Reyes de la tierra salvaje (versión española). Nicholas Eames. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nicholas Eames
Издательство: Bookwire
Серия: La banda
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418711091
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      —¿Qué edad tiene Tally? —insistió Gabe—. ¿Siete?

      —Nueve.

      —¡Nueve! —Gabriel negó con la cabeza—. El tiempo pasa volando.

      —Sí, y seguro que se dirige a un sitio acogedor y calentito —aventuró Clay.

      Continuaron avanzando en silencio un rato más, pero Clay empezó a notar que su amigo estaba cada vez más inquieto. Gabriel no era de esas personas que se guardan las cosas, y esa había sido una de las razones principales por las que se habían hecho amigos.

      —¿Aún vives en Cincorreinos?

      Clay decidió que, si iban a conversar, al menos podían cambiar de tema y dejar de hablar de su esposa y su hija, a quienes ya echaba más de menos de lo que jamás había creído posible.

      —Vivía —dijo Gabriel—. Pero, bueno, ya sabes.

      En realidad, Clay no lo sabía, pero le dio la impresión de que Gabriel no pensaba explicarle nada.

      —Dejé la ciudad hace quizá unos dos años ya. Luego viví en Lluviarroyo durante un tiempo y desempeñé algún que otro trabajo en solitario para pagar el alquiler y llevar comida a la mesa.

      —¿Trabajos en solitario? —preguntó Clay mientras se desviaba un poco a un lado para evitar un bache traicionero. Las carretas habían pasado toda la primavera y el verano cruzando el camino hacia el sur con madera recién cortada para Conthas, lo que había dejado surcos y huecos que nadie se molestaba en reparar.

      —Nada que no fuera capaz de hacer —dijo Gabe—. Unos pocos ogros, un barguest, una manada de hombres lobo que habían resultado tener unos setenta años en forma humana, por lo que... fue muy fácil vencerlos.

      Clay se encontró a caballo entre el horror, la diversión y la sorpresa genuina. Lo normal era que cuanto más cerca estuviese uno de Cincorreinos, que se podía decir que era el mismo centro de Grandual, menos monstruos solía haber.

      —No sabía que hubiese un problema de monstruos en Lluviarroyo —dijo.

      Gabriel frunció los labios en un amago de sonrisa.

      —Bueno, ya no lo hay.

      Clay puso los ojos en blanco.

      “Se lo has dejado a huevo —pensó. Le gustó descubrir que la antigua confianza de Gabe seguía estando detrás de esa fachada amable—. Puede que detrás de todo ese óxido aún haya una espada afilada”.

      —Fue ahí donde vi a Rosa por última vez —dijo Gabriel, cuyo ánimo volvió a ensombrecerse de improviso, como si lo hubiera cubierto una nube negra—. Vino a visitarme antes de continuar su camino hacia el oeste. Intenté convencerla de que no fuera y terminamos teniendo una discusión enorme al respecto. —Negó con la cabeza, se mordió el labio inferior y entrecerró los ojos con la mirada perdida—. Ojalá... —empezó a decir, pero no continuó. Un momento después preguntó—: ¿Y tú? ¿Cuál era tu plan antes de que llegase yo y lo pusiera patas arriba?

      Clay se encogió de hombros.

      —Pues esperaba matricular a Tally en la universidad que hay en Hozford cuando tuviera la edad necesaria. Y después de eso... Ginny y yo pensábamos vender la casa y abrir un negocio en algún lado.

      —¿Una posada, dices? —preguntó Gabriel.

      Clay asintió.

      —Con dos pisos, un establo en la parte de atrás y quizá un herrero para herrar caballos y reparar herramientas...

      Gabriel se rascó la nuca.

      —La universidad de Hozford, una posada propia... Hay que ver qué bien se paga pasarse el día junto a una muralla. Cuando volvamos, voy a pedirle al sargento que me deje alistarme en la guardia. Siempre he pensado que un casco así me tiene que quedar...

      —Ginny comercia con caballos —explicó Clay—. Gana cinco veces más que yo.

