Plagada de información histórica interesante, esta obra maestra se fijará en la memoria del lector por sus famosas digresiones líricas y filosóficas, en las que Stirlitz ciertamente actúa como una suerte de filósofo ético y social.
Muchos protagonistas de la novela y de la miniserie se transformaron en personajes famosos de la cultura popular rusa (como Müller, director de la Gestapo). Después de ver la miniserie, el entonces Secretario general del Partido Comunista Leonid Brezhnev ordenó inmediatamente a sus asistentes que encontraran al tal Stirlitz y lo recompensaran generosamente. Le explicaron que Stirlitz era un personaje de ficción. “Una lástima”, se lamentó.
Pero Yulián Semiónov no era de esas personas que se duermen en los laureles.
En todos los años siguientes, las novelas de este ciclo en las que figuraba Stirlitz aparecieron una tras otra: Versión española (1973), sobre el trabajo de Stirlitz en España en 1938; Alternativa (1974), en la que la acción se centra en Yugoslavia en la primavera de 1941; y Tercera carta (1977), en la que Stirlitz recibe un encargo de la Central consistente en comprometer a los nacionalistas ucranianos frente a los líderes nazis a comienzos de la Gran Guerra Patria.
En la década de 1980, el ciclo continuó con las novelas Orden de sobrevivir (1982), sobe los últimos días del Tercer Reich, en mayo de 1945; y tres novelas de la serie Expansión (1984-1987), referidas al trabajo de Isaev-Stirlitz en Europa y América Latina después del fin de la Segunda Guerra Mundial.
En 1988 se publicó la última novela del ciclo, Desesperación, marcada por la tragedia del retorno del espía a la URSS de posguerra tras el éxito de su misión consistente en descubrir a los criminales nazis refugiados en Argentina.
A pesar de ello, al volver a su patria no lo esperaban premios sino nuevas pruebas. A su regreso, es enviado al gúlag, donde solo la resistencia y el profesionalismo de un verdadero agente secreto le permiten sobrevivir.
En aquellos años, se imprimieron más de 100 millones de copias de la serie en todo el mundo, traducida a más de 25 idiomas.
La imagen del agente soviético creado por el autor se convirtió en un verdadero patrimonio nacional, y hasta al mismo Semiónov a menudo se lo apoda con humor Yulián Stirlitz-Semiónov.
Yulián Semiónov se divertía con la popularidad de su creación: a menudo, en tono de broma se refería a su casa en el pueblo de Oliva, en Crimea, como “mi villa Stirlitz”.
Nos produce un gran placer publicar esta primera edición ilustrada de la novela “Diecisiete instantes de una primavera” en Argentina.
Yulián Semiónov trabajó allí como periodista en los 70 y 80. En ese país, al que conoce y ama, se desarrolla la acción de sus últimas novelas protagonizadas por Stirlitz (de la serie “Expansión”). El agente soviético trabaja como instructor en un centro de esquí en Bariloche, mientras persigue a Müller, refugiado en Chile.
Confiamos en que los lectores argentinos apreciarán el estilo artístico del escritor ruso Yulián Semiónov y pasarán varias horas placenteras, inmersos en la sociedad y en los héroes literarios que surgieron de su imaginación, y acaso se verán atraídos por el resto de su obra.
Con afecto y respeto desde la lejana Rusia,
Olga Semiónova
Sergei Stafeev
A manera de Prólogo
Ternura
Dedicado al artista del pueblo de la República
Federativa Rusa, Viacheslav Tijonov.
«¿Por qué corre ella así? Son viejas las baldosas, están mal colocadas, se torcerá un pie», pensaba Isaiev asustado, observando a Sashenka, que corría a lo largo del andén de la estación Kasanskaia. Incluso frunció el ceño, porque imaginó su caída y le pareció terrible. Nada hay tan ofensivo como una mujer joven y bella cayendo en plena calle.
«No tiene por qué correr así —pensó de nuevo—. De todos modos, ya estoy en casa».
