Y cuando llegó la Primera Reforma y las que la siguieron, y unos gritaban ¡Whiggam! y otros ¡Roma! y otros ¡El rey!, los Kinraddie continuaron tan tranquilos, decentes y pacíficos en su castillo sin que les importaran un comino las peleas de la gente, pues las guerras eran una cosa nefasta. Pero entonces llegó el holandés Guillermo4 y, al quedar bien claro que de allí nadie lo iba a echar, los Kinraddie se volvieron totalmente partidarios de la Alianza y dijeron que en el fondo siempre la habían defendido.5 Así que construyeron una nueva iglesia presbiteriana donde antes había estado la capilla, y también la casa de un pastor protestante junto a ella, en medio de los tejos en que el forajido Wallace estaba escondido cuando finalmente los ingleses lo derrotaron. Y un Kinraddie, John Kinraddie, se fue al sur y se convirtió en un gran hombre de los tribunales londinenses, y se hizo compadre de esas eminencias, Johnson y James Boswell,6 y una vez los dos, John Kinraddie y James Boswell, subieron a los Mearns en busca de diversión y aventura, y estuvieron bebiendo vino y diciendo ordinarieces hasta bien tarde noche tras noche, hasta que el viejo terrateniente se hartó de ellos y entonces se escabulleron y, como James Boswell escribió en su diario conseguimos llegar al desván en que estaban las doncellas y había una tal Peggi Dundas de nalgas gordas con la que yací.
Pero el principio del siglo xix mal tiempo fue para la aristocracia terrateniente escocesa, pues el veneno de la Revolución francesa cruzó los mares, y los campesinos y gente ordinaria de esa ralea se alzaron y gritaron ¡Al infierno! cuando desde los púlpitos de la Vieja Iglesia les predicaron que fueran sumisos. Y hasta Kinraddie llegó el veneno, y el joven señor de entonces, de nombre Kenneth, se dijo jacobino e ingresó en el Club Jacobino de Aberdeen, y allí en Aberdeen casi lo mataron en las revueltas en aras de la libertad, igualdad y fraternidad, como él las llamó. Y lo llevaron lisiado a Kinraddie, pero él siguió defendiendo que todos los hombres eran libres e iguales, así que decidió vender la heredad y enviar el dinero a Francia, pues tenía muy buen corazón. Y los campesinos marcharon sobre el castillo de Kinraddie y destrozaron las ventanas, pues pensaban que la igualdad debía empezar en casa de uno mismo.
Más de la mitad de la finca se fue perdiendo por adarmes mientras el tullido leía sus groseros libros franceses, pero nadie lo supo hasta que murió, y entonces su viuda, pobre mujer, se encontró con que solo poseía las tierras que se extendían entre las toscas colinas y los montes Grampianos y las granjas de al lado de Bridge End, sobre el río Denburn, a ambos lados del camino exterior. Tal vez hubiera en total entre treinta y cuarenta, arrendadas por adustos campesinos de antigua descendencia picta, gente corriente sin historia que malvivían en sus casas apiñadas en medio de los largos campos en declive. Los arrendamientos eran por un año o dos, y trabajabas desde que despuntaba el día en que nacías hasta que se apagaba la noche en que te amortajaban, mientras los terratenientes inmundos se sentaban a comerse tus arriendos, pero, eso sí, tú eras tan bueno como ellos.
Así pues, eso es lo que le dejó Kenneth a su dama, que lloró con amargura porque las cosas hubieran llegado hasta tal extremo, mas las cosas se fueron arreglando antes de que también a ella le ataran la mandíbula con una tela y la metieran en la cripta de Kinraddie al lado de su señor. Tres de sus hijos se ahogaron en el mar mientras pescaban en la pendiente del Bevie, pero el cuarto, el joven Cospatric, el que murió el mismo día que la Vieja Reina,7 era formal, ahorrador y sensato, y se propuso arreglar la situación de la heredad. Echó a la mitad de los pequeños arrendatarios, que se marcharon a Canadá, Dundee y otras partes como esas, pero a los demás solo pudo desalojarlos lentamente.
