bajo la mirada socarrona del Martín Alonso —cada día me gusta menos que me decía: “cuélguelos”… “cuélguelos”, a sabiendas de que si me resolvía a ordenar que ahorcaran a alguno, nadie me hubiera obedecido —y menos los malditos gallegos y vizcaínos que para desgracia mía llevaba conmigo— perdiendo yo, al punto, toda autoridad de mando y vergüenza (y esto era, acaso, lo que quería el Martín Alonso… (101).
De nuevo, el mito es explicado de manera materialista.8
De acuerdo con Blasco Ibáñez, de las tres naves del primer viaje únicamente la Pinta y la Niña eran carabelas, porque Colón, “como capitán general de la armada, quería mandar un buque mayor que el de los otros, y había puesto sus ojos en la Marigalante, única nao de más de cien toneladas que estaba en el puerto” (140). Martín Alonso “era partidario de la carabela para las exploraciones, a causa de su rapidez en la marcha y de las facilidades con que se maniobraba su velamen. El peligro de esta excesiva ligereza, que le quitaba estabilidad, era poca cosa para marinos expertos como él” (140). Sin embargo, Colón se empeñó en llevar una nave más grande por vanidad y convenció al vizcaíno Juan de la Cosa de que prestara o alquilara la Marigalante y se enganchara como maestre. De esta forma, Blasco Ibáñez culpa a Colón del naufragio de la nave rebautizada Santa María, que encalló en la costa norte de La Española, obligándolo a dejar un grupo de hombres en el llamado Fuerte de Navidad, todos los cuales perecieron posteriormente a manos de los nativos. Hay que decir que Colón había culpado a los marineros de su nave de aquel desastre, primero porque contraviniendo una disposición suya, el guardia se fue a dormir y le dejó el timón a un grumete, y luego porque al percatarse de que la nave había encallado la tripulación se apresuró a huir en vez de obedecerlo; Blasco Ibáñez los defiende, argumentando que Colón consignó en su diario “todo lo que pasaba por su imaginación excitadísima en aquel momento” (268) y llamó cobarde a Juan de la Cosa, de quien “es lógico suponer que si se apresuró a ir en el batel a reclamar el auxilio de la Niña, fue por darse cuenta de que este accidente no tenía remedio” (268). De cualquier modo, hubo desobediencia. Además, una flota estaba mejor integrada por una nave y dos carabelas, pues con embarcaciones diferentes y complementarias aumentaban las posibilidades de sobrevivir y volver, de modo que aun en caso de que Colón haya decidido llevar una nave de mayores dimensiones, esto no puede atribuirse a simple vanidad, y lo más probable es que no haya habido otra a la mano.9
Desde luego, Blasco Ibáñez no sólo defiende a los españoles de las acusaciones de Colón y sus panegiristas. De acuerdo con él, Martín Alonso había obtenido en Roma un mapa en el que aparecía Cipango y estaba por organizar un viaje a Oriente cuando la reina decidió apoyar al genovés; éste lo convenció de que lo acompañara a cambio de “la mitad de todo el interés y de la honra y provecho que de ello se hubiese” (136); por eso Martín Alonso Pinzón aportó medio millón de maravedíes a la empresa. En esta forma, Blasco Ibáñez se coloca decididamente de parte de los Pinzón y recoge las declaraciones de sus partidarios en los llamados pleitos de Colón; lo hace para mostrar que la expedición, “que los reyes sólo habían costeado en parte, resultaba en el último momento una empresa popular” (144). La verdad es que la reina ordenó a los marineros de Palos que pusieran a la disposición de Colón dos carabelas con sus tripulaciones, a lo cual estaban obligados como castigo por una revuelta, pero éstos se mostraron renuentes, y es posible que Colón haya necesitado el respaldo de los Pinzón, que eran una familia de prestigio en el lugar, pero su ayuda se ha exagerado. Alejo Carpentier rechaza por completo las pretensiones de los pinzonistas. Blasco Ibáñez se refiere en tres capítulos a los preparativos de la expedición, pero para Carpentier una vez obtenido el apoyo de la reina, sólo quedaban algunos detalles que arreglar en los que no vale la pena detenerse. Así como en su novela ni siquiera se menciona el naufragio de la Santa María y la masacre del Fuerte de Navidad, también se omite todo lo que ocurrió entre el momento en que la reina decide patrocinar el viaje y la partida de la flota y en esa forma se le niega toda importancia.10
