Canción del ocaso. Lewis Grassic Gibbon. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Lewis Grassic Gibbon
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789992076057
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e infestado de enormes raíces de retama tan gordas como el brazo de un hombre, así que jamás se había visto empresa más tonta. El resto de Kinraddie oía a Rob matándose en ese duro terreno cuando se acostaban, silbando como si fueran las nueve de la mañana y el sol brillara con fuerza. Silbaba Las damas de España, Érase una doncella y La chica que me hizo la cama, cuando nunca había llevado a una chica a su cama, aunque tal vez fuese mejor para ella, porque no habría llegado a ver mucho de él ni aun teniéndolo al lado.

      Pues después de una noche como esa volvía al tajo al despuntar el día, y a veces llevaba al caballo y al poni y eran tan amigos los tres, hasta que las bestias echaban a andar cuando él no quería o no se movían cuando él quería; y entonces se enfurecía con los caballos y los insultaba con todas las ordinarieces que se le ocurrían hasta que parecía que se le fuera a oír por más de la mitad de los Mearns; y los azotaba hasta el punto de que la gente hablaba de llamar a la protectora de animales, pero también sabía entenderse con ellos y al minuto volvían a ser amigos, y cuando se iba a la herrería de Drumlithie o a la carpintería de Arbuthnott, al verlo regresar los animales echaban a correr hacia él desde el otro extremo de los campos, y Rob se bajaba de la bicicleta y les daba terrones de azúcar que había comprado.

      Pensaba este Rob que se le daban muy bien los caballos, y por Dios que te podía estar contando historias sobre ellos hasta que te salieran canas, pero ese muchacho largo y delgado nunca se cansaba de ellas. Largo era, tal vez de huesos pequeños, pero, aun así, anchos, y con una pequeña cabeza encima, nariz fina y ojos azul grisáceos que eran como una cuchilla de arado en una mañana de invierno de lo que brillaban, y un largo bigote del color del trigo maduro que le colgaba de tal modo por los lados de la boca que el viejo pastor le dijo que parecía un vikingo y él contestó Bueno, pastor, mientras no parezca un párroco ya puedo ir contento por el mundo, y entonces el pastor dijo que era un necio y un impío, y su risa como el chisporrotear de los espinos bajo la caldera.11 Y a eso dijo Rob que prefería ser espino antes que mamón, pues no creía en pastores ni iglesias, como había aprendido de los libros de Ingersoll, aunque bien sabe Dios que, si la lógica de ese era tan mala como sus relojes, no era buen sostén en el que apoyarse. Pero Rob decía que estaba bien, y que si Cristo bajaba algún día a Kinraddie nunca le faltaría un poco de carne o leche en el molino, mientras que a saber qué le darían en la casa del párroco. Así era Rob el Largo, y eso era lo que pasaba en el molino; algunos decían que no estaba muy bien de la cabeza, pero otros decían que sí lo estaba, y hasta demasiado.

      Upperhill se elevaba sobre el molino coronada por sus bosques de alerces, y la gente decía que cien años antes se amontonaban allí cinco granjas, hasta que lord Kenneth derribó las edificaciones, echó a sus ocupantes de la parroquia y construyó la espléndida casa de labor de Upperhill. Y veinte años después un hijo de uno de los antiguos campesinos regresó y arrendó el lugar; era de nombre Gordon, pero lo llamaban Upprums para abreviar y eso a él no le gustaba, pues casi era un señor terrateniente con esa gran granja que tenía, y se olvidaba de que su padre el campesino había llorado como un niño al irse de Kinraddie esa noche que lord Kenneth los echó. Era un hombre pequeño de cara blanca, pelo largo y ralo, una nariz que no estaba recta, sino que le miraba hacia un lado del rostro, sin bigote y manos y pies pequeños; y le gustaba vestir bombachos y medias y llevar bastón con aire de estar tan prendado de sí como un gallo en un gallinero.

      La señora Gordon era de Stonehaven, donde su padre había sido cartero, pero por Dios que al oírla hablar parecía que su padre hubiese inventado Correos y lo hubiese patentado. Era una mujer grandota como una puerca, pero vestía bien y tenía ojos de pez, como de bacalao, e intentaba hablar buen inglés y que sus dos hijas, Nellie y Maggie Jean, que iban al instituto de Stonehaven, también lo hablasen. Y por Dios que menudos líos se hacían, y si te encontrabas a las chicas por el camino y preguntabas Qué, Nellie, ¿cómo están poniendo las gallinas de tu madre?, lo más probable es que te contestara No muncho hoy,12 pero dándose unos aires que te costaba contenerte para no coger a la comadreja, ponértela en las rodillas y darle unos azotes.