No obstante, en las tierras que quedaron libres construyó granjas más grandes y las arrendó a precios más altos y por más tiempo, pues dijo que había llegado el momento de las granjas buenas y grandes. Y plantó bosques de abetos y alerces y pinos para resguardar las largas e inhóspitas laderas, y bien podría haber devuelto su gloria a los Kinraddie de no ser porque se casó con una chica de Morton que era muy mala y le hizo mucho daño y lo empujó a la bebida y la muerte, que fue la mejor salida para él. Pues su hijo era totalmente idiota y al final lo encerraron en un manicomio, y ese fue el final de la familia Kinraddie, y la Gran Casa que se alzaba en el mismo lugar en que los pictos habían construido el castillo de Cospatric se fue desmoronando, mientras los fiduciarios solo tenían dos o tres habitaciones abiertas para trabajar en ellas y la finca estaba hipotecada hasta el cuello.
Así que en el invierno de 1911 no quedaban más que nueve lugares pequeños en la finca Kinraddie, de los que los Mains, que en los lejanos tiempos pasados fue el principal proveedor del castillo, era el mayor. Un irlandés, de nombre Erbert Ellison, llevaba esa granja para los fiduciarios, o eso decía él, pero de creernos todas las historias que corrían se llevaba una cantidad más considerable de dinero a su propia bolsa que a la de ellos. Y bien que cabía esperarse algo así, pues en su momento solo era camarero en Dublín, decían. Eso fue en la época en que lord Kinraddie, el idiota, se tiró a la bebida. Estuvo en Dublín, lord Kinraddie, de borrachera, y Ellison le ponía el whisky, y según algunos también compartió su cama con él; aunque claro está que la gente dice muchas cosas.
Así que el idiota se llevó a Ellison a Kinraddie de sirviente suyo, y a veces, cuando estaba muy borracho y los monstruos salían del whisky y se metían en él, le arrojaba una botella a Ellison y gritaba ¡Fuera de aquí, criado de mierda!, tan alto que se oía hasta en casa del clérigo y ofendía a la mujer de este. Y el anciano Greig, el que fue el último pastor de allí, miraba con el ceño fruncido a la casa Kinraddie como John Knox8 a Holyrood, y decía que ya llegaría el momento en que se hiciera la voluntad divina. Y vamos que si llegó, igual que llega la muerte, pues al idiota lo metieron en el manicomio, al que fue con una cofia de niñera puesta en la cabeza, que sacaba por la parte de detrás del carromato y decía ¡Quiquiriquí! cuando pasaba por delante de escolares que se iban corriendo a sus casas muy asustados.
Sin embargo, como Ellison se había avezado en cuestiones de labranza, venta de ganado y sobre todo en la compra de caballos, los fiduciarios lo hicieron administrador de los Mains, y él se mudó a esa granja y se puso a buscar esposa. Algunas no querían saber nada de él, un pobre desgraciado que era irlandés, no hablaba bien y no pertenecía a la Iglesia presbiteriana escocesa, pero Ella White no era tan exigente y también estaba ya entrada en años. Así pues, cuando Ellison se le acercó en el baile de la cosecha de Auchinblae y le gritó ¿La puedo acompañar a su casa esta noche, querida mía?, ella dijo Ah, pues sí. Y de camino hacia su casa yacieron entre las garberas, y tal vez Ellison le hiciera esto y aquello para asegurarse de que sería suya, de lo desesperado que estaba por conseguir a la mujer que fuera.
Se casaron el siguiente día de Año Nuevo, mientras Ellison empezaba a considerarse un hombre importante de Kinraddie y quizá hasta uno más de los señores terratenientes. Sin embargo, a los hombres de las cabañas, los labradores y temporeros de los Mains, les daban igual los señores terratenientes, salvo para burlarse de ellos, y la víspera de la boda de Ellison lo cogieron cuando entraba en su casa y le quitaron los calzones y le pusieron alquitrán en el trasero y en las plantas de los pies, y lo emplumaron y después lo arrojaron al abrevadero como era la costumbre. Y él los llamó Malditos salvajes escoceses presa de una ira espantosa, y cumplido el plazo hizo que los despidieran a todos de lo muy ofendido que estaba.
Pero después de eso les fue bastante bien a él y a su señora, Ella White, y tuvieron una hija, una chica muy flaca que pensaron que era tan distinguida que no debía ir a la escuela de Auchinblae, así que la mandaron al instituto de Stonehaven, donde le enseñaron a ser muy valerosa y a balancearse en el gimnasio de allí con unos calzones negros pequeñitos debajo de las faldas. El propio Ellison empezó a echar mucha barriga y tenía la cara roja, grande y fatua, y ojos verdes como un gato, y el mostacho le colgaba a ambos lados de la gran boca, que tenía llena de dientes postizos, muy caros y bonitos y cubiertos de oro. Y llevaba medias y pantalones