—Señor de Avrigny—contestó Amaury con acento en el cual vibraban a la vez el amor filial y el orgullo herido.—Quizás a sus ojos descuide yo algún tanto los estudios a que usted me ha destinado; pero puedo decirle que el ministro nunca ha observado en mí esa falta y que ayer mismo leyendo un trabajo que me había encomendado...
—¡Hola! ¿Conque el ministro te ha encomendado un trabajo?... ¿Y sobre qué, vamos a ver? ¿sobre la formación de un nuevo Jockey-club, sobre los principios del boxeo o de la esgrima, sobre las reglas del sport en general o del steeple-chase en particular? ¡En tal caso, ya me explico la satisfacción que muestras!
—Pero, querido tutor—repuso Amaury, sin poder reprimir una ligera, sonrisa,—habré de hacerle observar que todos esos conocimientos superfluos que usted me critica los debo a su cuidado casi paternal. Usted me ha dicho siempre que la esgrima y la equitación, unidas al conocimiento de algunos idiomas extranjeros, vienen a completar la educación de un noble en nuestra época.
—Así es, no lo niego, cuando esas cosas se tornan como una distracción a trabajos serios; pero no cuando se juzgan éstos como un pretexto para divertirse. Veo que eres el prototipo de los hombres de nuestro siglo, que creen poseer la ciencia infusa; que con pasarse una hora por la mañana en la Cámara, otra en la Sorbona por la tarde y otra en el teatro por la noche, se consideran capaces de eclipsar la gloria de Mirabeau, de Cuvier y de Geoffroy, juzgando todas las cosas desde la altura de su ingenio y dejando caer con desdén sus fallos de salón en la balanza donde se pesan los destinos de la humanidad... ¿Conque ayer te felicitó el ministro? ¡Enhorabuena! Vive de esas gloriosas esperanzas, descuenta esos pomposos elogios, y el día en que llegue la ocasión te traicionará la suerte. Porque a los veintitrés años, dirigido por un tutor bonachón, te ves doctor en derecho, bachiller en letras y agregado de embajada; porque asistes de uniforme a las fiestas palatinas; porque te han prometido la cruz de la Legión de honor, lo mismo que a otros muchos que aún no la tienen, crees ya haberlo hecho todo y que lo demás te lo ofrecerá la suerte. Tú razonas así:—Soy rico, y por lo tanto, tengo derecho a ser inútil; y con arreglo a tan luminoso raciocinio tu título de nobleza ha venido a parar en privilegio de holgazanería.
—¡Padre mío!—exclamó Magdalena, atemorizada por la irritación creciente del señor de Avrigny.—¿Qué es lo que dice usted? ¡Nunca le he visto tratar a Amaury de ese modo!
—¡Señor de Avrigny!—decía el joven, aturdido por las palabras de su antiguo tutor.
—¡Qué es eso!—repuso el padre de Magdalena con acento más tranquilo, pero más mordaz todavía.—Te ofenden mis reproches porque son justos, ¿no es cierto? Pues no tendrás más remedio que habituarte a ellos si sigues llevando esa vida ociosa, o renunciar a tratarte con un tutor regañón y descontentadizo. Tu emancipación es de fecha muy reciente. Las atribuciones que tu padre me legó sobre ti han dejado ya de existir para la ley, pero subsisten todavía moralmente, y debo advertirte que en esta época turbulenta en que las riquezas y las distinciones dependen de un capricho de la muchedumbre o de una revuelta popular, nadie puede contar sino consigo mismo y que a despecho de tu opulencia y de tu título de conde, un padre de familia de elevada alcurnia y de cuantioso caudal, obraría con acierto si te negara la mano de su hija, conceptuando como insuficientes garantías tus triunfos en las carreras y tus grados obtenidos en el Jockey-club como hombre diestro en deportes.
El señor de Avrigny se excitaba, más y más con sus propias palabras y paseábase por la estancia visiblemente agitado, sin mirar a su hija, que temblaba como la hoja en el árbol, ni a Amaury que le escuchaba de pie y frunciendo el entrecejo.
La mirada del joven, que a duras penas lograba reprimir su enojo, vagaba del señor de Avrigny, cuya irritación no atinaba a explicarse, a Magdalena, estupefacta, como él.
—¿Aún no has comprendido—prosiguió el doctor interrumpiendo sus paseos y parándose delante de ellos,—por qué te he rogado que no permanecieses por más tiempo con nosotros? Pues fue porque no le está bien a un joven rico y de ilustre prosapia consumir así el tiempo entre muchachas; porque lo que es natural a los doce años resulta ridículo a los veintitrés; porque, al fin y a la postre, mi hija puede salir perjudicada de esas visitas tan repetidas.
—¡Caballero! ¡caballero!—exclamó Amaury.—¡Tenga usted compasión de Magdalena! ¿No ve que la está matando?
Era verdad. Magdalena se había desplomado en su butaca, quedando inmóvil e intensamente pálida.
—¡Oh! ¡hija mía!—gritó Avrigny, demudándose como ella.—¡Ah! ¡Tú le das la muerte, Amaury!
Y alzándola en sus brazos la llevó al aposento contiguo.
Amaury siguió al doctor.
—¡No entres!—dijo éste deteniéndole en el umbral de la puerta.
—Magdalena necesita asistencia.
—¿Acaso no soy médico?
—Perdone usted, caballero; yo pensaba... no quería irme sin saber...
—Gracias por tu cuidado. Pero tranquilízate: yo estoy aquí para asistirla. Puedes irte cuando quieras.
—¡Adiós! ¡Hasta la vista!
—¡Adiós!—repitió el doctor lanzándole una mirada glacial.
Después empujó la puerta, que volvió a cerrarse en seguida.
Amaury quedó como clavado en el sitio en que estaba, inmóvil y como aturdido.
De pronto se oyó la campanilla que llamaba a la doncella, y al propio tiempo entró Antoñita seguida de la señora Braun.
—¡Dios eterno!—exclamó Antoñita.—¿Qué le pasa, Amaury, que está usted tan pálido? ¿Y Magdalena? ¿en dónde está?
—¡En su cama! ¡muy enferma!—exclamó el joven.—Entre usted a verla, señora Braun, que la necesita.
La inglesa corrió a la estancia que Amaury le indicaba con la mano mientras que Antoñita le preguntaba:
—¿Y usted por qué no entra?
—Porque me han cerrado la puerta y me han echado de esta casa.
—¿Quién?
—¡El! ¡el padre de Magdalena!
Y tomando el sombrero y los guantes, Amaury huyó como un loco del palacio de Avrigny.
III
Cuando Amaury entró en su casa encontró a un amigo que le estaba aguardando. Era un joven abogado condiscípulo suyo en el colegio de Santa Bárbara primero, y en la facultad de derecho más tarde. Tenía, con poca diferencia, la misma edad que Amaury. Vivía con desahogo, pues disfrutaba de una renta que podría estimarse en unos diez mil pesos; pero no era, como su compañero, de esclarecido linaje.
Se llamaba Felipe Auvray.
Por el ayuda de cámara tuvo Amaury noticia de aquella visita inoportuna y su primera intención fue subir directamente a su cuarto, dejando a Felipe que esperara hasta que ya, aburrido, se marchase, cansado de aguardar.
Pero Auvray era tan buen amigo que le dio lástima y entró en su despacho, donde sabía por el criado que estaba esperándole Felipe.
—¡Gracias a Dios!—dijo éste al ver a Amaury.—Una hora hace que te aguardo. Ya lo habría dejado para mejor ocasión si no fuese porque tengo que