      —Vaya. Eres un hombre con suerte —dijo Gabriel al tiempo que le miraba—. ¡Dioses, tu propia posada! Me la puedo imaginar: Corazón Tiznado colgado de la pared, Ginny sirviendo bebidas detrás de la barra y el viejo Clay Cooper sentado junto al fuego y contándole a todo el que quiera cómo en el pasado escalamos colinas nevadas para matar dragones.

      Clay rio entre dientes al tiempo que espantaba una avispa que había empezado a zumbar frente a sus ojos. Teniendo en cuenta que la mayor parte de los dragones de los que había oído hablar vivían en las cumbres de las montañas, subir a pie una colina nevada para matar a uno no le parecía muy realista. Empezó a darle vueltas al asunto, pero Gabriel se detuvo tan de repente que estuvo a punto de chocarse contra él. Se dio cuenta del lugar en el que se encontraban justo cuando estaba a punto de preguntarle.

      Vio junto al camino los restos de una casa modesta rodeada por una vegetación descuidada durante décadas cuyos hierbajos amarillentos llegaban a la altura de la cintura. Un roble retorcido crecía entre las ruinas y las cubría con una lluvia constante de hojas de un naranja refulgente. Las codiciosas raíces se enroscaban alrededor de piedras ennegrecidas por el hollín, como si intentasen arrastrarlas poco a poco y estación tras estación hacia el interior de la tierra.

      Hacía años que Clay no contemplaba el que había sido el hogar de su infancia. No solía hacerlo porque no era habitual que viajase tan al sur y, cuando viajaba, tendía a ignorarlo o evitarlo directamente. Ahora que volvía a encontrarse junto a él, intentó convencerse de que no olía la ceniza en el ambiente ni sentía el calor de las llamas abrasándole la cara. Que no oía los gritos ni los golpes secos de los puños. Nada de eso, pero sí que lo recordaba todo con claridad. Sentía esos recuerdos aferrándose a él como las raíces, intentando arrastrarlo hacia el interior de la tierra.

      Estuvo a punto de dar un brinco cuando Gabe le puso una mano sobre el hombro.

      —Lo siento —murmuró Clay con tono abstraído—. Yo...

      —Deberías ir a verla —dijo Gabriel.

      Clay suspiró y se quedó mirando las ruinas. Siguió con la mirada el descenso ondeante de las hojas, que caían como ascuas hacia el suelo ensombrecido. Otra avispa, o quizá la misma, zumbó por encima de su cabeza.

      —No tardaré mucho —dijo al fin.

      La sonrisa aprobadora de Gabriel apareció y desapareció de su rostro como una ráfaga de viento.

      —Te espero aquí.

      El padre de Clay era leñador profesional, aunque de vez en cuando contaba batallitas del poco tiempo que pasó como mercenario. Leif y los leñadores habían sido una banda de poco renombre hasta que consiguieron vencer a un hombre batracio que se dedicaba a secuestrar niños por los alrededores de Custodio del Sauce. Por desgracia, la bilis ácida de la criatura destrozó las piernas del jefe de la banda y Leif quedó lisiado e incapaz de caminar sin arrastrar las piernas. A raíz del acontecimiento, la banda empezó a llamarse los Leñadores a secas y se hicieron famosos sin él.

      Talia, la madre de Clay, se encargaba de dirigir la cocina de Testa del Rey. Era toda una artista en lo que a la comida se refería, y su marido solía quejarse porque preparaba mejores platos para los desconocidos que para su familia. En una de esas discusiones, Talia le había recriminado que Leif pasaba más tiempo bebiendo en el bar que con su hijo. Fue una manera de llamarlo borracho de forma indirecta, y aunque Leif no tenía las luces necesarias para captar el sutil reproche, sí que lo notó en su tono de voz, así que decidió pegarle.

      Exasperado por las palabras de su mujer, al día siguiente Leif se llevó a su hijo consigo al bosque. Hacía un día frío y despejado; una fría brisa de invierno soplaba desde las montañas y hacía crepitar las hojas bajo las botas de Clay mientras se afanaba para seguirle el paso a su padre.

      “¿Qué buscamos?”, recordaba haber preguntado.

      Y Leif, con el hacha que afilaba todas las noches antes de irse a dormir, se detuvo y contempló los