—Guardaespaldas, sirviente y niño de los recados. Cualquier maldita cosa que se le pueda ocurrir al mariscal de campo. Con todo respeto, señor.
—Supongo que esas fueron las palabras de Sabon.
—Sí, señor.
Tamas reprimió una sonrisa. Este hombre podía llegar a caerle bien. Demasiado suelto de lengua, quizás.
Una delicada columna de humo se elevaba por detrás del soldado.
—Olem, ¿tienes fuego en la espalda?
—No, señor.
—¿Y ese humo?
—Mi cigarrillo, señor.
—¿Cigarrillo?
—Es la última moda. Un tabaco tan bueno como el rapé, señor, y a mitad de precio. Viene desde Fatrasta. Los armo yo mismo.
—Hablas como un vendedor. —Tamas comenzó a sentir cierta irritación.
—Mi primo vende tabaco, señor.
—¿Por qué lo escondes detrás de ti?
Olem se encogió de hombros.
—Usted es abstemio, señor, y es bien sabido entre sus hombres que tampoco permite el tabaco.
—Entonces, ¿por qué lo escondes detrás de ti?
—Estoy esperando que se voltee para poder fumarlo, señor.
Al menos era sincero.
—Una vez hice azotar a un sargento por fumar en mi tienda. ¿Por qué piensas que a ti te trataré distinto? —Eso había sucedido hacía veinticinco años, y Tamas había estado a punto de perder su rango a causa de eso.
—Porque quiere que yo le cuide la espalda, señor —respondió Olem—. Por lógica, no le dará una paliza al hombre que espera que lo mantenga con vida.
—Ya veo —dijo. Olem no había sonreído en absoluto. Tamas llegó a la conclusión de que efectivamente este hombre le caía bien. A su pesar.
Se observaron mutuamente durante unos momentos. Tamas no podía evitar mirar la columna de humo que se elevaba por detrás del soldado. Entonces le llegó el olor. No era terriblemente desagradable, era menos acre que la mayoría de los cigarros, pero no tan agradable como el tabaco de pipa. Incluso tenía un dejo de menta.
—¿Tengo el trabajo, señor? —preguntó Olem.
—¿Es cierto que no necesitas dormir?
Olem se tocó el centro de la frente.
—Tengo el Don, señor. Es de familia. Mi padre era capaz de oler a un mentiroso a un kilómetro. Mi primo puede comer más comida que cien hombres, o nada de nada durante semanas. ¿Mi don? No necesito dormir. Incluso tengo la tercera vista, así que ya sabe que es real.
Los hombres que tenían un Don eran considerados los menos poderosos entre aquellos que tenían habilidades de hechicería. Usualmente se manifestaba como un talento particular muy fuerte, aunque algunos sí eran muy poderosos. Había mucha gente que decía poseer uno. Solo aquellos que tenían el tercer ojo, la habilidad de ver hechicería y a aquellos que la blandían, eran realmente Dotados.
—¿Por qué nunca te contrataron como guardaespaldas?
—¿Señor?
—Con un talento como ese, podrías estar a cargo de la seguridad de algún duque en Kez y ganar más dinero que diez soldados juntos. O quizás servir en el extranjero con las Alas de Adom.
—Ah. Es que me mareo al navegar.
—¿Eso es todo?
—Los guardaespaldas de los ricos necesitan poder salir a navegar con ellos. Soy completamente inútil a bordo de una embarcación.
—¿Entonces cuidarás mi espalda siempre y cuando yo no salga a navegar?
—Básicamente, señor.
Tamas miró al hombre unos momentos más. Olem era un sujeto conocido y apreciado entre las tropas; sabía disparar, boxear, cabalgar y jugar a las cartas y al billar. Era un tipo común y corriente desde el punto de vista de los soldados.
—Tienes una mancha en tu legajo —dijo Tamas—. Una vez le diste un puñetazo en el rostro a un na-barón. Le rompiste la mandíbula. Cuéntame sobre eso.
Olem hizo una mueca.
—Oficialmente, señor, lo empujé para que no lo atropellara un carruaje fuera de control. Le salvé la vida. Lo vio la mitad de mi unidad.
—¿Con el puño?
—Sí.
—¿Y extraoficialmente?
—El tipo era un cretino. Le disparó a mi perro porque asustó a su caballo.
—¿Y si yo alguna vez tengo motivos para dispararle a tu perro?
—Le daré un puñetazo en el rostro.
—Me parece justo. El trabajo es tuyo.
—Ah, genial. —Olem parecía aliviado. Quitó sus manos de detrás de la espalda y se puso el cigarrillo en la boca. Inhaló con fuerza. Le salió humo por la nariz—. No habría tardado en apagarse.
—Ah. Voy a arrepentirme de esto, ¿no?
—En absoluto, señor. Llegó alguien.
Tamas alcanzó a divisar movimiento en el interior.
—Ya es la hora. —Avanzó hacia la puerta del balcón y se detuvo. Los perros se despertaron y se le colocaron alrededor de las piernas. Tamas miró a Olem.
—¿Señor?
—También debes abrirme la puerta.
—Claro. Disculpe, señor. Me llevará un tiempo acostumbrarme.
—A mí también —dijo Tamas.
Olem le sostuvo la puerta. Los perros entraron corriendo delante de Tamas con el hocico pegado al suelo. El salón estaba casi en silencio, a pesar del creciente volumen de las voces del Jardín. Hacía tantos días que Tamas no dormía, que el silencio le pareció relajante.
Estaba en una gran oficina, si es que una habitación tan grande podía llevar ese nombre. La mayoría de las viviendas podrían caber en su interior. Había pertenecido al rey, un lugar tranquilo donde poder estudiar o revisar las decisiones tomadas por la Casa de los Nobles. Como todo lo demás que requiriera dos dedos de frente o un mínimo interés por el modo en que se gobernaba el país, esa habitación había estado vacante durante todo el reinado de Manhouch; aunque Tamas sabía de buena fuente que el rey se la había prestado a su amante favorita el año anterior, hasta que sus consejeros se enteraron.
Ricard Tumblar se encontraba frente a la mesa de refrigerios, revisando una bandeja con pasteles de azúcar en busca de los mejores. Era un hombre apuesto, a pesar de su creciente calvicie. Tenía el cabello corto, color café, y rasgos marcados, con arrugas en la comisura de los labios de tanto sonreír. Llevaba un costoso traje hecho con el pelaje de algún animal del este de Gurla, y usaba la barba larga al estilo de Fatrasta. Junto a la puerta había un sombrero y un bastón de un gusto tan caro como ecléctico.
Ricard controlaba el único sindicato de trabajadores de Adopest y, entre toda la junta de coconspiradores de Tamas, él era el único capaz de proporcionar una compañía agradable durante más tiempo que unos pocos minutos. Hrusch y Pitlaugh lo olfatearon hasta que les dio un pastel a cada uno. Los perros tomaron sus premios y fueron al diván de la ventana.
Tamas suspiró. Odiaba que la gente les diera comida. No iban a cagar bien por una semana.
—Sírvete lo que quieras —dijo Tamas.
Ricard le sonrió abiertamente.
—Gracias.