      Aunque solo tenía una birria de familia, oyendo hablar a la señora Gordon parecía que hubiera estado dando a luz todos los meses a camadas de hijos desde el día que se casó. Siempre estaba con De la forma en que crie a Nellie o Y el especialista de Aberdeen dijo de Maggie Jean, hasta que la gente se hartaba tanto que no nombraban a ningún hijo a menos de un kilómetro de Upperhill. Pero Rob el del Molino, el muy bruto, se burló de ella en su cara diciéndole Pues cuando llevé a mi verraco al especialista de Edimburgo, levantó la cabeza y me dijo: «Señor Rob, este verraco es tan raro, tan delicado, pero tan inteligente, que debería usted mandarlo al instituto y algún día será una verdadera honra para usted». Y cuando la señora Gordon oyó ese cuento, se puso roja como un tomate y se olvidó de hablar inglés bien y le dijo a Rob que era un «peazo» animal.

      Además de las dos hijas tenían un hijo, John Gordon, que menudo demonio estaba hecho, pues ya había metido en líos a dos o tres chicas cuando él apenas contaba dieciocho años. Pero con una de ellas se llevó un susto muy grande, pues cuando se enteró su hermano, que era jardinero en Glenbervie, fue a Upperhill y agarró al joven Gordon en el corral del ganado. ¿Eres Jock?, preguntó, a lo que el joven Gordon dijo ¡Suelta esas malditas manos!, y el chico dijo Sí, pero primero me las voy a limpiar en un trapo sucio, y entonces cogió un puñado de excrementos que le tiró al joven Gordon manchándolo de arriba abajo, y luego lo hizo rodar por el sumidero del establo hasta que quedó tan asqueroso que incluso a una cerda se le habrían quitado las ganas de comer.

      Los hombres de la cabaña oyeron lo que pasaba y acudieron corriendo, pero en cuanto vieron que se trataba tan solo de que al joven Gordon le estaban dando su merecido, lo único que hicieron fue reírse sin mover un dedo y gritarse entre sí que había un buen montón de estiércol tirado en el sumidero. Así que el chico de Drumlithie, por su hermana y la vergüenza que pasaría, no quiso rematar el tormento, y durante una semana el joven Gordon pareció un gato medio muerto y olió como uno muerto del todo, lo cual fue una grave afrenta para la señora de Upperhill. Fue hecha una furia a la cabaña y le espetó al capataz, un adusto y joven diablo de las Highlands, Ewan Tavendale, ¿Por qué no ayudaste a mi Johnnie?, y Ewan dijo A mí me pagan para que haga de capataz, no de niñera. Era un bruto insolente, más tranquilo que nada, pero también un trabajador buenísimo del que la gente decía que podía oler el tiempo y que llevaba la tierra en los huesos.

      Y al octavo de los lugares de Kinraddie es que ni apenas se le podía llamar lugar, ya que era el de Pooty, a mitad de camino entre el Molino y Bridge End yendo por la senda de Kinraddie, y no era más que una parcela pequeña de tierra con una casita y un puñado de cobertizos detrás en los que el viejo Pooty guardaba su vaca y su pequeño burro, que era casi tan viejo como él, y a fe mía que el doble de guapo; y la gente decía que el asno llevaba tanto tiempo con Pooty que cada vez que abría la boca para soltar un rebuzno empezaba a tartamudear. Pues el viejo Pooty tal vez fuera el peor tartamudo al que se haya oído jamás en los Mearns, y lo peor de todo era que él no lo sabía y obligaba a cualquier párroco que estuviera organizando un recital a kilómetros a la redonda a que le dejase participar. Y se subía a la tarima, el muy tonto, y recitaba Pe-que-que-ña escuá-cuá-lida temerosa bestezuela13 u otro poema, y era un verdadero suplicio oírle.

      Decían que llevaba cincuenta años viviendo allí; de su padre, que había sido campesino en el Knapp antes de eso, casi nadie recordaba el nombre, y tal vez hasta él mismo lo hubiera olvidado. Era el habitante más antiguo de Kinraddie, y bien orgulloso que estaba de eso, aunque solo Dios sabe qué motivo de orgullo podía ser el vivir tantos años en una casucha llena de humedad ante la que ni una cabra se detendría a aliviarse. Era zapatero y se llamaba a sí mismo el Remendón, un nombre anticuado del que la gente se reía. Tenía pelo cano que le caía por las orejas y tal vez se lavara los días de Año Nuevo y de su cumpleaños, pero, desde luego, no más a menudo, y si alguien lo había visto alguna vez vistiendo algo que no fuera la camisa gris con tirilla roja que siempre llevaba, guardaba muy bien el secreto.

      Alec Mutch era el granjero de Bridge End, que estaba más allá del nacimiento del Denburn. Había llegado allí procedente de Stonehaven, y la gente decía que estaba hasta las cejas de deudas, lo que no era de