"¿Le gustaría echarme una mano para asearla?". Evaluó la ropa de Goran con una mirada dudosa. "Solo si lo desea... claro, vestido así...".
Goran vaciló.
"La ropa se lava, aunque... nunca he hecho algo así. Pero, ¡qué diablos! ¡Ni que fuera tan difícil cepillar un caballo!".
Se quitó la chaqueta y aflojó el nudo de la corbata.
"No se preocupe, no necesita de un título. Juntos tardaremos diez minutos".
"Vamos por esos diez minutos. Mi recinto personal puede esperar".
Sus relaciones con los caballos del establo, siempre se habían limitado a la observación remota. Un contacto tan sólido e íntimo nunca había pasado por su mente. Entró en el establo con súbita aprensión y con cautela y firmeza, tomó la brida que Joe le entregó. Quizás no había sido una buena idea aceptar su propuesta; incluso esta nueva pasión por la naturaleza tenía algunos límites. Pero Joe ya se había posicionado al lado del animal y comenzó a usar la brida en el cuello, con movimientos circulares, descendiendo lentamente hacia las patas. Vacilante, Goran trató de imitar sus gestos.
Al principio, Saetta parecía desconcertada por su presencia, pero pronto se calmó, mientras Goran se familiarizaba con ese tipo de masaje y con las sensaciones que le transmitía, intensas, sorprendentes. Parecía conocer esos gestos, el calor del animal, el temblor de su piel al pasar el cepillo. Le resultaba familiar, mucho más que su trabajo en la tienda, mucho más que todo lo demás. Uno de los pocos elementos reales en un mundo al que no lograba dominar.
"Tiene mano de santo, señor Milani", observó Joe, asombrado. "Por lo general, las madres desconfían de los extraños, en cambio, mire lo tranquila que está Saetta, incluso con el potro sin tener que defenderlo".
Goran sonrió.
"¿Me pediste que te ayudara pensando que me sacaría del camino con una patada en la frente?".
"No, ¿qué está diciendo?". El chico se sonrojó. "Simplemente me parecía que ella era más... bueno, no sé cómo me parecía, pero Saetta sabe más que yo".
La pesada figura de Agnese, la dueña de los establos, se asomaba por la entrada de las cuadras.
"¡Joe, son las seis en punto! Mira, no te pagaré horas extras... oh, Sr. Milani. ¿Ha decidido saltar la zanja?".
"¿Zanja?".
"Lo que nos separa de las enormes bestias peludas". La mujer apareció en la puerta del establo con una sonrisa comunicativa en el rostro. "Hay quienes tardan años. Ya sabe, el tamaño, y luego esa mirada certera... deja claro que el caballo lo lleva, pero no está a su servicio. Lo consideran la combinación perfecta de elegancia y potencia, pero muchas personas a las que les gustaría acercarse a la equitación, les atemoriza. Pensé que pertenecía a ese grupo, pero al verlo, ahora estoy tentada a cambiar de opinión. ¿Por qué no viene a echar un vistazo a los nuevos corrales? Están a solo unos minutos a pie".
Goran vaciló. El reloj lo llamaba a su cita con Irene, pero al final ya era un hombre adulto; no necesitaba pedir permiso a nadie. Se levantó de forma brusca, volvió a ponerse la chaqueta y siguió a Agnese al exterior.
Los últimos rayos del sol se volvieron violetas, filtrados por la niebla que se acumulaba en las colinas. Los nuevos recintos estaban a solo unos minutos a pie, a la vista de un buen excursionista. Goran, avergonzado por los zapatos inadecuados, luchó por mantener el ritmo de Agnese, que caminaba despreocupadamente, charlando. Caminar aún le producía un sutil placer, como escucharla explicar sus planes y las dificultades para manejar los establos. Fue un buen momento para compartir con un extraño. La vida no estaba llena de ellos últimamente.
Cuando regresaron a los establos, el reloj marcaba más de las siete.
"Tengo que irme. Gracias por todo".
