La pasión de Jesús. Euclides Eslava. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Euclides Eslava
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9789581205776
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a la escena de la unción en Betania, podemos preguntarnos: ¿cómo reaccionó Jesús ante la incómoda situación en que lo puso el comentario de Judas Iscariote? San Juan Pablo II continúa su exégesis:

      la valoración de Jesús es muy diferente. Sin quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han de dedicar siempre los discípulos —“pobres tendréis siempre con vosotros”—, él se fija en el acontecimiento inminente de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al misterio de su persona. (2003b, n. 47)

      Jesús dijo: “Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis”. Por ese motivo este pasaje se lee el Lunes Santo, como preparación inmediata para la celebración del Triduo Pascual. El Señor anuncia veladamente que muy poco tiempo después estará sepultado. Y lo hace con una paz y una serenidad que muestran que en él se cumple la profecía del Siervo de Isaías, que se lee como primera lectura de la misa durante las jornadas iniciales de la Semana Santa (caps. 40-55): “No gritará, no clamará, no voceará por las calles. Yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos”.

      Jesucristo ofreció su vida generosamente por nosotros, asumió la voluntad del Padre de entregarse a la muerte por nuestra salvación. Debemos pensar, como el Apóstol san Pablo, que también podemos manifestar nuestro amor a Dios imitándolo en esa abnegación por nuestros hermanos, que nos permita decir, como el Apóstol: “Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia”.

      La mejor manera de tomar la cruz de Cristo, camino del Calvario, es sufrir por los demás —sin dramatismos—, ser sus cirineos. Pidamos al Señor que nos ayude a descubrir su rostro en esos hermanos que salen a nuestro encuentro desde sus “periferias existenciales”, como dice el papa Francisco: con la enfermedad, la pobreza, las necesidades de afecto, de comprensión, de compañía. Podemos hacernos las preguntas que él mismo sugería:

      ¿Se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (2015a)

      Cuando hablamos del amor a Dios y a los hombres, del que María de Betania es ejemplar, pensamos también en la Madre de Jesús, que al mismo tiempo es nuestra Madre. A ella, que “se entregó completamente al Señor y estuvo siempre pendiente de los hombres; hoy le pedimos que interceda por nosotros, para que, en nuestras vidas, el amor a Dios y el amor al prójimo se unan en una sola cosa, como las dos caras de una misma moneda” (Echevarría, 2004).

       2. Domingo de Ramos

       2.1. Jesús, manso y humilde de corazón

      El domingo de Ramos se considera en la liturgia la figura de un rey especial anunciado por el profeta Zacarías (9,9-10): “¡Salta de gozo, Sión; alégrate, ¡Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador, pobre y montado en un borrico, en un pollino de asna”. Estas palabras no dejan de ser misteriosas, por paradójicas: anuncian a un rey, pero montado en un borrico, no en un brioso corcel:

      un rey pobre, un rey que no gobierna con poder político y militar. Su naturaleza más íntima es la humildad, la mansedumbre ante Dios y ante los hombres. Esa esencia, que lo contrapone a los grandes reyes del mundo, se manifiesta en el hecho de que llega montado en un asno, la cabalgadura de los pobres. (Benedicto XVI, 2011, p. 14)

      Si las primeras semanas del tiempo de cuaresma ponen el acento en el esfuerzo ascético del cristiano para convertirse, la última semana, en cambio, insiste en la contemplación del ejemplo de Jesús al final de su caminar terreno, según el Evangelio de san Juan. Se pretende responder a la pregunta por la naturaleza de Jesús (Aldazábal, 2003, pp. 93 ss.). En este pasaje se nos ofrece una respuesta: “Su naturaleza más íntima es la humildad, la mansedumbre ante Dios y ante los hombres”. Se ve que Jesucristo es “un rey de la sencillez, un rey de los pobres. Su poder reside en la pobreza de Dios, en la paz de Dios” (Benedicto XVI, 2011, p. 14).

