»Hablaba tan animosamente, se mostraba tan sincero y parecía tan complacido de entregar cuanto tenía que me sentí avergonzada. Yo había ofrecido a un marido y me parecía un precio excesivo, mientras que él había dejado marchar a cuatro hijos sin quejarse; yo tenía a mis niñas para animarme al volver a casa, y a él solo le quedaba un hijo, que le esperaba a kilómetros de distancia, tal vez para darle un último adiós. Me sentí tan rica, tan afortunada y tan llena de bendiciones que le preparé un buen paquete, le di algo de dinero y le agradecí de corazón la lección que me había enseñado.
—Mamá, cuéntanos otra historia, otra con moraleja, como ésta. Cuando son cosas que han pasado de verdad y no suenan a sermón, me dan mucho que pensar —dijo Jo, tras un minuto de silencio.
La señora March sonrió y empezó enseguida. Llevaba muchos años contando historias a aquel pequeño público y sabía muy bien cómo complacerlas.
—Había una vez cuatro niñas que tenían lo bastante para comer, beber y vestir; bastantes comodidades y caprichos, buenos amigos y unos padres que las querían mucho, y sin embargo no estaban satisfechas. —En este punto, las jóvenes se miraron de reojo y empezaron a coser diligentemente—. Esas muchachas ansiaban ser buenas y se hacían magníficos propósitos que, por una razón u otra, nunca mantenían, y no dejaban de decir: «Si tuviéramos tal cosa», o «Si pudiéramos hacer esto o aquello», olvidando lo mucho que en realidad tenían y las numerosas cosas agradables que estaban a su alcance. Así pues, preguntaron a una anciana a qué hechizo podían recurrir para ser felices y ella les contestó: «Cuando os sintáis descontentas, pensad en las bendiciones que habéis recibido y dad gracias por ellas». —Al oír esto, Jo levantó la vista un segundo, como si fuese a decir algo, pero cambió de idea al entender que el cuento no había terminado.
»Como eran unas jovencitas muy inteligentes, decidieron seguir el consejo y pronto se sorprendieron al comprobar lo afortunadas que eran. Una descubrió que el dinero no podía evitar que la vergüenza y la pena entrasen en una casa, por rica que ésta fuese; otra, que se creía pobre, entendió que gracias a su juventud, su buen humor y su salud era más feliz que cierta anciana cascarrabias que no sabía gozar de su posición; una tercera comprendió que, por desagradable que resultase tener que preparar la cena, era mucho peor tener que mendigar para poder cocinarla, y la cuarta comprobó que ser buena valía más que tener una sortija de cornalina. Así pues, convinieron en no volver a quejarse, disfrutar de las bendiciones que habían recibido y procurar ser merecedoras de ellas pues, en lugar de crecer, podrían muy bien desaparecer. Y creo que nunca se arrepintieron ni se sintieron decepcionadas por seguir el consejo de la anciana.
—Marmee, qué ingeniosa. Has dado la vuelta a nuestras historias y las has aprovechado para darnos un sermón —exclamó Meg.
—Me gusta esta clase de sermones. Me recuerda los que nos solía dar papá —observó Beth, pensativa, mientras enderezaba las agujas en el acerico de Jo.
—Yo no me suelo quejar tanto como las demás pero, después de ver lo que le ha ocurrido a Susie, lo haré mucho menos —afirmó Amy, muy seria.
—Necesitábamos esta lección y no la olvidaremos. Si lo hacemos, solo tienes que repetirnos lo que la vieja Cloe le decía al tío Tom: «Pensad en vuestras bendisiones, niñas, pensad en vuestras bendisiones» —intervino Jo, que no podía resistirse a sacarle punta al sermón, aunque el mensaje le había llegado tan hondo como a las demás.
5
UNA BUENA VECINA
—Y ahora, ¿qué estás tramando, Jo? —preguntó Meg, en una tarde de nieve, al ver a su hermana cruzar el vestíbulo con botas de lluvia, un abrigo viejo con capucha y una escoba en una mano y una pala en la otra.
—Voy a salir a hacer ejercicio —contestó Jo, con un brillo pícaro en la mirada.