Mientras aceleraba su paso hacia el estacionamiento, la voz de Agnese lo alcanzó.
"¡Si quiere, puede lavarse usando nuestro baño!".
Goran se detuvo con su mano ya en la manija de la puerta.
"¿Para qué? Los caballos huelen bien".
IRENE
"¡Más rápido más rápido! ¡Aumenta la inclinación, porque así, es un trabajo para alguien de la tercera edad!".
Irene apretó los dientes y obedeció, mirando de lado al instructor. Muchas frases se precipitaron a sus labios, ninguna pronunciable sin una gota de estilo. Desde la cinta de correr a su lado, puesta a una velocidad perezosa, Valeria la observaba con picardía.
"Así que lo hiciste de nuevo", dijo su amiga, tan pronto como el instructor se alejó. "¿Debería considerar perder?".
"Cuenta con ello", jadeó Irene.
La apuesta se remontaba a un par de semanas antes, donde según Valeria, en un mes enviaría al demonio al guapo instructor de modales insoportables; pero se necesitaba más que eso para hacerla perder el control.
"Tú, en cambio, ¿vienes a calentar o a dormir?".
Valeria sonrió.
"Fuiste tú quien pidió un programa de tonificación para bajar de peso, no yo. A mí me basta un pequeño interludio recreativo en mi pausa del almuerzo".
Irene negó con la cabeza en silencio para no alterar el ritmo de su respiración. Que Valeria considerara ‘recreativo’ verla trabajar duro, no era ningún misterio. En cuanto a ese instructor imbécil, quién sabe cómo reaccionaría si se corriera la voz de que manosea a las clientas, por ejemplo. A su currículum ciertamente no le caería bien. Si era cierto o no, era algo completamente secundario.
"Está por comenzar la hora de Pilates", le informó Valeria, envolviendo la toalla alrededor de su cuello.
Junto con otras mujeres caminaron hacia el salón. Entre los paneles ajustables que servían de divisorio, se podía ver al instructor, ya ocupado calentando en la escalera sueca.
Pilates, qué invento tan revolucionario. Desde que lo descubrió, Irene nunca lo había dejado. La hacía sentirse ágil y tranquila, abismalmente alejada de los problemas que la aguardaban fuera del gimnasio. Caminaba cinco centímetros por encima del suelo, y desde ese nivel era más fácil mantener el control, ya se tratara del trabajo, la familia o cualquier otra trampa tendida por el destino. Pensándolo bien, el término ‘control’, aparecía con demasiada frecuencia en sus pensamientos. Quizás valía la pena comentarlo con el analista.
Después de Pilates, la agenda incluía el almuerzo con los japoneses en la esquina de la plaza y el regreso a la oficina a pie. Por supuesto, la hora del almuerzo estaba fuera de los horarios normales, pero tanto ella como Valeria desempeñaban funciones en Cosmos lo suficientemente importantes como para poder ignorar las reglas impuestas a los simples mortales. Ese día, ni siquiera tenía la intención de volver a la oficina. Tenía que preparar la cena, ¡y qué cena!
La llamada telefónica se produjo mientras luchaba con los palillos para mojar un maki en salsa de soya. Odiaba esas torturas orientales, pero hubiera preferido ayunar antes que darse por vencida. Molesta por la interrupción, sacó su teléfono celular de su bolso de mano y se lo colocó entre el hombro y la oreja.
"¿Qué pasa?", ladró, tanteando con el indisciplinado bocado. "Quise decir ‘hola, mamá, ¿cómo estás? ¿Qué deseas?’".
El tema era una invitación a una fiesta benéfica la tarde siguiente, en uno de los clubes favoritos de su madre. Tiempo perdido.
"No hablemos más. Yo trabajo, por si lo olvidaste. Más bien, recuerda que dejé dicho a la gente de los muebles que te los entregaran... no, no quiero llevarlo todo a casa por ahora. Ahora me despido, estoy ocupada".
Dejó su celular con un suspiro y evaluó la situación. Valeria, el maki, los odiosos palillos. El enésimo