      Humildad, mansedumbre, sencillez, pobreza. Estas son las notas prioritarias del rey que anunciaba Zacarías. Ese es el camino de Dios, desde el nacimiento en la humildad del pesebre hasta la muerte en el madero de la cruz, mientras que la piel del diablo es la soberbia (San Josemaría, 2009b, n. 726). Por tanto, es apenas lógico que la liturgia relacione la profecía sobre el rey humilde con el autorretrato de Jesús que transmite el Evangelio de Mateo (11,25-30): “Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”.

      No es lo mismo tu yugo suave y tu carga ligera que nuestros cansancios y agobios. Nuestro descanso es llevar tu yugo del modo en que tú lo portas: con mansedumbre y humildad. De esa manera es como tu carga alcanza la suavidad. San Josemaría tiene dos textos en los que habla de este yugo, que pueden servirnos para nuestra oración: “el yugo es la libertad, el yugo es el amor, el yugo es la unidad, el yugo es la vida, que él nos ganó en la cruz” (1992, n. 31). Y en el Viacrucis (n. 2, 4) añade otra característica: “mi yugo es la eficacia”.

      Se trata del compromiso con Dios que, aunque vincula, también libera. Es la enseñanza cristiana sobre la auténtica libertad, que no es ausencia de compromisos, sino capacidad de darse: el que más se entrega es más libre (por lo cual Jesús fue el hombre más libre de todos, atado con clavos a un madero, porque lo hizo con la libertad que da el amor). Y por ese motivo quien toma el yugo de Cristo es más libre que, por ejemplo, el hijo pródigo, que terminó esclavo de sus vicios.

      En la homilía se añade: “el yugo es la vida, que él nos ganó en la cruz”. Se trata de un peso que es fruto del amor. Puestos a sufrir —como había dicho Job (7,1): “la vida del hombre sobre la tierra es una milicia”—, mejor hacerlo por caridad que por egoísmo, mejor buscar la alegría de Dios que nuestro pequeño capricho.

      Podemos pensar en la manera como la Virgen acogió la llamada del Señor: con un “hágase” generoso, sin condiciones. Refiriéndose a esa respuesta, san Josemaría veía en ella “el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios” (1992, n. 25). El descanso para nuestras almas está en llevar libremente tu yugo, Señor; en decidirnos por Ti, y aprender así de tu mansedumbre y de tu humildad. Aprender a ser libres como lo fuiste tú, entregándonos sin condiciones a la voluntad del Padre, a cumplir la vocación, la misión que nos has asignado.

      La persona que se compromete libremente, que se entrega cada día por amor, sabe que, cuando llega el dolor, “se trata de una impresión pasajera y pronto descubre que el peso es ligero y la carga suave, porque lo lleva él sobre sus hombros, como se abrazó al madero cuando estaba en juego nuestra felicidad eterna” (San Josemaría, 1992, n. 28). Por eso el yugo de Cristo es vida, la vida que el mismo Señor nos ganó en la cruz: porque el yugo es el madero que él abrazó, porque él es nuestro cirineo. De ese modo, Jesús toma sobre sus hombros nuestras contradicciones y aligera nuestra carga. El Señor

      nos propone un intercambio: darle lo que nos pesa y tomar nosotros su carga. Saldremos ganando, porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera. Nos mueve a abandonar en él nuestra soberbia, que tantas fatigas nos procura, y a revestirnos su humildad, que permite considerar las cuestiones en su verdadera dimensión, sin exagerar las dificultades. A mudar nuestra ira y nuestra arrogancia, por su mansedumbre. Siempre un cambio a nuestro favor: cargamos sobre él la opresión que nuestros vicios y pecados merecen, y conseguimos las virtudes y la paz que él nos trae. Nos llama a canjear el desordenado amor propio, por ese amor de Dios que se entrega a todos.