con comida podrida. Tamas se quedó perplejo cuando un trozo de carne ensangrentada abofeteó a la reina en el rostro y le dejó una mancha roja sobre su piel de alabastro y su camisón color crema. Ella se desmayó y cayó sobre el suelo de la plataforma. Manhouch pareció no darse cuenta.
Tamas volvió a mirar las cabezas de los Hielman. Iban atravesando la muchedumbre en dirección a las guillotinas.
El rey levantó la mirada hacia donde estaba Tamas, buscó algo en su bolsillo y extrajo un trozo de papel sucio. Se aclaró la garganta y comenzó a hablar, aunque Tamas supuso que solo sería el verdugo quien oyera sus palabras. El ruido fue aumentando y Manhouch intentó seguir con su discurso a los gritos, hasta que finalmente guardó silencio y, ya dándose por vencido, dejó caer la cabeza. El verdugo jaló las cadenas de Manhouch. El rey se quedó congelado, no se movió hasta que el verdugo lo golpeó en la nuca y lo llevó a rastras hasta la guillotina.
Era una pequeña bendición para ambos, supuso Tamas, que estuvieran inconscientes cuando bajara la hoja.
La cabeza de Manhouch cayó en una cesta que había debajo de la máquina, y una fuente de sangre salpicó a los espectadores más cercanos, a pesar de que se había dejado una separación de siete u ocho metros justamente por ese motivo. La reina fue colocada en la siguiente máquina mientras los trabajadores volvían a preparar la primera. Su cabeza cayó en