«No se preocupe, deje que se tome unas vacaciones, ya lo recuperará más adelante —había dicho el anciano señor—. Mi buena vecina cree que mi nieto estudia demasiado y necesita la compañía de otros jóvenes, diversión y ejercicio. Sospecho que está en lo cierto y que he criado al muchacho entre algodones como lo hubiese hecho su abuela. Dejemos que haga lo que le apetezca con tal de que sea feliz; no podrá hacer ninguna diablura en ese pequeño convento y la señora March está haciendo por él más que nosotros».
Lo cierto es que lo pasaban en grande. Organizaban representaciones teatrales, carreras de trineos, concursos de patinaje. Veladas maravillosas en la vieja sala y, de vez en cuando, fiestas en la casa grande. Meg podía ir al invernadero siempre que quisiera y disfrutar haciendo ramos de flores; Jo devoraba libros de la estupenda biblioteca y el anciano se desternillaba con sus comentarios; Amy copiaba cuadros y gozaba de tanta belleza, y Laurie actuaba como el señor de la casa haciendo gala de sus exquisitos modales.
En cambio Beth, a pesar de lo mucho que anhelaba tocar el gran piano, no conseguía reunir el valor suficiente para acudir a la «casa de las bendiciones», como la había bautizado Meg. En una ocasión fue en compañía de Jo, pero el anciano, ignorante de su timidez, la había mirado fijamente, con las pobladas cejas fruncidas, y había lanzado un «ah» tan fuerte que a la joven le entró un tembleque que «hizo vibrar el suelo bajo sus pies», según comentó a su madre; salió corriendo, muerta de miedo, y prometió que no volvería allí, ni siquiera por el preciado piano. No había forma de convencerla de que intentase superar su temor, hasta que el asunto llegó a oídos del señor Laurence, de manera algo misteriosa, y éste decidió resolver el problema. En una de sus breves visitas, dirigió hábilmente la conversación hacia la música. Habló de los cantantes famosos a los que había visto actuar, los órganos maravillosos que había oído tocar y compartió anécdotas tan interesantes que a Beth no le quedó más remedio que abandonar su rincón y acercarse a él, fascinada por su relato. Plantada detrás del anciano, escuchó muy atenta, con sus grandes ojos abiertos como platos y las mejillas rojas de emoción. El señor Laurence no reaccionó ante su presencia, como si fuese una simple mosca, y siguió hablando de las clases y los maestros de Laurie hasta que, de pronto, como si acabase de ocurrírsele una idea, dijo a la señora March:
—Ahora el chico está descuidando sus clases de música y me alegro, porque estaba demasiado volcado en ellas. Pero el piano se resiente si nadie lo toca; ¿podría ir alguna de sus hijas a tocar de vez en cuando para mantenerlo afinado?
Beth dio un paso al frente y juntó las manos para no aplaudir. La tentación era irresistible, y solo de pensar en poder tocar aquel magnífico instrumento se quedó sin aliento. Antes de que la señora March pudiese decir algo, el señor Laurence hizo un extraño gesto de asentimiento y siguió hablando:
—No tienen por qué ver o hablar con nadie, pueden entrar en cualquier momento, porque yo estoy siempre encerrado en mi estudio, en la otra punta de la casa. Laurie pasa mucho tiempo fuera y las criadas nunca se acercan al salón pasadas las nueve. —Dicho esto, se levantó como si fuese a despedirse y Beth se decidió a hablar, puesto que este último comentario había vencido sus últimas resistencias—. Por favor, dígaselo a sus hijas y, sí no les interesa venir, no se preocupe.
En ese momento, una manita se deslizó en la suya y Beth le miró llena de gratitud mientras decía con su habitual timidez y dulzura:
—Sí, señor, ¡les interesa muchísimo!
—¿Es usted la jovencita a la que le gusta la música? —preguntó él, sin sobresaltarla esta vez con un «ah», al tiempo que la miraba con ternura.
—Soy Beth: me encantaría ir a su casa, siempre y cuando me garantice que nadie me oirá ni me interrumpirá —añadió ella, temerosa de resultar descortés y asombrada de su propio atrevimiento.