Visión de los nativos
Dice García Márquez en El otoño del patriarca que:
cuando los oficiales del dictador le relatan que han llegado a sus costas tres carabelas, la narración de Colón está hecha, palabra por palabra, con la propia narración de su llegada a América, tomada de la bitácora y transcrita por un cronista colonial, aunque evidentemente al revés, así como que este episodio se le ocurrió después de leer Visión de los vencidos, un conjunto de textos acerca de la Conquista escritos por indios y reunidos por León Portilla.11
El pasaje, de cualquier modo, tiene otros antecedentes, pues tanto Blasco Ibáñez como Madariaga ya habían relatado el mismo episodio desde el punto de vista de los nativos, pero de una manera muy distinta; la impresión de los indios es ahí completamente favorable a los españoles, a los que toman por dioses. El relato de Madariaga es algo menos complaciente porque anota que un indio comentó que los españoles tenían cola y por eso andaban vestidos; aclara que “Era éste el chiste permanente en las Antillas sobre tribus distantes que se sabía, con mayor o menor certidumbre, ir vestidas” (Madariaga: 301), pues el cronista de los reyes Andrés Bernáldez recuerda que unos indios “dijeron al Almirante que adelante de allí era Magon, donde todas las gentes tenían rabos, como las bestias o alimañas, y que a esta causa los hallarían vestidos”, porque “ansí los de esta provincia de Ornophay como ellos andan desnudos todos, hombres y mujeres, facen escarnio de los que oyen decir que andan vestidos” (Madariaga: 607). Aparentemente Colón no se dio cuenta de la broma desde un principio por influencia de sus lecturas, ya que Marco Polo afirma que en las montañas del reino de Lambrí “hay hombres que tienen cola larga un palmo” y “gordas como las de un perro” (Viajes: 162). Madariaga, que parece apreciar el humor de los nativos, cuenta que:
un viejo indio, con cazurrería poco usual, explicó al Almirante que había gran abundancia de oro en muchas islas a cien y más leguas de distancia, con lo cual revelaba la distancia a la que deseaba ver a los españoles, tentándoles en particular con una isla que era todo oro, y en las otras que hay tanta cantidad que lo cogen y lo ciernen como con cedazos.
Es obvio que “los indios habían aprendido ya ese truco… de mandar a los cristianos a buscar oro ‘allí nomás, detrasito de esa loma’, a veinte leguas por lo menos de sus tierras” (Gerbi: 428).También en la novela de Blasco Ibáñez los indios muchas veces “dieron a entender por señas que había hombres de su raza con muchas anillas de oro en brazos y piernas, pero siempre era en la isla más cercana, nunca en la suya” (209). Sin embargo, en El arpa y la sombra se expresa esta situación de una manera mucho más clara cuando Colón dice: “Y ahora estos cabrones indios que no hacían sino desorientarme: los de La Española, acaso por alejarme de sus minas de oro, me decían siempre que más allá, que más lejos pero no tan lejos, que —‘caliente’, ‘caliente’, ‘caliente’, como en el juego de la candelita” (124).
Tal vez la principal aportación de Carpentier a este respecto está en la manera en que recrea las impresiones de los indios que Colón se llevó a España, pues éste supo por uno de ellos que ni querían ni admiraban precisamente a los españoles:
Decían que nuestras casas apestaban a grasa rancia; a mierda, nuestras angostas calles; a sobaquina, nuestros más lucidos caballeros, y que si nuestras damas se ponían tantas ropas, corpiños, perifollos y faralás, era porque, seguramente, querían ocultar deformidades y llagas que las hacían repulsivas —o bien se avergonzaban de sus tetas, tan gordas que siempre parecían prestas a saltarles fuera del escote (141).
Se asombran además de la desigualdad social y de la violencia, así como de la religión. Por supuesto, todo esto comenzó con el ensayo “Des cannibales” de Montaigne, donde éste consigna los comentarios de tres indios brasileños que fueron presentados en Ruan al joven Carlos IX (octubre 1562); éstos se asombraban de las diferencias sociales y no comprendían que los franceses se dejaran gobernar por un niño; además, el pasaje de Carpentier recuerda también los Dialogues del barón de Lahontan (1703) donde el salvaje Adario se burla de los aparatosos trajes de las mujeres.12