Hay cosas que han instalado a Druff en esta demencia, este “vaudeville alcohólico”. Están las hojas de coca en su bolsillo. Está su salud deteriorada. Y está su conciencia culpable: ha cometido adulterio; ha recibido sobornos. Siente que van a descubrirlo. El hecho de que “el cabello tenga brea y la respiración, laca”, los “quesos y las bebidas amargas”, lo delatarán.
“Si fuiste tú el que pidió el soborno suelen darte hasta tres semanas por cada mil”, le dice Druff a Mikey, su preocupado hijo, que tiene treinta años y todavía vive en casa. “Si te sobornaron ellos, normalmente te dejan ir pagando una multa… la política de tu padre es la de solamente aceptar sobornos”. “Eso lo sé –responde Mikey–, el tema es lo que todas esas multas podrían hacerles a tus ingresos”.
Lo que más le preocupa a Druff y su MacGuffin es la muerte de la novia de Mikey, una islámica chiita llamada Su’ad que murió en un accidente de auto en el que el conductor huyó. El mismo Druff una vez la deseó, solo un poco, mientras ella no paraba de hablar sobre la causa chiita. “Todo me suena como una típica toma de poder”, le dijo en una ocasión. “Lo vemos todo el tiempo en la municipalidad”. Lo local aquí representa lo universal. Como comisionado de calles, Druff debe averiguar por qué murió Su’ad en una de ellas. ¿Habrá sido por un semáforo defectuoso? En el mundo de Elkin no existe nada más complicado –o más simple– que los Estados Unidos municipales.
El período de tiempo en esta narrativa sin capítulos es de aproximadamente dos días; y en ese lapso Druff pasa muchas horas viajando en auto por la ciudad con su chofer, “Dick el espía”, fantaseando ser la víctima de una operación encubierta, recordando los días en que conoció a su esposa (quien había logrado transformar su escoliosis en una invitación lasciva) y hablando con Dick sobre el extraño tráfico en el medio de la noche.
“Son las enfermeras”, le dice su chofer. “Se indisponen a las siete de la noche. Es experimental. La menstruación les hace la vida imposible a menos de que tengan el turno del medio, el de las once hasta las siete, pero hoy en día se piensa que el síndrome premenstrual las vuelve más agudas”.
A lo que Druff solo puede preguntar: “¿Es eso verdad?”. Para él, un hombre “con la edad suficiente para ser de una generación que todavía se maravillaba con que los autos tuvieran radio”, todo ha comenzado a parecer plausible, convincente y poco convincente en el mismo grado. Esto es particularmente así respecto de la muerte de Su’ad. ¿Contrabandeaba alfombras o las importaba de forma legítima? ¿Y qué quería de Mikey? Era “muy devota… muy convencida del asunto como un terrorista”, y su hijo tenía planes de volver con ella al Líbano. “Iba a dejar que me tomaran de rehén”, le dice Mikey a su padre.
Pero finalmente, Druff se entera de que minutos antes de su muerte, Su’ad asistió a una conferencia de “un diputado de origen árabe del estado de Delaware, con cuyas visiones conciliatorias Su’ad estaba fuertemente en desacuerdo”. El diputado, refiriéndose a “nuestros primos israelíes”, remarcó la necesidad de que todas las partes trabajaran por encontrar soluciones en Medio Oriente. Enojada, Su’ad se puso de pie e hizo una acalorada referencia a la necesidad de soluciones definitivas; una hora después estaba muerta.
Aquí no hay ningún misterio resuelto, ninguna historia sagrada dispuesta como una mesa; no realmente. Elkin es brillante, pero a su brillante manera. Su visión no es, como han dicho los generales para hablar de la guerra del Golfo, “dependiente de la situación”. Es menos hueca, más nerviosa que eso. “La vida es principalmente aventura o principalmente psicología”, dice la voz del MacGuffin antes de despedirse de Druff. “Si tienes lo suficiente de una, entonces no necesitas mucho de la otra”.
