—Pero, ¿querrás decirme adonde diablos vas a parar?
—Pronto lo verás. Prosigo. Me metí en la cama respetando tu ausencia, tu sueño o lo que fuere; dormí como un lirón, y por la mañana me despertó el piar de los gorriones, cosa que me produjo la ilusión de que estaba aún en el campo; así, que abrí los ojos creyendo ver el verdor, las flores y los pájaros y me quedé sorprendido cuando me encontré, con que desde mi cuarto vi todo eso. Aun vi más, porque al través de los vidrios y entre rosas y claveles contemplé a la modistilla más linda y más retrechera que puedas tú imaginarte, distribuyendo comida a varios pájaros de especie diferentes, que merced sin duda al dulce gobierno de su dueña, convivían en paz dentro de una misma jaula. Parecía un cuadro de Mieris. No ignoras tú que los cuadros me gustan con delirio: te explicarás, pues, perfectamente, que yo me estuviera allí más de una hora contemplando aquel que me parecía tanto más encantador cuanto que venía a destruir el efecto que durante dos años me había causado la odiosa visión de la vieja y el perro. Mientras yo estuve fuera, mi Fisifona se había largado, cediendo su puesto a la gentil griseta. Sin pasar de aquel día, decidí enamorarme con locura de mi encantadora vecina, y no desperdiciar la primera ocasión que se me ofreciera para declararle mi pasión.
—¡Ah! Ya te veo venir, amigo Felipe—dijo Amaury riendo;—pero ya creía yo que habías olvidado aquella aventura en la que tuve la desgracia de ser tu rival, llevándote dos días de delantera.
—Ni mucho menos, Amaury; antes bien, la recuerdo con todos sus detalles y como tú no conoces éstos, me permitirás que te los cuente para que sepas hasta dónde llegan tus culpas para con tu amigo Felipe.
—Pero, hombre, ¿habrás sido capaz de venir a provocarme a un duelo retrospectivo?
—¡Qué disparate! No vengo más que a pedirte un favor, y si te cuento esa historia es con el fin de que a la amistad inquebrantable que existe entre nosotros y que debe moverte a prestarme ayuda se sume el deseo de reparar ciertos agravios.
—Muy bien; pero volvamos a Florencia.
—¿Florencia se llamaba?—preguntó Felipe.—No lo sabía yo. Me gusta mucho ese nombre, casi tanto como me gustaba ella. Volvamos, pues, a Florencia. Te decía que tomé dos decisiones a un tiempo, cosa muy extraña en mí, que apenas sé tomar una. Verdad es que, si alguna vez lo hago, no hay nadie que persevere más en su propósito ni que siga su camino tan impertérritamente como yo... ¡Por vida de!... Se me figura que acabo de soltar un adverbio.
—Tienes perfecto derecho a hacerlo—repuso Amaury con gravedad.
—El primer propósito era el de enamorarme, como un loco, de mi hermosa vecina—continuó Felipe,—y como era el más factible, lo puse en práctica aquel mismo día. Consistía el segundo en declararle mi pasión a la primera oportunidad, y eso ya no era tan fácil; como que era necesario primeramente encontrar la ocasión y después atreverse a aprovecharla.
Tres días tuve que estar en constante espionaje; el primero, oculto detrás de mis cortinas, porque temía asustarla dejándome ver súbitamente; al otro día ya la contemplé pegado a los cristales, pero aun no me atreví a abrir mi ventana; al tercero ya la abrí, y observé gozoso que no la espantaba mi osadía.
Aquella misma tarde la vi echarse sobre los hombros un chal, y abrocharse las botas. Mi vecina iba a salir, y como eso precisamente era lo que esperaba ansioso, me preparé a seguirla adondequiera que fuese.
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