—¿Acaso no te basta con los dos largos paseos que has dado esta mañana? Fuera hace frío y está nublado. Te aconsejo que te quedes en casa, junto al fuego, caliente y seca, como pienso hacer yo —repuso Meg, que sintió un escalofrío.
—Ya sabes que no suelo seguir consejos de nadie; no puedo pasar un día entero sin hacer nada y no me gusta dormitar junto a la chimenea. Tengo ganas de aventura y voy a salir en busca de alguna.
Meg volvió al comedor para calentarse los pies y leer Ivanhoe y Jo se dedicó a despejar la nieve del camino con mucha energía. La nieve era muy ligera y la joven no tardó en abrir paso alrededor del jardín para que Beth pudiese salir a dar un paseo, cuando el sol asomase; sus muñecas impedidas necesitaban tomar el aire. El jardín lindaba con la propiedad del señor Laurence; las casas estaban situadas en un barrio de las afueras que recordaba mucho el campo, con alamedas y espacios con césped, amplios jardines y calles tranquilas. Un seto bajo servía de límite entre ambas propiedades. A un lado se alzaba una casa vieja de color marrón oscuro, que tenía un aspecto algo abandonado, desprovista de la parra que la embellecía en verano y de las flores que solían rodearla. Al otro lado había la casa señorial de piedra, que mostraba claramente lo holgado de la posición de sus habitantes, pues contaban con toda clase de comodidades, desde una gran cochera hasta unos paseos bien cuidados que conducían hasta el invernadero, sin olvidar un sinfín de cosas hermosas que se atisbaban entre los pesados cortinajes de las ventanas. Sin embargo, la casa parecía solitaria y sin vida; no había niños jugando en el césped, ni se veía el rostro de una madre saludar desde sus ventanas, y no entraba ni salía nadie salvo el anciano y su nieto.
Jo imaginaba la casa como una especie de castillo encantado, repleto de maravillas y comodidades de las que nadie disfrutaba. Hacía tiempo que deseaba descubrir aquellas maravillas ocultas y saludar al joven Laurence, que parecía deseoso de darse a conocer, aunque no supiera por dónde empezar. Desde el baile, el interés de la joven por su vecino no había hecho sino aumentar, y había imaginado varias estrategias para entablar conversación con él. Pero hacía mucho que nadie le veía y Jo empezó a temer que se hubiese marchado, hasta que un día vio, en una de las ventanas de la planta superior, un rostro que miraba con curiosidad hacia el jardín de su casa, donde Beth y Amy habían organizado una guerra de bolas de nieve.
Este joven necesita compañía y diversión, se dijo. Su abuelo no sabe lo que le conviene y lo mantiene encerrado, aislado del mundo. Necesita jugar con muchachos alegres o estar con una persona joven y animada. Me dan ganas de ir y decírselo al anciano señor.
La idea le pareció divertida. Le encantaba hacer cosas osadas y siempre escandalizaba a Meg con sus salidas de tono. Jo no olvidó su plan de ir a la casa y aquella tarde de nieve decidió intentar llevarlo a cabo. Cuando vio salir al señor Laurence, empezó a abrir un camino en la nieve en dirección al seto, donde se detuvo para estudiar la situación. Todo estaba en calma. En las ventanas de la planta baja, las cortinas estaban corridas. No había ningún criado a la vista y la única forma humana que se distinguía era la de una cabeza de cabello oscuro y rizado apoyada sobre una mano en una ventana de la planta alta.
Ahí está, pensó Jo. ¡Pobre muchacho! ¡Solo y enfermo en un día tan sombrío! ¡Qué pena! Le arrojaré una bola de nieve a la ventana para que me mire y, entonces, le diré algo amable.
Dicho y hecho. Jo lanzó una bola de nieve y la cabeza que se veía por la ventana se volvió de inmediato. El rostro perdió su expresión lánguida al instante, los ojos se iluminaron y los labios esbozaron una sonrisa. Jo asintió, se echó a reír y, blandiendo la escoba, preguntó:
—¿Qué tal se encuentra? ¿Está enfermo?