Rosa también corría así, asustada, por la oscura calle de Cantón; la perseguían dos hombres, uno le tiró una botella que le dio en el cuello. Rosa cayó sobre el asfalto y Maximin Maximovich sintió que se le enfriaban las palmas de las manos: primero se enfriaba la piel, después se entumecía, y cuando la sangre brotaba notaba en las manos un calor insoportable.
—¡Ahora! —gritó a Sashenka—. ¡Espera! ¡Detente! ¡No corras así! ¡Detente, Sashenka!
—Lo que necesita es una mujer. Una buena mujer. ¿Le gustan flacas o como las de Rubens?
—No me gusta jugar a la psicoterapia, doctor. No estoy enfermo. Todo el tiempo tengo ganas de dormir, pero cuando me acuesto, el sueño no llega. Me siento cansado. Las mujeres no ayudan.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Entonces es que no ha encontrado su pareja. Algo en ellas le habrá irritado. La mujer tiene que ser armoniosa, y eso a usted lo debe cansar; la armonía cansa mucho… Obsérvese en un museo: ya después de la tercera sala le entran unas ganas insoportables de dormir, pero tratando de no parecer un nuevo rico, mira usted los cuadros con ojos desorbitados y se está largo rato leyendo los nombres de los pintores en las placas metálicas para salvarse de los bostezos. ¿No es cierto?
—Me gusta la pintura.
—¿Qué quiere decir? ¿Es usted una excepción? ¿No bosteza en los museos?
—No bostezo.
—Es anormal. A todo el mundo le entra sueño en los museos. Usted dice: «No soy psicópata». Pero, en mayor o menor grado, todos somos psicópatas, aunque algunos saben fingir.
«Tengo que soportar una semana más —pensó Isaiev—; dentro de una semana me meteré en un barco, me dormiré en seguida y acabará este horror. Pero tendrá que recetarme algo fuerte, porque de otro modo no aguantaré, sé que no aguantaré…»
—En la farmacia inglesa me dijeron que había llegado un «preparado del sueño», que es una garantía contra el insomnio.
—¿Y usted cree aún en garantías?— El doctor lanzó una carcajada y, levantándole el párpado izquierdo, echó su aliento de borracho sobre la cara de Isaiev—. Mire hacia abajo. Hacia mí. A la izquierda. Ahora a la derecha.
«Moscú huele distinto, huele a tilos en flor —se dijo Isaiev—. En otoño también huele a tilos en flor, si uno va al bosque por la mañana temprano cuando el campo parece una cortina de brocado que cubre el cielo y hay que pintarlo de una manera dura y precisa, sin adornos y sin tratar de embellecerlo aún más… Es posible que aquí huela a tilos en flor, porque ha llovido recientemente y el andén es negro y está resbaladizo, hinchado por las aguas primaverales; caerse en ese andén no es vergonzoso: uno resbalaría sobre él como lo hacía en la infancia por el montecillo de hielo de diciembre, y no habría ningún desamparo ni humillación en ello, pero que no caiga Sashenka. Por lo visto, lo ha comprendido. Me está mirando, camina más despacio, la locomotora resopla con más lentitud y ya es posible saltar al andén; aunque no, no hay que darse prisa; es decir, sí hay que darse prisa, aunque me acuerdo demasiado bien del cuento de Kuprin en el que un ingeniero, que se apresuró por ver a su familia, cayó bajo las lentas ruedas del tren en el momento en que sólo faltaban los dos últimos minutos, los más largos y superfluos de todo el camino… ¡Oh, cómo la quiero! Pero la quiero como estaba en aquel momento en el muelle de Vladivostok, asustada, mía, hasta la última gota, mía; toda ella al descubierto, y me pertenecía, y todo lo sabía de antemano: cuándo estaba triste y cuándo reía, y ahora han pasado cinco años y es la misma, pero tal vez completamente distinta, pues yo soy otro, y… ¿cómo la pasaremos juntos? Dicen que las separaciones son la “prueba” del amor. No se trata de contraespionaje: es el amor. Aquí todo lo determina la confianza. Si tratásemos alguna vez de probar el amor como lo hemos aprendido a hacer con la lealtad, se produciría una traición, más terrible que la de