The MacGuffin, entonces, no es solamente un retrato elkinesco de las tristezas del cuerpo y los peligros morales del trabajo. Es una declaración a favor del poder del habla, a favor del habla como su propia resolución; incluso el movimiento de la boca, veloz y maníaco, de Druff, puro símil y digresión, ese cotorreo, disc jockey del corazón. Incluso esa verborragia, parece decir la novela, o tal vez, especialmente esa verborragia, esa incoherencia, es una intimidad, una negociación… una plegaria contra la muerte, una suspensión de la guerra.
(1991)
MAO II, DE DON DELILLO
Si los terroristas han tomado el control de la narrativa del mundo, si han capturado la imaginación histórica, ¿se han vuelto, en efecto, los nuevos novelistas? ¿Para tener influencia sobre la mente humana han desplazado una literatura precariamente emplazada? ¿Son los escritores –a quienes les falta una fe más grande por no decir más letal– los nuevos rehenes? “¿Es posible la historia? ¿Hay alguien que sea serio?”. Estas son algunas de las preguntas postuladas por Mao II, la nueva novela de Don DeLillo, quien con libros como Jugadores, Ruido de fondo y Libra ha demostrado que nadie puede igualar su habilidad para hacer que Estados Unidos, el mal sueño de Estados Unidos, hable a través de su pluma.
Mao II toma su título de uno de los famosos retratos hechos por Andy Warhol de Mao Zedong. Para DeLillo, los Warhols son más que chinoiserie paródica: estos retratos anticipan la imagen televisada del momento en que el retrato estatal oficial de Mao es desfigurado con pintura roja en la Puerta de Tiananmén. En Mao II, los retratos de Warhol se unen a las ideas del totalitarismo y la creación de imágenes, y llevan a especular sobre la forma en que la fama es transformada en una máscara mortuoria, en cómo un retrato puede congelar la mente detrás del rostro. De forma bastante adecuada, la novela empieza y termina con una boda, esa ocasión tan estereotípicamente fotografiada. Y sin embargo, mientras este final crea una comedia palindrómica, se trata de unas nupcias anticómicas, apocalípticas.
No es que Mao II no ensaye cada tanto un chiste. Como en gran parte de la obra de DeLillo, la novela posee un arco discursivo, y su movimiento narrativo de idea seria a idea seria es rigurosamente desprolijo, como el movimiento asociativo del cerebro mismo. Pero como la historia sobre un escritor solitario, escrita por un escritor solitario, tiene sentido del humor. Al comienzo de la novela, un demente de la calle, “sucio, con el pelo largo, saliva seca en la barba, antiguos moretones en la frente, ahora suavizados y desmenuzándose”, irrumpe en una librería: “Estoy aquí para firmar mis libros”, le dice al guardia de seguridad. Más adelante, cuando el protagonista, un novelista llamado Bill Gray, charla con un simpatizante del terrorismo maoísta, la tensa conversación da un giro inesperado: “Hay algo que quería preguntar la otra noche en la cena”, dice el otro hombre, “¿usted usa un procesador de texto?”.
Pero sobre todo, como podría esperarse de DeLillo, esta es una historia oscura que se concentra en el escritor Bill Gray y en los diferentes personajes que rodean su vida en un momento en que Gray está particularmente cansado de su aislamiento bien custodiado. De hecho, ese aislamiento se ha vuelto una suerte de cautiverio; y, de alguna forma, el escritor está buscando un cambio de guardia. Entonces Gray huye de los confines de su casa de campo para visitar a un amigo en una editorial de Nueva York y después acepta viajar a Londres para leer en nombre de un poeta prisionero en Beirut. Sin embargo, cuando llega a Londres, la lectura ha sido pospuesta a causa de una amenaza de bomba, y Gray se traslada ineludiblemente hacia Medio Oriente (vía Atenas y Chipre), y de alguna forma se incluye en el destino del poeta rehén que, en un acto de hermandad profesional pero también de misterio espiritual, Gray insiste en intentar impedir o compartir… o quizás quiera apropiarse de ese destino. En esa competencia entre el arte y la vida, este es un escenario que refleja y al mismo tiempo es el “colapso maestro” del que habla el último libro de Gray.
Las personas presentes en la vida de Gray en este momento crítico incluyen a Scott, un fan compulsivo