Cuando no pongo mi sombra en diálogo con mi imagen consciente, una salida fácil es culpar a alguien de mi malestar. Y puedo coincidir con otros en proyectar sombras sobre individuos concretos. Por ejemplo, ocurre en algunas clases en las que un niño, normalmente débil, deviene el objeto de las burlas de los compañeros de clase; o que en momentos de crisis económica ciertas voces culpan a los que cobran subsidios del Gobierno, a los inmigrantes o a los miembros de algún otro colectivo débil y claramente identificable.
La persona o el grupo objeto de la culpabilización comunitaria recibe el nombre de «chivo expiatorio». De hecho, el ritual del chivo expiatorio ya aparece institucionalizado en religiones primitivas, donde consistía en:
1) reunir a la comunidad en torno a un chivo;
2) traspasarle simbólicamente (mediante hechizos, cantos o danzas) todos los malos espíritus y disensiones que habitaban en la comunidad;
3) y sacrificar al chivo o abandonarlo en el desierto.
El resultado del ritual-sacrificio era un sentimiento de reconciliación comunitaria y de liberación de la discordia.
En la Europa medieval, cuando la causa de las enfermedades o los desastres naturales no se había determinado científicamente, el mecanismo del chivo expiatorio se usaba para identificar un culpable. Por ejemplo, cuando se declaraba una peste, los judíos acostumbraban a ser chivo expiatorio, y se pretendía erradicar la peste arrasando la judería de la ciudad.
Y, sin embargo, en sociedades contemporáneas, el mecanismo tiene aún su atractivo: algunos partidos políticos de nuestras democracias pueden usarlo para ganar votos a cualquier precio. En efecto, si un partido político consigue convencer a la gran mayoría de la población de que la culpa de la situación recae en tal grupo minoritario, entonces ese partido puede ganar muchos votos…
Este uso del chivo expiatorio es negativo por varias razones. Primero, porque mantiene escondida la sombra de cada persona. Segundo, porque simplifica la complejidad de los problemas humanos y sociales. Tercero, porque atribuir culpas es una operación muy difícil de justificar honestamente. Cuarto, porque la culpa suele recaer en individuos o grupos especialmente vulnerables. Y, finalmente, porque exime de responsabilidad a una parte importante del grupo o de la sociedad, que también debe colaborar activa y constructivamente a la solución de los retos que generan malestar.
Muchos activistas de la justicia social –religiosos o laicos– han sido combatidos convirtiéndoles en chivo expiatorio. Por ejemplo, Jesús de Nazaret fue condenado porque se puso al lado de los que eran despreciados por la comunidad, ya que sentía profundamente que Dios no margina, sino que desea la vida plena de todos. Combatiendo el mecanismo del chivo expiatorio desde la no violencia activa (tercera vía entre la violencia y el silencio sumiso), Jesús mismo se convirtió en chivo expiatorio (Joan Morera).
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La figura de la sombra personifica todo lo que el sujeto no reconoce y, sin embargo, le fuerza directa o indirectamente una y otra vez; así, por ejemplo, rasgos de carácter de valor inferior y otras tendencias irreconciliables (C. G. Jung).
Si es toda la comunidad de Israel la que, sin darse cuenta, ha hecho una acción prohibida por alguno de los preceptos del Señor, entonces ha cometido una falta, aunque le haya pasado inadvertida. Cuando se conozca la falta cometida, la comunidad deberá ofrecer un ternero como sacrificio por el pecado: lo llevará ante la tienda del Encuentro. Los ancianos de la comunidad pondrán las manos sobre la cabeza de la víctima, y luego uno de ellos lo degollará delante del Señor. El sumo sacerdote llevará la sangre del novillo a la tienda del Encuentro [...] Cuando el sacerdote haya hecho expiación por la comunidad, la falta les será perdonada (Lv 4,13-16.20).