—No habrá ni un alma, querida; la casa está vacía la mayor parte del día, así que puedes venir y hacer todo el ruido que quieras. Estaré en deuda contigo.
—¡Qué amable es usted, señor!
Beth se ruborizó bajo la amable mirada del anciano, pero ya no tenía miedo y le estrechó la mano para darle las gracias, incapaz de agradecerle con palabras la preciada oportunidad que le brindaba. El anciano caballero le retiró con dulzura el pelo de la frente, se inclinó hacia ella, le dio un beso y dijo en un tono poco habitual en él:
—Yo tuve una vez una niña que tenía unos ojos como los tuyos; Dios te bendiga, querida. Buenos días, señora. —Y se fue precipitadamente.
Beth abrazó a su madre y luego corrió a dar la magnífica noticia a su familia de muñecas inválidas, ya que sus hermanas todavía no habían vuelto a casa. ¡Con qué alegría cantó aquella tarde y cómo se rieron todas cuando, en mitad de la noche, despertó a Amy moviendo en sueños los dedos sobre su rostro como si fuera un piano! Al día siguiente, después de ver salir al abuelo y al nieto de la casa, y tras dos o tres intentos fallidos, Beth se deslizó por la puerta lateral y se encaminó tan sigilosa como un ratón hacía el salón donde se encontraba su idolatrado instrumento. Por casualidad, claro está, había algunas partituras de piezas fáciles de tocar sobre el piano. Con dedos temblorosos y frecuentes pausas para comprobar que nadie la miraba ni oía, Beth logró por fin tocar el estupendo piano. Enseguida se olvidó del miedo, de sí misma y de todo lo que la rodeaba y se perdió en el indescriptible embrujo de la música, que era, para ella, como la voz de una queridísima amiga.
Permaneció allí hasta que Hannah la fue avisar de que era hora de cenar. Sin embargo, Beth no tenía apetito y se limitó a acompañar a sus hermanas, sonriendo con aire embelesado.
A partir de entonces, una pequeña capucha marrón cruzaba el seto cada día y un espíritu melodioso, que entraba y salía sin que nadie lo viera, se adueñaba del gran salón. Beth no sabía que a menudo el anciano señor Laurence abría la puerta de su estudio para escuchar complacido aquellas tonadas antiguas que tanto le gustaban. No vio nunca a Laurie apostado en el vestíbulo para impedir que las criadas se acercasen al salón. Tampoco sospechó nunca que los libros de ejercicios y las partituras sencillas que aparecían sobre el piano tenían por único fin ayudarla en su aprendizaje, y cuando Laurie hablaba con ella de música, se decía que el joven era muy amable al explicarle cosas que tan útiles le resultaban. Beth se sentía feliz al ver que su sueño se hacía realidad, algo que no siempre sucede. Tal vez por sentirse tan agradecida por el regalo recibido, recibió otro mayor; de todas formas, la jovencita merecía ambos.
—Mamá, le voy a hacer unas zapatillas al señor Laurence. Es muy bueno conmigo y quiero darle las gracias. No se me ocurre mejor manera que ésta. ¿Te parece bien? —preguntó Beth, semanas después de la famosa visita del anciano a la casa.
—Claro, querida. Seguro que le gusta mucho y me parece una buena manera de agradecerle su ayuda. Tus hermanas te ayudarán y yo pagaré el material —contestó la señora March, encantada de poder complacer a Beth, porque esta rara vez pedía nada para sí.
Tras numerosas y serias deliberaciones con Meg y Jo, eligieron un diseño, compraron el material y empezaron a confeccionar las zapatillas. Decidieron bordar unos pequeños y discretos ramilletes de pensamientos sobre un fondo púrpura intenso, y Beth se entregó a la tarea, día y noche, con alguna que otra ayuda en las partes más difíciles. Como estaba dotada para la costura, las zapatillas estuvieron listas antes de que nadie se pudiera aburrir de la labor. A continuación escribió una nota