El fabulista [Lafontaine en «Los animales enfermos de peste»] nos hace asistir al proceso de la mala fe colectiva, que consiste en identificar la epidemia con un castigo divino. El dios colérico está irritado por una culpa que no es compartida igualmente por todos. Para desviar el azote, hay que descubrir al culpable y tratarlo consecuentemente, o, mejor dicho, como escribe Lafontaine, «entregarlo» a la divinidad (R. GIRARD, El chivo expiatorio, cap. 1).
Entonces Jesús se puso en pie y les dijo:
–Aquel de vosotros que esté sin pecado, que tire la primera piedra (Jn 8,7).
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• En situaciones de desbordamiento, ¿a quién tiendes a echar la culpar: a otros o a ti mismo? ¿Qué prácticas reflexivas pueden ayudarte a reconocer serenamente tu responsabilidad en estas situaciones?
• ¿Qué problemas de mi organización o de nuestra sociedad son analizados a partir del mecanismo del chivo expiatorio? ¿Cómo se pueden resolver dichos problemas sin usar este mecanismo?
• ¿Qué relatos propios de las sociedades modernas (películas, anuncios, novelas, artículos periodísticos) transmiten implícitamente la forma de analizar problemas a partir del chivo expiatorio?
8
EL DINERO
«Me han contratado. Este verano me voy de prácticas a Londres a un banco de inversiones». Por teléfono, la voz de Pablo –22 años– reflejaba euforia contenida. Le felicité de todo corazón porque había batallado mucho para conseguir esas prácticas. Trabajará un mínimo de quince horas cada día, y ya se prepara psicológicamente para el reto. Pero, cuando supe lo que cobraría cada mes (mucho, mucho dinero), me vino a la memoria una frase de Warren Wiersbe: «El dinero es un sirviente maravilloso, pero un dueño terrible».
La idea de que un sirviente maravilloso puede convertirse en un dueño terrible remite a un texto clásico de G. W. F. Hegel conocido como La dialéctica del dueño y del sirviente. El filósofo alemán explica que una persona reducida a la condición de sirviente o esclavo de otra persona puede terminar esclavizando a su dueño. El proceso pasa por un trabajo abnegado, tenaz e inteligente del sirviente, que acaba teniendo la clave de la creación de la riqueza y convirtiendo así al dueño en dependiente de él. En el caso del dinero como sirviente, no tenemos una persona que acaba haciéndonos esclavos, sino una dinámica en la que el dinero va siendo sutilmente transmutado de sirviente de las necesidades a dueño de las voluntades. Un dueño que llega a pedir el sacrificio de las vidas de gente de nuestro entorno.
¿Cómo podemos velar para evitar este proceso sutil de terribles consecuencias? Tal vez se trata de no creer nunca que nos hemos convertido en dueños del dinero. Se me ocurren tres actitudes principales en esta tarea de vigilancia: sentir el valor del dinero, disfrutar gratis y buscar la amistad con gente pobre.
Sentir el valor del dinero. Sentir es conocer prácticamente. Es conocer de manera que tomo decisiones diferentes. Siento el valor del dinero si soy capaz de gastar –y ahorrar– de una manera diferente a como lo haría si no lo hubiera sentido. Para sentir este valor es necesario saber cuánto tiempo y esfuerzo cuesta ganarlo. Obtener dinero con poco esfuerzo aumenta los incentivos para gastarlo sin medida y, a la vez, convertirse en dependiente de él.
Disfrutar gratis. Muchas cosas agradables se pueden hacer gratis, con muy poco dinero o ahorrándolo. Por ejemplo: pasear, conversar con amigos, leer libros de la biblioteca municipal, hacer de monitor o catequista, sentarse en un banco y contemplar a la gente, entrar en una iglesia y hacer silencio, poner orden en la habitación o el despacho, barrer, zurcir calcetines, limpiar la casa, sentarse en la postura de yoga, lavar platos, cantar canciones, bailar, dibujar, visitar ancianos o enfermos, escribir los sentimientos, limpiar los zapatos, cocinar bien y barato, hacer una buena sobremesa, mirar el mar, caminar por el bosque.
Buscar la amistad con gente pobre. No se trata de dar dinero a los pobres: se trata de hacer de ellos mis amigos.